¿Quién decide mi voto?
La respuesta parece evidente: yo. Nadie me lo impone. Pero formularé la pregunta de otra manera. ¿Quién decide mis preferencias? ¿Por qué me gustan unas personas más que otras, unas actividades más que otras, unas ideologías más que otras? Son preferencias mías, sin duda, pero que no sé de dónde vienen. Todas las elecciones políticas suscitan una vaga esperanza de racionalidad en el votante. En teoría, los datos, los argumentos, deberían guiar nuestras decisiones. Por desgracia, casi nunca ocurre así. Las campañas son emocionales, porque el mundo de la política lo es, lo que nos remite a un hecho fundamental: al ser humano le cuesta mucho comportarse racionalmente. Voltaire decía: “La razón es algo que el hombre usa cuando está tranquilo”. Keynes advirtió que las decisiones económicas las tomaban los animal spirits, las emociones, y Daniel Kahnemann, el único psicólogo que ha ganado un Premio Nobel de Economía, ha alertado acerca de la irracionalidad de nuestros comportamientos.
La polarización política es difícil de atajar porque no se basa en intereses (sobre ellos se pueden negociar) sino en valores existenciales que se consideran irrenunciables. En la división entre “nosotros” y “ellos”, los otros son siempre moralmente defectuosos. Y contra los malos hay que ser implacables. Las posturas tienden por ello a hacerse más simplificadoras y blindadas. La fuerza del puritanismo woke o del de la ultraderecha es una clara muestra de esta deriva.
Para desactivar esa escalada me parece importante llamar la atención sobre la fragilidad de nuestras elecciones políticas. Conocerla es una cura de humildad que puede librarnos de excesivos fervores emocionales. Todos estamos sujetos a ciertos mecanismos psicológicos que producen sesgos cognitivos y afectivos que no hemos elegido, que actúan dentro de nosotros provocando falsas evidencias que no podemos evitar. Suelo compararlos con las ilusiones ópticas. En ciertas figuras geométricas no puedo dejar de ver que una línea es más larga que otra. Las mido y compruebo que son iguales, pero ese conocimiento no impide que las siga viendo como desiguales. Todos vemos que el sol se mueve en el cielo. No podemos dejar de hacerlo, aunque la astronomía nos diga que es una ilusión, que es la tierra la que se mueve. ¿Cómo vamos a ser nosotros los que nos estamos moviendo si sentimos el suelo estable bajo nuestros pies?
La psicología de las decisiones políticas es un campo que deberíamos conocer todos los ciudadanos, porque nos haría desconfiar de nuestras evidencias ideológicas. Por ejemplo, tendemos a justificar nuestra simpatía por un partido político aduciendo razones, pero las investigaciones muestran que primero se decide y luego se intenta justificar la decisión. Sucede lo mismo en el enamoramiento. Vuelvo a insistir que no se trata de ningún tipo de falta moral, sino de un mecanismo automático de nuestra inteligencia, que puede hacernos tomar malas decisiones si no lo conocemos. Tenemos un pasado tribal, que evolutivamente troqueló nuestro cerebro más antiguo. La necesidad de integrarnos en grupos, de reforzar su coherencia, de adquirir certezas a base de reforzar las certezas de los demás, es una pulsión profunda que emerge con fuerza en muchas situaciones. Nuestras herramientas cognitivas más modernas pueden ser incapaces de evaluar y controlar la llamada del grupo.
¿Por qué unas personas son conservadoras o progresistas, de derechas o de izquierdas, republicanas o demócratas en EEUU? Ambas posturas implican la elección de un complejo sistema implícito, que puede mantenerse oculto si no nos empeñamos en revelarlo, y que dirige las preferencias. Tanto la mentalidad conservadora como la mentalidad progresista defienden ideas cuya relación resulta difícil de percibir. George Lakoff –en su libro Política moral. Cómo piensan progresistas y conservadores– se preguntó qué podían tener en común distintas tesis republicanas en Estados Unidos: la oposición al aborto, la defensa de la pena de muerte, la oposición al ecologismo, al cambio climático, al control de armas, o al salario mínimo. En España, estudié ese sistema implícito en el ideario de Vox. ¿Qué une la lucha contra el aborto, el patriotismo, las fobias LGTBI, la defensa de la caza, los toros y las procesiones de Semana Santa, y las políticas neoliberales? Los demócratas americanos acusan a los republicanos de defender la vida del no nacido, pero negarse a aprobar programas de asistencia sanitaria al ya nacido. Los conservadores piensan que las ayudas sociales son inmorales porque minan la disciplina y la responsabilidad del individuo. Hablan de disciplina y resistencia, mientras que los progresistas hablan de preocupación por los débiles, de justicia social, de necesidades y ayudas. Los demócratas americanos acusan a los republicanos de no tener compasión, y los republicanos acusan a los demócratas de que solo tienen compasión, pero que les faltan otros valores esenciales: amor a la libertad, valoración del esfuerzo personal, lealtad y patriotismo. Las diferencias se manifiestan también al tratar el tema de la desigualdad. Hace ya muchos años que Norberto Bobbio consideró que el modo de concebirla era la principal diferencia entre derechas e izquierdas (Bobbio,N.: Destra e sinistra. Ragioni e significati di una distinzione política). Las derechas creen que es un hecho natural e irremediable; la izquierda, que es una creación social y una injusticia. En Estados Unidos una parte importante del electorado republicano piensa que el pobre es responsable de su pobreza. Las diferencias continúan presentándose en la idea del Estado (mínimo para los conservadores y máximo para los progresistas), de la libertad (puramente negativa para unos y positiva para otros), del bien común o de la justicia social (para los republicanos una trampa para justificar la injerencia del Estado), del patriotismo (nacionalismo republicano frente a multilateralismo demócrata).
He formulado esas diferencias conceptualmente y, por supuesto, son posturas que se puede intentar debatir racionalmente. Pero no lo hacemos. Abrazamos una u otra porque su verdad nos parece evidente e incontrovertible. Quien no la vea tiene que tener algún fallo cognitivo o moral. Funciona un mecanismo parecido al de las creencias religiosas. Pero, vuelvo a decir, la preferencia por una concepción del mundo tiene raíces profundas y poco conscientes. Hay expertos que sostienen que la elección política puede estar incluso genéticamente influida. Hatemi y colegas, a partir del análisis del ADN de doce mil personas, han creído descubrir un componente genético en esa elección (Hatemi, P.K. et alt: “Genome-Wide Analysis of Liberal and Conservative Political Attitudes”). No es que haya un gen de derechas o un gen de izquierdas. El asunto es más sutil. La distribución de neurotransmisores en un individuo le hacen más sensible a las amenazas y al miedo, o más propenso a disfrutar con la novedad. Diferentes pruebas en Estados Unidos muestran que los republicanos valoran más la seguridad y el orden mientras que los demócratas disfrutan más con la novedad, el cambio y la búsqueda de emociones. En realidad hay que entenderlo al revés. Quienes prefieren la seguridad y el orden son políticamente republicanos. Creo que esos resultados son extrapolables a nuestro país. Estudios hechos a partir de los modelos de personalidad corroboran esta visión. Moscovici, Chirumbolo, Sensales y otros han visto la correlación de las preferencias políticas un rasgo de personalidad: la apertura a la experiencia, y, en especial, con lo que los psicólogos llaman “locus de control”. Este último punto me parece interesante. Ante un hecho hay personas que insisten en la responsabilidad individual (locus de control interno), y otros que insisten en la responsabilidad social (locus de control externo). Los primeros tienden a ser de derechas y los segundos de izquierdas. Al explicar algunos temas sociales como la pobreza, el paro o la enfermedad, las personas conservadoras hacen referencia a la responsabilidad individual, mientras las personas de izquierdas y los progresistas tienden a usar explicaciones de tipo social. En otras palabras, las personas de derechas tienden a sentirse más responsables de lo que les ocurre, a creer que pueden controlar los acontecimientos y que son menos vulnerables y, además, suelen considerar adecuadas las ayudas que la sociedad ofrece a los grupos sociales más desfavorecidos. Por el contrario, las personas de izquierdas, cuyo estilo de atribución es externo, se sienten más expuestas a eventuales riesgos que no pueden controlar, como el paro; tienden a juzgar insuficientes las ayudas que la sociedad ofrece a quienes tienen dificultades, y consideran que la injusticia social es el origen del malestar de estas personas (Heaven,P.C.: “Suggestion for Reducing Unemplyment: A study of Protestant Work Ethic and Economic Locus of Control Beliefs”).
Con este artículo solo pretendo alertar sobre la precariedad de nuestras decisiones políticas. Es conveniente pensar que tal vez el contrario tenga razón en algo de lo que dice. Como en el caso de las ilusiones ópticas que mencioné, es difícil que podamos cambiar nuestras preferencias. La única y difícil solución es intentar dejarlas en suspenso, desconfiar de nuestras certezas emocionales, y pensar en las opciones políticas con la máxima objetividad posible, a sabiendas de que nuestras inclinaciones básicas probablemente no cambiarán. Eso supone que se puede votar a un partido que emocionalmente nos disguste. Esta es la esencia de la libertad. Ya lo decía el viejo Spinoza con una frase enigmática: “La libertad es una necesidad conocida”. La necesidad son esos automatismos psicológicos de que he hablado. Conocerlos no nos permite eliminarlos, pero sí evitar que influyan ciegamente en nuestra decisión.
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