El tema de la desidia política y la falta de políticas que permitan garantizar las necesidades básicas de las sociedades, ha devenido uno de los principales motivos, si no el primero, de la ausencia de paz en el mundo, entendida en su sentido más extenso. Si bien hay que abordar el debate sobre si puede existir una buena gobernanza sin que vaya acompañada de una democracia plena, más importante aún es valorar la importancia de la misma existencia de gobernabilidad, entendida como las políticas públicas orientadas al bienestar de las poblaciones, y no de sus dirigentes o de las élites dominantes.
Desde mi punto de vista, si hemos de dibujar un triángulo con las prioridades para la existencia de sociedades pacíficas, junto a la lucha contra el calentamiento global, en el vértice superior también habríamos de situar la buena gobernanza. De ella penden cuestiones como la existencia e igualdad de oportunidades, poner a todas las personas como el centro neurálgico de cualquier política pública o garantizar los mínimos vitales para que la vida sea digna y decente.
La gobernanza se refiere al ejercicio de la autoridad política y administrativa a todos los niveles para gestionar los asuntos de un país. Está estrechamente vinculada al ejercicio de poder y a los procesos de toma de decisiones, que implican diferentes actores estatales y no estatales en el suministro de bienes y servicios. Así, pues, comprende los mecanismos, procesos e instituciones a través de los cuales los ciudadanos y grupos articulan sus intereses, ejercen sus derechos legales, cumplen sus obligaciones y median sus diferencias. La buena gobernanza, por tanto, busca lograr la equidad, la transparencia, la participación, la capacidad de respuesta, la responsabilidad y el estado de Derecho.
El punto sobre el estado de Derecho es quizás el más polémico, pues implicaría que el sistema institucional está por encima del personal, lo que descartaría a los regímenes autocráticos, aunque no necesariamente a los países que tienen un partido único que legisla y administra (casos de China o Vietnam, por ejemplo), pero que lo hace conforme a ley vigente y para servir a la ciudadanía. No hay muchos casos, pero sí algunos, y si gobiernan de forma aceptable, e incluso admirable, el nivel de buena gobernanza puede ser superior a la de muchos Estados híbridos, donde hay elecciones sin que exista una verdadera democracia o un buen gobierno.
Una buena gobernanza, que interpela al buen hacer de los gobiernos, ha de ir acompasada del aumento del capital social de las comunidades, base para el desarrollo de los países. Coincido con Stiglitz cuando afirma que una economía con más capital social es más productiva, exactamente igual que una economía con más capital humano o físico. El capital social, dice el economista, es un amplio concepto que incluye los factores que contribuyen a una buena gobernanza, tanto en el sector público como en el sector privado. Pero la idea de confianza, añade, subyace a todos los conceptos de capital social; las personas pueden confiar en que van a ser bien tratadas, con dignidad, justamente. Y a su vez, hacen otro tanto. El tema, pues, no es tanto si en un país hay una autocracia, sino en cómo trata a la gente el autócrata. Una buena gobernanza es, pues, la que proporciona la existencia de un contrato social entre los gobernantes y los gobernados. Es lo que proporciona la seguridad a los ciudadanos, conscientes de que sus representantes van a hacer todo lo posible para velar sobre su bienestar y crecimiento personal a través de las políticas públicas. Cuando hablemos del desarrollo de los pueblos, así como otros temas, hay una secuencia para obtener finalmente unos buenos resultados, y que siempre empieza por el concernimiento, preocupación, voluntad y responsabilidad de los gobernantes, que han de buscar los medios necesarios para satisfacer las necesidades básicas de sus poblaciones, trabajar con eficacia y buena organización, para que así, y de forma universal y sin distinciones, haya una disponibilidad para atender a la ciudadanía.