¿Quién tiene derecho a tener derechos en Europa?
Este miércoles 18 de marzo se cumplen cuatro años del “acuerdo” migratorio entre la Unión Europea y Turquía, más conocido como Acuerdo de la Vergüenza. Un acuerdo entrecomillado porque la UE como tal realmente nunca firmó nada parecido con Ankara, sino que se limitó a comunicar un acuerdo bilateral entre Grecia y Turquía. Legal y formalmente el acuerdo en sí no existe, y así nos lo han dejado varias veces claro los tribunales comunitarios cuando hemos intentado denunciarlo. Pero en la práctica ese “statement” de la Comisión bien que construye realidad, mueve miles de millones de euros y provoca consecuencias humanas y geopolíticas.
Independientemente del maquillaje con el que la UE intentó camuflar el no-acuerdo, su aplicación supuso una subcontratación en Turquía de la gestión de los flujos migratorios con destino a Europa. Esto ha convertido durante estos años al gendarme turco en guardián fronterizo de Schengen, como ya venía ocurriendo desde tiempo atrás con Marruecos y como desde entonces la UE intenta hacer con otros países de Oriente Medio y el Norte de África. Pero, sin duda, el Acuerdo de la Vergüenza con Turquía constituyó una pieza central en el proceso de externalización de fronteras en la que se asienta la construcción de la Europa Fortaleza.
Entre sus múltiples consecuencias está el haber fortalecido y legitimado al régimen de Erdoğan, tanto en su política exterior como interior de vulneración de los derechos humanos. Desde 2016 la UE ha medido muy mucho cualquier crítica a Turquía por miedo a una represalia en forma de “apertura del grifo migratorio”. Y solo en las últimas semanas, cuando esta amenaza constante se ha vuelto realidad, hemos escuchado ciertas críticas a Ankara desde Bruselas, ensombrecidas por la continuación de las negociaciones con Turquía en la búsqueda de acuerdos que defiendan los intereses de ambas partes.
Pero más allá de sus impactos geopolíticos y de vecindad, sin duda la principal consecuencia de aquel acuerdo tiene naturaleza humana, humanitaria, sobre los derechos de quienes huyen en búsqueda de refugio. Una mal llamada crisis “de refugiados” que esconde una crisis de los sistemas de refugio y asilo, de la gestión de los flujos migratorios y de las fronteras, y de los derechos de quienes migran. Una crisis por lo tanto esencialmente política.
Un acuerdo que desmonta por enésima vez aquel supuesto mito de la UE como garante de los Derechos Humanos y de las libertades dentro y fuera de sus fronteras. Otra pedrada en el espejo roto de aquel infame e incomprensible Premio Nobel de la Paz de 2012. Porque las devoluciones exprés que impiden solicitar asilo no sólo son injustas o inmorales, sino que vulneran directamente el derecho internacional y comunitario, como denunció el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados en el propio Parlamento Europeo.
En vez de asegurar un pasaje seguro para quienes huyen de la guerra, la miseria o el cambio climático, la UE decidió mirar para otro lado al externalizar en la gendarmería turca la gestión de parte de sus fronteras y los deberes de acogida a cambio de algo más de 6.000 millones de euros. En primer lugar, buscaba apartar de los focos mediáticos y de las arenas públicas europeas una situación que genera tensiones dentro y entre Estados miembros, y que pone al descubierto la falta de voluntad de las instituciones europeas para implantar mecanismos coordinados o al menos respuestas conjuntas al desafío migratorio.
En segundo lugar, Europa mira para otro lado cuando Erdoğan vulnera Derechos Humanos como parte de la deriva autoritaria de su gobierno que, con una mano, coarta la libertad de prensa y manifestación y, con otra, bombardea y asedia ciudades kurdas dentro y fuera de Turquía. Hay un hilo teñido de sangre que conecta el hacinamiento de refugiados en las islas griegas, las personas ahogadas en el Mediterráneo y las bombas que asolan el Kurdistán: se llama miedo; se llama parálisis institucional europea; se llama xenofobia institucional; se llama Europa Fortaleza.
El poder, la capacidad de chantaje permanente y la carta blanca que la UE entregó a Turquía con el Acuerdo de la Vergüenza, conoció recientemente una vuelta de tuerca cuando Ankara volvió a utilizar a las y los migrantes para extorsionar a la UE y para que esta tomara partido en su particular enfrentamiento geopolítico en Siria. La diferencia con lo que venía ocurriendo estos años atrás es que, esta vez, Erdoğan ha cumplido su amenaza de dejar de ejercer de gendarme migratorio. Y la llegada de miles de personas a las fronteras griegas (y en menor medida búlgaras) está siendo respondido por Atenas con una combinación inédita de xenofobia, fortalecimiento de todas las políticas securitarias y suspensión de derechos fundamentales como el del asilo.
Una política de vulneración de derechos defendida con un lenguaje belicista por el primer ministro griego de Nueva Democracia, Kyriakos Mitsotakis, que afirmaba: “nosotros protegeremos la soberanía de nuestro país, haciendo un servicio a las fronteras exteriores de la UE.” Acciones y declaraciones respaldadas por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, que desde la frontera de Évros dio las gracias a Grecia por ser la “aspida (escudo) europea en estos momentos”, mientras que mantenía silencio sobre la inaudita suspensión del derecho de asilo en este país.
Hoy la criminalización y vulneración de los derechos de la población migrante no es solo producto de una extrema derecha en auge o de unos cuantos políticos irresponsables, sino la consecuencia de políticas concretas de la UE y de sus gobiernos quienes, con guante blanco y de forma consciente y planificada, llevan años ejerciendo una xenofobia institucional que persigue una degradación de la protección jurídica y social del migrante y, en última instancia, de su propia condición humana. Una política que, según todos los indicios, va a reafirmarse con el tan esperado y temido Pacto de Migración y Asilo, que propone y defiende la detención, deportación y externalización como indicadores en positivo de las futuras políticas en este terreno, y que prácticamente abandona cualquier objetivo sobre el establecimiento de un reparto solidario de personas a nivel de Estados miembro.
El “populismo de las vallas” recorre el mundo y en la UE funciona como un potente instrumento simbólico a la hora de construir un imaginario de exclusión entre la “comunidad” y los “extranjeros”, tan antiguo como recurrente en la historia. Porque los muros no se construyen solo con cemento y concertinas, sino sobre el miedo al otro, a lo desconocido, contribuyendo a agrandar así la brecha entre ellos y nosotros. Desde la llegada en julio pasado de Nueva Democracia (ND) al gobierno griego, asistimos a una política consciente de estigmatización y degradación de las condiciones de vida de la población migrante y/o demandante de asilo. Favoreciendo así un caldo de cultivo para el ascenso y normalización de una política xenófoba que ha encontrado en la isla de Lesbos un laboratorio ideal. Solo así podemos entender los ataques organizados por paramilitares en las últimas semanas contra activistas y ONGs en Lesbos, permitidos o directamente amparados por Atenas; o la defensa por parte de una sección de la izquierda de una supuesta cruzada en defensa de la nación.
En el cuarto aniversario del Acuerdo de la Vergüenza con Turquía, asistimos en las fronteras y en el cuerpo de quienes intentan llegar a Europa, a una degradación de una crisis de derechos que no solo afecta a personas refugiadas y migrantes, sino a todas y todos nosotros. Una crisis que nos plantea una pregunta clave en nuestro tiempo: ¿quién tiene hoy derecho a tener derechos en Europa? Cómo respondamos a esa pregunta determinará gran parte del futuro. Empecemos al menos por plantearla y colocarla en el lugar central que merece. Porque fijar el campo de batalla es el primer paso para dar la pelea.
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