Después de décadas de luchas y reivindicaciones, el movimiento feminista ha conseguido introducir en la agenda pública el trascendental debate sobre el ejercicio de la libertad sexual por las mujeres, permitiendo evidenciar que la realidad efectivamente vivida por muchas de ellas está muy alejada de las proclamaciones de igualdad formal o de seguridad y libertad contenidas en la Constitución y en las leyes.
La respuesta penal a los ataques a la libertad sexual forma parte de ese debate tan necesario como inaplazable, y es, sin duda, positivo, que se asuma como uno de sus aspectos centrales. Ahora bien, la respuesta feminista no debería incurrir en el error de defender la idea de que la forma de baremar el grado de compromiso con la defensa de la libertad sexual de las mujeres pasa necesariamente por la criminalización de más conductas, la elevación de las penas asociadas a esas conductas y el aumento de las tasas de condenas por dichos delitos. En múltiples ámbitos, las mujeres progresistas hemos denunciado la instrumentalización, el abuso del derecho penal o las reformas legislativas puramente simbólicas como vías de desresponsabilización política. Como pretextos útiles para dejar de abordar la complejidad de los conflictos sociales, enarbolando las banderas de las soluciones fáciles. También hemos denunciado la confusión interesada entre la defensa de las garantías penales y procesales con la complicidad con los autores de hechos criminales. No incurrir en esos errores puede ayudarnos a enriquecer el debate, a hacerlo más riguroso y, como consecuencia, a garantizar más eficazmente la libertad sexual de las mujeres.
En no pocas ocasiones las mujeres que denuncian haber sufrido ataques contra su libertad sexual padecen una victimización derivada de su entorno social o de las propias instituciones. Es imprescindible que nos tomemos en serio el diseño de la atención en estos casos en todas sus fases, desde los ámbitos sanitarios y policiales, receptores de las primeras denuncias, hasta las instituciones judiciales. Y esa atención ha de mantenerse desde la investigación hasta la misma ejecución de las eventuales condenas. No se trata, o no se trata sólo, de reformas legales, sino de extender usos y prácticas impregnadas de la necesaria mirada de género que defienda y cuide a las mujeres que han de pasar por todas las fases del proceso. Y ello no es en absoluto incompatible, no debe serlo, con la defensa de las garantías procesales de toda persona investigada o acusada.
El actual Código Penal sanciona con penas altas los ataques a la libertad sexual. Su esquema básico parte de considerar que constituye un ataque a la libertad sexual el actuar sin el consentimiento de la víctima e incluso, en algunos casos, con el consentimiento obtenido bajo determinadas circunstancias. El Código Penal ya considera que la ausencia de consentimiento vuelve delictiva la conducta. Según la regulación ya vigente, sólo el “sí es sí”. Lecturas machistas obsoletas pretendieron introducir matizaciones atendiendo a si el “no” había sido más o menos intenso, pero esas posturas no encuentran amparo en el texto legal. Por ello, quienes pretendan responder a esas lecturas trasnochadas no precisan abogar por una reforma del Código Penal. Afirmar que esa reforma es necesaria, es abrir la puerta a esas inaceptables interpretaciones.
En el actual esquema de delitos contra la libertad sexual se sancionan con más gravedad las conductas dependiendo de si concurre o no violencia o intimidación. No es que sea necesaria la existencia de violencia o intimidación, sino que en el caso de que concurran, la conducta se castiga más. Además, la conducta se castiga más en caso de que se produzca penetración en el sentido amplio que define el propio Código Penal (introducción de miembros u objetos por vía vaginal, anal o bucal, según el caso). Es cierto que cabría valorar si algún concreto tipo de conducta podría ser equiparada a los supuestos de uso de violencia o intimidación. No lo es que ese esquema pueda ser tildado de machista ni de patriarcal, cuando las limitaciones consustanciales a los conceptos de violencia o intimidación son las mismas en delitos “neutros”, desde el punto de vista del género, como el robo o las coacciones. En todo caso, no es el esquema de conductas que describe el Código Penal el que determina los efectos de victimización. El (mal) trago de pasar por un proceso penal es consecuencia de la necesidad de probar los hechos por los que se pretende la condena. Ello es así, y debe serlo, cualquiera que sea la redacción de los tipos penales en un sistema constitucional basado en la presunción de inocencia y en el derecho de defensa. La forma de minimizar la victimización fruto del contacto con el proceso penal debe abordarse en las prácticas procesales de toma de declaración. Y, especialmente, en la búsqueda de fuentes de investigación ajenas a la mujer que corroboren su testimonio, pues cuando todo el peso de la prueba recae sobre el testimonio de aquélla, el único mecanismo que le queda a la defensa para negar la acusación es atacar el testimonio. Un sistema procesal que base en exclusiva la prueba de los hechos en el testimonio de la mujer es un sistema procesal que carece de perspectiva de género, porque ejerce una excesiva presión sobre la víctima. Los hechos deben ser investigados debidamente.
Se ha reclamado que se proceda a equiparar los ataques a la libertad sexual con independencia de si se ha producido violencia o intimidación. Ello iría acompañado del incremento de los márgenes de pena disponibles, pues si todas las conductas son igualmente graves, las anteriormente consideradas menos graves (sin violencia o intimidación) tendrían idéntica pena. No compartimos que esa diferencia deba ser abandonada, pues objetivamente, o como mínimo, según el criterio aplicado a lo largo de todo el Código penal, son más graves los ataques en que el autor emplea medios violentos o intimidatorios. Con ello no negamos que todo ataque contra la libertad sexual deba ser rechazado, sino que destacamos que un Derecho Penal racional y justo tiene que garantizar la proporcionalidad entre la gravedad de la conducta que castiga y la pena que asocia a ella, en la línea seguida por el Grupo de Estudios de Política Criminal en su último comunicado de 25 de mayo de 2019.
La terminología actualmente empleada por el legislador define un tipo de ataque como agresión y otro como abuso, además de reservar el término violación para supuestos de penetración con violencia o intimidación. Se ha afirmado que ello parece relativizar la importancia de los supuestos definidos como abuso. Sin embargo, creemos que lo relevante deben ser las concretas conductas sancionadas y no tanto el nombre que a efectos de clasificación sea otorgado. Ello no obsta para que pueda sustituirse el término abuso, siempre que se mantenga la diferenciación de las conductas en función de su gravedad.
La lucha por la libertad de las mujeres y por la igualdad que representa el feminismo supuso históricamente la lucha contra un Derecho Penal desproporcionado. También tenemos experiencia en el uso de nuestra defensa para legitimar políticas regresivas contra la libertad. Como mujeres progresistas que creemos que la defensa de los derechos de mujeres es compatible con las garantías penales y procesales que merece cualquier imputado, nos preocupa especialmente que la reforma de una regulación sustancialmente adecuada, como la vigente, que sólo merecería una modificación de aspectos puntuales, pueda instrumentalizarse para debilitar el sistema de garantías penales y procesales. Aprobar leyes que castigan más conductas con más penas, tiene un coste económico cero. Luchar contra las causas estructurales, en especial las económicas, que generan asimetría y son el caldo de cultivo de la dominación sexual puede ser más costoso, pero supone tomarse en serio la lucha de las mujeres.