Contra el Estado democrático
He de confesar que nunca tuve demasiado respeto por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos pues gran parte de sus resoluciones poseen muy escasa calidad técnica, y otras, sencillamente, tras ingentes cantidades de palabrería no se terminan pronunciando con la rotundidad que es necesaria. Tampoco las resoluciones dictadas en los últimos lustros por el Tribunal Constitucional las aprecio en demasía, lo que es consecuencia tanto de la calidad jurídica de algunos de los magistrados que lo han integrado (entre García Pelayo, Rubio Llorente o Vives Antón y Enrique López hay todo un mundo), como, a mi entender, el, a veces, escaso compromiso de estos (con valientes excepciones como las de los magistrados Conde Pumpido, Asúa Batarrita o Valdés Dal-Re) con los principios y valores constitucionales a los que deben servir.
Todo lo anterior viene a cuento de una de las últimas, siempre sorprendentes por lo insolventes, iniciativas del ministro del Interior, consistente en la modificación de la Ley de Protección a las Víctimas del Terrorismo, en la que “atornilla” la exclusión de las indemnizaciones para aquellas personas que aun siendo víctimas del “terrorismo de estado” pertenecieran a una organización terrorista.
Pues bien, uno de los efectos más perniciosos del terrorismo consiste en la degradación moral de los dirigentes del Estado que lo padece. El pasado día 9 de mayo se celebró el 45 aniversario de la aparición del cadáver de Ulrike Meinhof en una celda de alta seguridad en la prisión de Stammheim, un signo más de una forma de luchar contra el terrorismo (Fracción Armada del Ejército Rojo, Brigadas Rojas, IRA, ETA, OAS…): la guerra sucia, siempre repugnante, aunque generalmente, y en los estados democráticos, represente una forma sólo puntual y episódica de tratar de terminar con las organizaciones terroristas; aunque no debe olvidarse que para otros estados esa forma de lucha (y también, si es menester, el genocidio o el crimen de guerra) pertenece a su ADN: el Estado judío o Turquía son dos brillantes ejemplos en este último sentido (por cierto ¿se han fijado que cada vez que los generales del Estado judío se dan un baño de sangre palestina, se nos abruma con películas o/y documentales sobre el “Holocausto”?).
En fin, hoy es inevitable volver a poner sobre la mesa uno de los casos que más vergüenza y rabia ha provocado en España a las personas decentes (eso sí, sólo a éstas): el asesinato de Lasa y Zabala, que caracterizó toda una forma de entender los cauces por los que debía transitar la lucha, la necesaria lucha, contra el terrorismo. Al respecto, y en lo que importa a los tribunales, nacionales e internacionales, que han rechazado indemnizar a los deudos de los dos vascos, sólo una reflexión: el mantenimiento, en legislación (lo que también afecta al Consejo de Europa) y Jurisprudencia, de límites (exclusiones) a las indemnizaciones en razón de que las víctimas fueran miembros de una organización terrorista, supone una violación directa de las declaraciones de derechos, pues convierte a las personas, por el solo hecho de su pertenencia a un grupo, en sujetos carentes de la plenitud de sus derechos a la vida y a la dignidad. Así se logra matar dos veces a las mismas personas: una en San Sebastián (tortura) y Alicante (tiro en la nuca), y otra en las salas de justicia (con minúsculas).
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