La historia se repite. Vuelven con fuerza los movimientos populistas y la extrema derecha, tratando de gobernar a base de sobreexcitar las emociones entre el electorado. Para ello, cultivan la indignación y apelan a la defensa de la identidad nacional frente a los extranjeros y a cualquier progresista traidor a su idea excluyente de patria.
Sus líderes parecen caudillos que alimentan la confrontación y agitan discursos de odio e intolerancia, atacando las bases del sistema, no precisamente para defender el valor de lo público, ni reclamar más democracia ni una mayor justicia social. Sus ideas representan una vía de involución que amenaza con derivar hacia regímenes autoritarios. Por eso constituyen el peor enemigo de la vieja y hoy frágil democracia.
Conocemos sus nombres Se llaman Putin, Trump, Salvini, Abascal, Bolsonaro y tantos otros en distintos continentes. Aunque, en ocasiones, no somos capaces de identificarlos con claridad. Pero coinciden sus formas y su alineamiento ideológico. Sin embargo, todos ellos se aprovechan del sistema democrático; si bien, su teoría y práctica de la democracia no resisten un examen de calidad.
Este virus ultra se desarrolla en un mundo global con unas sociedades interdependientes y líquidas en las que instituciones transnacionales de poder funcionan al margen de las reglas de la democracia conocida en los Estados modernos. Esta complejidad y el aumento de las desigualdades y la precarización en la era de la globalización, hacen crecer la preocupación e incertidumbre entre los jóvenes, las clases medias y los sectores más humildes de la ciudadanía.
La sucesión de crisis económicas, los efectos de la desregulación de un mercado financiero especulativo, el poder de las grandes plataformas tecnológicas y la existencia de estructuras supraestatales con enorme capacidad de decisión, escapan al control de los Estados y no se someten a las actuales reglas de la democracia. Sin olvidar desafíos como la revolución digital, la emergencia climática y las migraciones.
No es casual que un reciente estudio de la Universidad de Cambridge recoja que el 57% de los encuestados en 154 países se muestran insatisfechos con la democracia. Por eso, es urgente afrontar la democratización de la globalización así como garantizar que la transición digital y energética sean justas y se acuerden mediante procesos democráticos que incluyan consultas, deliberación y participación de los sectores afectados.
En España, la innovación y regeneración del sistema democrático son un compromiso del Gobierno de coalición. Debe promover una gobernanza pública eficiente e incluyente, un modelo avanzado de democracia participativa, con transparencia, rendición de cuentas y medidas de integridad contra la corrupción en las diferentes instituciones y procesos participativos. También en la tramitación legislativa parlamentaria. Se trata de superar un enfoque reduccionista de la democracia representativa, atendiendo las demandas de una sociedad crítica que desconfía de partidos e instituciones y pide una mayor interacción entre los representantes políticos y el electorado.
Pero el escenario es más complicado. Vivimos en un mundo en el que la democracia se ha vuelto frágil y se ve desbordada por las estructuras de la globalización. Antes, el sistema democrático tenía al Estado-Nación como marco de referencia. Ahora, muchas decisiones se toman por instituciones supraestatales alejadas de los Parlamentos y del electorado, disminuyendo el control y participación ciudadana y acentuando el rechazo hacia centros de poder inaccesibles.
La izquierda ha de ser consciente de que la nueva gobernanza transnacional requiere idear y construir una forma de democracia diferente a la que ahora conocemos. Una democracia que será compleja y acorde con una realidad global en un contexto de sociedades interdependientes y grandes corporaciones económicas desnacionalizadas.