Hace apenas tres años, la Proposición No de Ley (PNL) para recuperar un ciclo completo de contenidos filosóficos, que cubriera desde cuarto de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) hasta segundo de bachillerato, fue apoyada por todos los partidos del arco parlamentario en España. La PNL fue apoyada así por los representantes del Partido Popular que, en este sentido, se opusieron a lo que ellos mismos habían defendido antes mediante la llamada ley Wert. Sin embargo, estos últimos días se ha confirmado que el socio mayoritario del gobierno de coalición de PSOE-Unidas Podemos tiene también la intención de contradecirse en esta materia. A diferencia de lo que sostuvo en 2018, y contra el criterio de los expertos, ha propuesto reducir el papel de la filosofía a una materia de valores cívicos y éticos de una hora semanal y, además, suprimir la asignatura de filosofía que, como materia optativa, podía ser escogida por el alumnado en cuarto de la ESO. Si se tiene en cuenta que la materia de valores cívicos y éticos no tiene por qué ser enfocada necesariamente desde un punto de vista filosófico, lo que estos cambios implican es que los chicos y las chicas que no prosiguen sus estudios pueden cerrar su etapa educativa obligatoria sin haber oído nunca en la escuela una palabra acerca de la filosofía. Sin duda, esto es lamentable. Tan lamentable como si la decisión gubernamental consistiera en suprimir, o reducir a una caricatura, las horas dedicadas al estudio de la historia, la geografía, el arte o la cultura clásica y, por lo demás, tan lamentable como sería proponer la eliminación de la práctica de la educación física en el currículo.
A diferencia de lo que sucedía en la escuela de hace cincuenta años, en la cual se primaba la memorización, se desincentivaba la organización de los alumnos y éstos se situaban como meros receptores al final del eje de la transmisión de contenidos con el maestro como suministrador no evaluable de los mismos, el sistema educativo actual, bajo el marco de una sociedad democrática, pone énfasis en el desarrollo competencial de los alumnos, la interacción constante entre éstos y los docentes y la necesidad de que la evaluación vaya acompañada de la autoevaluación de estos últimos. Al menos en teoría, lo que el modelo pretende es capacitar mínimamente a los chicos y chicas para que puedan desenvolverse en la sociedad del futuro inmediato y llevar adelante una vida significativa. Todos deberíamos estar de acuerdo en que la escuela debe contribuir a preparar ciudadanos social, moral y ecológicamente responsables, no súbditos obedientes, egoístas irreflexivos ni operarios cerriles. Ahora bien, la exclusión de la filosofía de esta etapa educativa, paralela a la minoración de las humanidades no solo en la ESO, sino también en el bachillerato, confirma que el tipo de actitudes y competencias centrales que se desean promover no son otras que las que demanda el mercado laboral, y no tanto las adecuadas a la apertura epistémica, el examen de las razones morales de nuestras acciones, la interrogación constante acerca de nuestro modo de vida o la búsqueda de un modo de vida social y ecológicamente justo para todos.
La escuela pública es una pieza clave del mecanismo de reproducción social y hoy en día no puede dudarse de su carácter democrático. No obstante, como también sabemos, el ethos y las políticas neoliberales han permeado nuestras sociedades durante cinco décadas y, en este sentido, no parecería sensato sostener que no hayan afectado también a la enseñanza pública, a qué se enseña, cómo, en qué condiciones y bajo qué ideales normativos. Lo cierto es que lo han hecho y de múltiples maneras, con variaciones significativas entre las diversas etapas del ciclo educativo, y afectando a todos los participantes del proceso educativo, aunque haciéndolo de distinta manera en países con tradiciones culturales y niveles de sindicación entre el profesorado diferentes. Pero entre las ruinas del neoliberalismo, para decirlo con la filósofa Wendy Brown, pueden reconocerse aún sus efectos duraderos. En el caso que nos ocupa, el diseño del currículo y el peso que los legisladores otorgan a una u otra materia viene a coincidir, en líneas generales, con el dictamen del neoliberalismo acerca del mundo social que él mismo ha contribuido a generar: que la realidad económica es muy dura, que no hay alternativa al capitalismo, que el escenario ecológico que aguarda a las jóvenes generaciones es de pesadilla, que vivirán obviamente peor que sus padres, etc. Ante estos pronósticos aparentemente indiscutibles, se viene a decir, la escuela, sí, pública y democrática, no puede estar para zarandajas. Por consiguiente, no ha de malgastar las preciosas horas del currículo ilustrando acerca de las aventuras del espíritu, incentivando a los alumnos para que se pregunten sobre los porqués últimos del universo físico o el mundo social y, si organiza salidas al campo o al museo, tiene la obligación de verificar que los alumnos hayan extraído alguna clase de aprendizaje cuantificable mediante las fichas correspondientes.
Pero si el subtexto que los alumnos asimilan bajo los diversos contenidos es que toda acción debe tener la expectativa de una acción recíproca, sea bajo la forma de premio o castigo, entonces la institución escolar no escapa del esquema económico estándar según el cual la iniciativa solo se lleva a cabo por la expectativa del beneficio. En la práctica, es cierto, esta comprensión meramente economicista del rendimiento escolar queda cancelada día tras día por el trabajo, la generosidad, la empatía y el compromiso ético de muchos docentes, que son los que están en el aula, miran a los ojos a los alumnos y saben mejor que nadie que tienen entre manos la más fundamental, difícil y delicada de las tareas: contribuir a formar personas. Sin embargo, hay algo profundamente insatisfactorio en considerar no solo la escuela, sino también cualquier institución educativa pública, exclusivamente como un apéndice de la producción, como un vivero de productores y consumidores, y hoy, en particular, como el mero trampolín para lanzarse, si se tiene suerte, a las aguas inciertas del mundo del trabajo, y si no se tiene, a las aguas estancadas del paro estructural. Al fin y al cabo, como sostuvo Theodor W. Adorno, “solo en virtud de su oposición a la producción, en tanto que no del todo asimilada por el orden, pueden los hombres dar lugar a una producción más dignamente humana”. Para los alumnos, la escuela debería ofrecer, como debería hacerlo también el hogar, ambos tan cercanos a su experiencia, un lugar para “una producción más dignamente humana” o, en todo caso, —un lugar para plantar la semilla de que podrán llevarla a cabo efectivamente algún día. La escuela debería ser un refugio, uno en el cual haya tiempo para pensar no para soñar— en la posibilidad de un mundo distinto y hacer acopio de ciertos recursos para la resistencia futura antes de que el viejo mundo, con sus rutinas y miserias, sus matones y acreedores, sus injusticias y arbitrariedades, su precariedad y desilusión, se abata definitivamente sobre las jóvenes cabezas y los jóvenes cuerpos.
El filósofo John Dewey sostuvo que la educación consiste en la formidable y siempre perfectible tarea de formar y dar curso a las disposiciones fundamentales intelectuales y emocionales de los jóvenes respecto a la naturaleza y la sociedad. En su Democracy and Education: An Introduction to the Philosophy of Education, recogió en una veta pragmatista la idea de que la filosofía puede ser comprendida como la teoría general de la educación. Por su naturaleza proteica y crítica, por su notoria carencia de objeto de estudio privilegiado, por el hecho de incorporar la reflexión de que el aprendizaje nunca se acaba, por su apelación impenitente a las razones que nos asisten en el discurso y la acción, la filosofía está cerca de la actitud de apertura crítica ante el mundo propia de los jóvenes y se incorpora, con esa pátina de naturalidad que nos ha concedido el decurso de la historia política, a una forma de entender la convivencia abierta a un experimentalismo democrático que debe ser, en todo caso, respetuoso de los derechos humanos. Si nos atenemos a estas razones, entonces la propuesta de desterrar a la filosofía del currículo de la ESO no es simplemente equivocada, sino que expresa una traición al espíritu de esa escuela pública y democrática, espacio de apertura y refugio de libertad, que todos decimos defender.
Quisiera concluir con una última y, espero, decisiva idea. En el retorno del conservadurismo que se advierte por doquier, no faltan partidarios de una cultura de museo que defienden la preservación de la filosofía en el currículo escolar como si con ello ejecutaran una reverencia de gratitud a lo que denominan las raíces de la cultura occidental, el Sancta Sanctorum del saber de la humanidad, el trasfondo sublime de las manifestaciones religiosas o artísticas o, incluso, los fundamentos últimos de las ciencias positivas. Al expresarse en estos términos, proyectan la mirada al pasado entendiendo la filosofía como una disciplina, un acervo, un conjunto de aportaciones dignas de ser recordadas y no tanto como una historia movilizada por la crítica. No obstante, el acento reivindicativo de esta nota quiere descansar no en el pasado, sino en el futuro; no en lo viejo, sino en lo nuevo; no en los hombres y mujeres encallecidos, que están de vuelta de todo, sino en los jóvenes que están todavía en la escuela, aprendiendo, ilusionados, y que aún no han tenido la ocasión de desmentirse a sí mismos, de frustrarse, de embrutecerse. Por eso, creo que, en lugar de defender a la filosofía como acervo o resultado, como si sus sentencias hubieran de ser grabadas en piedra, deberíamos defenderla más bien como una actitud de interrogación ante la vida, como una disposición atenta al mundo y a los hombres, como un afán inextinguible de comprensión. Filosofía, sí, pero, sobre todo, filosofar. Filosofía de y para los especialistas, sí, pero filosofar de y para todos. En cierta ocasión, el filósofo estadounidense Richard Rorty expresó esta vocación hacia el porvenir de la filosofía con palabras incomparablemente mejores: “[…] la filosofía no tiene absolutamente nada que ver con la eternidad, el conocimiento o la permanencia, pero sí tiene mucho que ver con el futuro y la esperanza, con la decisión de agarrar al mundo por el cuello y repetir una vez más que en esta vida siempre habrá algo más de lo que jamás hayamos imaginado”.
Que así sea, al menos, en la escuela.