Hace ya tiempo se ha ido imponiendo un argumento que encierra una falacia, y su “aparente evidencia” prevalece a su “sencillo desenmascaramiento”. Ha hecho mella en políticos de diferente signo, liberales, neoliberales e incluso progresistas; entre padres y madres; también entre docentes, incluso de la educación pública, porque es de educación de lo que trata este artículo.
El argumento es: Los padres tienen derecho a elegir la educación que quieren para sus hijos y así lo recoge la Constitución.
Innegable, los padres tienen derecho a elegir la educación que quieren para sus hijos, y por eso las sociedades plurales y democráticas les ofrecen las opciones de educación pública o privada, entre las que seleccionar la más afín a sus creencias, acorde a sus valores o cercana a sus casas.
Lo que no dice la Constitución es que las opciones privadas hayan de ser financiadas con dinero público. Por eso, la exigencia de ese derecho de elección avalado por la Constitución, se convierte en una falacia cuando lo que va implícito es el derecho a que se les subvencione lo “privado”. ¿Por qué tendrían que subvencionarnos un transporte privado, al que optamos libremente, con dinero público?, ¿podríamos exigir la financiación de la consulta médica privada, a la que acudimos libremente, a cargo del erario?, ¿se entendería la exigencia del derecho a elegir ese taxi o este médico subvencionados de esa manera?
Lo que resulta claro en cualquier otro sector se ha trastocado tanto en el ámbito educativo que ahora estamos en un callejón sin salida: la educación privada-concertada, obligatoria (Primaria y ESO) y no obligatoria (Infantil y Bachillerato). La educación privada-concertada nace en nuestro país en los años 80 como una solución provisional a la imposibilidad de atender la demanda de escolarización por parte de la institución pública y de construir centros en unos plazos mínimos. Cuatro décadas después, la concertada es una realidad consolidada y en continuo crecimiento, a pesar de las paradojas que su sostenimiento provoca, por ejemplo, la concesión de suelo público para construir colegios concertados, más habitual de lo que podría pensarse, o negar nuevas líneas educativas en la pública que sin embargo engordan a la concertada.
Por lo tanto, derecho a elegir, sí; exigencia de subvención pública si se opta por la vía privada, no. Esto sería suficiente para disolver la falacia que entraña la privada-concertada. Sin embargo, esta pugna entre la escuela pública y la concertada dura más de lo que hubiera sido deseable y hay algunos argumentos que pueden alumbrar el escenario en el que estamos para comprenderlo mejor.
El primero tiene que ver con lo que podríamos llamar jerarquía de derechos. Suele quedar oculto que por encima del derecho de los padres a “elegir” está el derecho de los niños y jóvenes a “recibir” educación en cualquier rincón del territorio nacional. Esto se vuelve diáfano cuando pensamos en tantos lugares adonde no llega la privada aunque sea concertada, pero sí la pública: barrios y zonas deprimidas de las ciudades, guetos sociales, zonas rurales, dispersión poblacional. El derecho a la educación es universal y, además de en la Constitución Española, está recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, por lo tanto prevalece sobre el derecho a elegir, que existe mientras haya donde elegir, situación que no siempre se da, como hemos visto. La pública atiende al derecho universal de infantes y jóvenes, estén donde estén, por lo que necesariamente es superior y anterior jerárquicamente al derecho de elección.
El segundo tiene que ver con la deriva que ha tenido el fenómeno de la concertación. Lo que nació como algo coyuntural para paliar unas necesidades a las que había que atender, se ha consolidado como opción educativa cada vez más privilegiada por los presupuestos públicos, en detrimento de la pública que ve enflaquecer su partida. Es decir, se produce una inversión de las inversiones presupuestarias, dándose la paradoja de que lo que se recorta a la pública va a parar a la privada. Pero esta es una cuestión de hecho, y hay que preguntarse si tiene sentido: tenemos dos modelos educativos públicos, uno “público-público” que está sufriendo todos los embates de las crisis, los recortes y la degradación de su función, y otro “privado-público”(privado en la gestión y recaudación de beneficios y público en la financiación) cada vez más boyante. Y aun así, sigue siendo la escuela pública la que obtiene objetivamente mejores resultados con menos recursos, y probablemente seguirá siendo así. Mientras la concertada recibe las subvenciones pero no pocas veces incumple los requisitos, como se concreta en el siguiente argumento.
El tercero se convierte en una llamada de auxilio para enmendar cuanto antes esta suicida inversión de las inversiones y, sobre todo, remediar la pérdida de conciencia del papel fundamental que una educación pública de calidad juega en la construcción de sociedades democráticas y moralmente saludables. La educación pública es necesaria porque tiene la imprescindible función de servicio público para atender a todos con equidad, subsanando las desigualdades que las loterías natural y social conllevan; la privada-concertada es contingente, su función es atender a la élite, a los afines, a los suyos. La pública es plural y diversa, como la propia sociedad, y contribuye a la cohesión social; la privada-concertada selecciona y excluye, segrega y diferencia, en contra del Concierto. La pública es gratuita, financiada con el dinero de todos; la privada-concertada también recibe dinero público, pero además cobra cuotas “enmascaradas y voluntarias”, no permitidas por el Concierto y que introducen la desigualdad en su seno. La pública persigue el beneficio social y su rentabilidad es la propia educación; la privada-concertada tiene como fin el lucro, porque es una empresa y persigue la rentabilidad económica, su negocio.
Con todo esto, ha llegado el momento de caminar hacia la solución, aplazada una y otra vez, de la esquizofrenia de dos modelos que se fagocitan uno a otro. No será fácil, pero sobre todo no será rápido, porque habrá que situarse, para empezar, en el mismo punto en que se quedó en los años ochenta: la construcción material de escuela pública y, paulatinamente, la desamortización, des-concertación y/o reconversión en pública de la concertada que se pueda y se avenga.
Una sociedad plena y madura debe contener en su oferta educativa diferentes opciones, públicas y privadas, laicas o confesionales, con diferentes metodologías pedagógicas que superan al modelo tradicional por ser más acordes a los tiempos que vivimos, que no son ya los del siglo pasado. Pero igualmente es un deber de toda sociedad contar con el mejor sistema público de educación posible, él único que debe ser financiado por todos, porque es para todos sin exclusión, como reza el lema que ha enarbolado la pública desde el inicio de sus malos tiempos: una “educación pública de tod@s para tod@s”.