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Opinión - El desmedido interés por Venezuela. Por Rosa María Artal

La derecha española y Venezuela: mucho ruido y pocas nueces

Edmundo González, candidato de la opisición en las elecciones venezolanas de julio pasado.

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Todo cuanto acontece en Venezuela va acompañado de tal nivel de ruido que produce un inevitable efecto ensordecedor. A esa bulla llevan años contribuyendo de manera interesada la derecha y extrema derecha españolas, que han convertido el devenir del país caribeño en un asunto de política interna, como estilete, primero, contra Podemos y, después, contra el “sanchismo”. Es precisamente ese nivel de decibelios el que, una vez más, acompaña la llegada de Edmundo González a Madrid, donde la estridencia busca imponerse frente a lo que ha sido, de hecho, una acción diplomática eficaz, gracias en buena medida al sigilo con que se movió, aun siendo arenas movedizas, el Gobierno de España.

Esa discreción se debe, sobre todo, a la capacidad de interlocución con todos los actores del espectro político venezolano que ha ido cultivando en los últimos años la diplomacia española. Un logro que pocos países, o ningún otro, pueden adjudicarse. Una virtud cultivada especialmente por la labor del ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero, a quien no es de extrañar que PP, Vox y sus receptores mediáticos ataquen hoy sin clemencia. Frente a esas embestidas, que acusan al político de un silencio cómplice con Nicolás Maduro, lo que hay es un mediador que con casi toda probabilidad conoce mejor que nadie el laberíntico escenario en el que se encuentra Venezuela. 

Como ha sucedido en otros procesos de paz –que es lo que cada vez más demanda Venezuela–, desde Irlanda hasta Colombia, pasando por el País Vasco, esa mediación sólo puede construirse con una aproximación personal, mucha escucha y pocas palabras públicas. No se trata de entablar una amistad, pero sí de incentivar una actitud de respeto que permita ser visto como un interlocutor legítimo por ambas partes. Si, como pide la derecha, se subiese a la espiral del ruido con una condena retórica del chavismo, es seguro que su misión caribeña habría concluido. 

Es gracias a esa legitimidad que España pudo lograr el salvoconducto para Edmundo González con la aquiescencia del régimen de Maduro. ¿Significa ello connivencia o fortalecimiento del chavismo como plantea ahora la derecha? Definitivamente no. El Gobierno español hizo lo que debía hacer: atender la solicitud de asilo y primar la seguridad de un opositor político en claro riesgo de ser detenido de manera arbitraria. Es importante subrayar esta petición, ya que en el esquema de la derecha pareciera que fue iniciativa del Gobierno sacar a González de Venezuela.

¿Cuáles son ahora los próximos pasos? De nuevo, nos encontramos ante la disyuntiva del ruido –y la furia, podría añadirse– o de la cautela. El PP azuza las aguas, eleva al Congreso una proposición no de ley para reconocer a González como presidente venezolano y promueve manifestaciones –es fácil vaticinar que la de hoy será la primera de unas cuantas– que buscarán una inexorable asociación entre Maduro y Pedro Sánchez. Es aquí donde el Gobierno español deberá mantener la calma y no dejarse arrastrar por el bullicio, si quiere de verdad contribuir a la pacificación de Venezuela.

Esa postura pasa por no reconocer a Maduro como presidente electo, pero tampoco a Edmundo González. Una posición, sin duda, controvertida, y que a buen seguro servirá de alimento para la derecha, pero que es la más productiva si lo que se pretende es una salida viable para Venezuela. El no reconocimiento a Maduro es una cuestión de imperativo moral. Cualquier elección para ser democrática ha de ser transparente y, para ello, sus resultados han de ser verificables, y esto sólo se consigue con la presentación de las actas de votación. Cada día que pasa es menos probable que Maduro presente esas actas que tanto la oposición como la comunidad internacional llevan semanas reclamando. Por ese mismo motivo, tampoco se puede reconocer a González como presidente de unas elecciones que no son legítimas, y en las que las actas presentadas por la oposición tampoco alcanzan, no sólo por las posibles irregularidades que contengan, sino porque para hacer factible un escenario político pacífico en Venezuela se necesita de un resultado aceptado por todas las partes.

Conviene ahondar en este último aspecto. Reconocer a González puede conducir a tres posibles escenarios, que no son incompatibles entre sí. El primero es una fórmula ya conocida: el reconocimiento por parte de algunos Estados (no de todos) de un autoproclamado presidente en el exilio, con un Gobierno paralelo al venezolano. Una situación que ya se vivió con Juan Guaidó y cuyo funesto final aconseja no repetir la historia. El segundo es el enrocamiento del régimen de Maduro. Está claro que Venezuela es hoy un régimen no democrático, pero como describe José Natalson mantiene aún la forma de un autoritarismo caótico, un modelo de creciente autoritarismo, con bastante desorden, pero con algunos intersticios para la disonancia (como tres gobernadores y más de cien alcaldes opositores). Aislar al régimen provocaría, sin duda, un cierre en banda y el aumento de la represión. El tercer escenario pasa por forzar un cambio de gobierno en el país, incluso por la fuerza, con apoyo desde el exterior. Una situación que, como el propio Maduro auguró, podría conducir a un baño de sangre, habida cuenta además de que las Fuerzas Armadas siguen adeptas al régimen.

¿Qué cabe, entonces, hacer en Venezuela? Lo que España ha hecho hasta ahora. Seguir cultivando su papel de mediador, procurando que –ojalá– antes que después los actores vuelvan a la mesa y se establezcan unos acuerdos de mínimos para una transición incruenta en el país. Si se tiene en cuenta además que la opción propuesta por el presidente brasileño, Lula da Silva, de una repetición de las elecciones ha sido ya rechazada por unos y por otros, la solución no puede pensarse en clave electoral y, por tanto, tampoco en un lógica de suma cero, ni de vencedores y vencidos. Venezuela requiere, hoy más que nunca, de ese sosiego que solo garantizan las conversaciones bajo el foco, alejado de ese ruido que tanto gusta a la derecha más recalcitrante y que tan pocas nueces deja.

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