Un viejo proverbio oriental dice que cuando el sabio señala la Luna, el necio mira el dedo. Que nadie piense que me atribuyo la condición de sabio, solo trato de abordar el conflicto político suscitado por la actuación de la juez titular del Juzgado de Instrucción nº 51 de Madrid Carmen Rodríguez-Medel, el coronel Pérez de los Cobos y el ministro del Interior Grande Marlaska, desde el enfoque que nos sugiere el proverbio; la prioridad de lo esencial y la insignificancia de lo accesorio.
En este escenario, la Luna se materializa en una decisión judicial absolutamente insólita, carente de sustento legal y desprovista de cualquier motivación racional. La manifestación del 8M suscitó un debate político e ideológico, pero nadie advirtió, con sólidos argumentos científicos, de la posibilidad de un desastre sanitario y foco de la pandemia que estamos sufriendo, afortunadamente en fase de recesión.
Con una ligereza y falta de ponderación preocupante en una persona que ostenta un poder y una responsabilidad jurisdiccional, admite a trámite, sin mayores argumentos que la cita de un informe del Centro Europeo para la Prevención y el Control de las Enfermedades, que se dice fechado el 2 de marzo, cuando lo cierto es que ese organismos no acuerda recomendaciones para hacer frente a la pandemia hasta el 18 de marzo. Por otro lado, la Organización Mundial de la Salud no califica la epidemia como pandemia hasta el día 11 de marzo.
Lanzada a la búsqueda de responsable políticos, en principio solo se fija en el delegado del Gobierno en Madrid y no en los otros cincuenta y tantos delegados y subdelegados que autorizaron manifestaciones ese día. Con una insólita ligereza admite, en principio, la posible existencia de un delito de lesiones por imprudencia, menos mal que descarta el dolo directo e intencional. Al verse desautorizada por un informe de su médico forense, que no puede establecer una relación de causalidad entre la manifestación y los contagios, transforma la denuncia en un delito de prevaricación administrativa. Para los desconocedores del Derecho, consiste, ni más ni menos, en acordar, a sabiendas de su injusticia, una resolución arbitraria.
A primera vista cualquier juez medianamente consciente de las obligaciones y los límites que le impone la ley hubiera rechazado la pretensión de un “extravagante” e insospechado ciudadano al que nadie conocía, que parece que pasaba casualmente por el registro de entrada de asuntos criminales, imaginando que podría caer en manos de algún juez o jueza que considerase que tan absurda y descabellada denuncia podía ser constitutiva de delito y digna de ser investigada.
Bastaba con repasar cualquier manual de Derecho Penal para entender que el legislador no solamente ha querido reducir al mínimo la intervención jurídico penal, sino que exige una conducta dolosa grave y que elimina las formas de prevaricación imprudente e incluso por omisión. Por otro lado no aparece cuál es la norma o reglamento infringido de forma deliberada, por lo que nos encontramos ante una resolución que en principio no vulnera ninguna disposición legal o reglamentaria. Insistimos en que la decisión era discrecional y difícil de encajar en el derecho penal y ni siquiera en el derecho administrativo.
Según la ley, los jueces y juezas tienen la obligación de rechazar de plano las querellas que carecen manifiestamente de fundamento y que denuncian hechos que clara y manifiestamente no son constitutivos de delito. En este caso, la injustificable decisión judicial de incoar y tramitar unas diligencias previas alcanza cotas preocupantes. El despropósito es todavía más palmario cuando se basa en una simple denuncia de una persona que al parecer es abogado, y que una vez lanzada la piedra esconde la mano y no ha tenido el más mínimo interés en facilitar los datos complementarios que permitieran sustentar su descabellada iniciativa.
La jueza, olvidándose de los deberes y las virtudes que debe ostentar una persona a la que se le encomienda por el Estado la función de valorar la naturaleza delictiva de los hechos que investiga, se convierte en una autómata y hace gala de un “activismo judicial”, según expresión norteamericana, irrumpiendo con estrépito en la realidad social y política en la que están inmersos los hechos que se someten a su consideración.
Estaría inhabilitada para ejercer su profesión si no es consciente de que la denuncia del desenfadado y provocador ciudadano hacía referencia a un hecho de notorias connotaciones políticas y que fue objeto de discusión y debate antes y después de producirse la manifestación feminista del 8 de marzo.
Debería saber, además de los temas de la oposición que le ha permitido ser jueza, que la denuncia que había llegado a sus manos, suponemos que por normas estrictas de reparto, incidía sobre un hecho sin el mínimo indicio de responsabilidad penal.
No deja de levantar razonables suspicacias que no recabase el parecer del Ministerio Fiscal y decidiese seguir adelante con todas sus consecuencias. Parece extraño que, para conocer el nivel de riesgo que existía el día de la manifestación y sus posibilidades reales y directas de ocasionar contagios e incluso muertes, recabase el informa de un coronel de la Guardia Civil y no de un instituto científico especializado en pandemias o incluso dirigirse a algún organismo internacional.
Todo tan lógico y racional como si en el caso de que estuviera investigando el hundimiento de un puente con resultado de muerte se volviera a dirigir al mismo coronel en lugar de al Instituto Torroja o cualquier centro tecnológico especializado.
La función de juzgar no se puede dejar en manos de personajes como la juez que está investigando sin grave deterioro de su credibilidad y respeto por la ciudadanía. Por cierto que cometió un acto de ignorancia inexcusable al considerar inicialmente como investigado al doctor Fernando Simón, al que toda persona que se considera medianamente razonable le debemos un impagable reconocimiento por su dedicación ejemplar y su capacidad divulgativa.
Creo que alguien le ha debido avisar de que su metedura de pata le podía llevar al borde de la prevaricación, por lo menos por impudencia grave o ignorancia inexcusable, ya que el doctor Simón nunca podría dictar una resolución administrativa. Esta elemental reflexión incluso se estudia en los temas de las oposiciones a judicatura.
Y ahora nos toca fijar nuestra atención en el dedo. El coronel Pérez de los Cobos no dirigía ninguna unidad orgánica de investigación (UCO, SEPRONA y otras), sin embargo asumió su función de policía judicial y encargó a unos subordinados la función de redactar el informe, que plasmaron en 82 folios, sin que nadie se inmiscuyese en su labor. La Guardia Civil es un cuerpo sometido a la disciplina militar, por lo tanto, las ordenanzas militares, en la parte que le son aplicables, imponen el deber de comunicar a sus superiores y anotar en el orden del día la puesta en marcha de una investigación a petición de un juzgado. Por supuesto no tenía la obligación de informar sobre el desarrollo de las investigaciones, ya que estaría infringiendo la ley.
El coronel y los autores del informe pueden desmentir lo que acabo de afirmar a petición propia o por requerimiento de la jueza. Es muy posible que un ministro del Interior de una democracia, cualquiera que fuese el signo político de su Gobierno, desconfiase de un mando tan estrechamente relacionado con la llamada “policía patriótica”. Por si alguien tenía alguna duda, su informe le ha retratado. Parece el resultado de una “sagaz” e incisiva investigación realizada por Mortadelo y Filemón. Una persona que presume de profesionalidad no puede avalar, sin sonrojo, este documento plagado de falsedades, invenciones y juicios de valor. Ni una línea más para justificar la pérdida de confianza; como diría Groucho Marx, lo podría entender hasta un niño de siete años.
Termino con una previsión pesimista, ojalá me equivoque. La magistrada investigadora está en la fase del cuarto creciente de la Luna, falta por llegar la Luna llena, que se alcanzará cuando el Tribunal Supremo afronte –hasta el momento está en fase de eclipse– las querellas y denuncias por homicidio imprudente que imputan al presidente del Gobierno y a todo el Consejo de Ministros.
Espero y deseo equivocarme. Eso que los exquisitos eufemísticos llaman el Lawfare no es sino un intromisión del Poder Judicial en un asunto que desborda sus competencias. Según Wikipedia, el término inglés lawfare, cuya traducción habitual al español es imprecisamente realizada como guerra jurídica o guerra judicial, es una expresión inglesa cuyo uso se ha generalizado a partir de la primera década del siglo XXI, para referirse al uso abusivo de los procedimientos legales nacionales e internacionales, manteniendo una apariencia de legalidad, con el fin de provocar repudio popular contra un oponente. Una muestra, la cacería judicial de Lula en Brasil. De momento estamos en Europa.