La ocupación rusa de una parte de Ucrania, a principios de año, fue como un terremoto que sacudió fuertemente el tablero geopolítico mundial. Tuvo un gran impacto en la política europea e internacional, la economía, las relaciones internacionales y las políticas de seguridad de gran parte del planeta. La OTAN amplió sus miembros, los países neutrales desaparecieron y se incrementaron las imágenes de enemigo. También se tomaron decisiones de carácter estructural, como el aumento generalizado de los gastos militares, que afectan directamente al futuro de las políticas de defensa en Europa e hipotecan las futuras arquitecturas de seguridad en el continente.
Todo ello ha sucedido en momentos en que el movimiento por la paz, entendido como movimiento social, atravesaba momentos de extrema debilidad a escala internacional, muy lejos de tener la fuerza y la incidencia de los años ochenta o noventa. La crisis de este movimiento, por tanto, ha coincidido con un momento en que, más que nunca, se necesitan actuaciones, movilizaciones, propuestas alternativas y políticas de paz, de forma particular en el continente europeo, para que contrarresten las dinámicas belicistas y militaristas derivadas de la guerra en Ucrania.
Con independencia de este episodio bélico, el trabajo a favor de la paz ya necesitaba de una revisión a fondo, puesto que los desafíos que se plantean en la segunda década del siglo XXI no son los mismos que los de hace cuatro décadas. Se necesita una nueva agenda y también nuevas maneras de actuar, y ello tiene que ver con la misma concepción del término “paz”, de por sí algo abstracto y difuso, pues no es más que la suma de muchos componentes.
Trabajar para la paz, en cualquiera de sus vertientes, no tiene nada de cándido o de ingenuo. Es, por el contrario, una auténtica batalla para contrarrestar varias dinámicas y estructuras políticas, económicas, culturales, militares y sociales que hay que detectar, denunciar y revertir. La mayoría son sistémicas y globales, por lo que cualquier agenda de actuación tendrá que enfrentarse con gigantes, demonios y poderes con una gran capacidad de influencia y de dominio. Trabajar por la paz no puede ser un proyecto reformista, de simple resiliencia o de cambios menores. Esto es así porque busca cambios de gran calado y procesos transformadores, revolucionarios si se prefiere, pues conlleva cambios de paradigma y alteraciones totales respecto a los esquemas de interpretación y de acción, que, además, no pueden ser más que globales.
Necesitamos entender lo que ocurre en el mundo para poder incidir directamente en las estructuras que claramente son nefastas, destructivas y perniciosas para el conjunto de la humanidad. Nunca habíamos tenido problemas tan globales como en el presente, y el cambio climático es una muestra de ello, por lo que cualquier agenda de actuación, con su análisis previo, ha de tener esa mirada sobre el conjunto del planeta. Ya no valen recetas nacionalistas o estatalistas, barrer para casa. Toca pensar más allá de nuestras fronteras, y, por consiguiente, trazar líneas de actuación que puedan compartirse desde cualquier lugar del planeta.
La agenda de paz puede ser diferente según dónde se elabore, pues incluirá temas específicos de un país o una región del planeta. Pero hay unos temas globales que, a mi entender, han de ser comunes en todas las agendas, y que son las que aquí voy a exponer. Básicamente serán siete aspectos: enfrentarse al calentamiento global, promover la buena gobernanza, gestionar de mejor manera los conflictos, volver al desarme y la desmilitarización, el desarrollo de los pueblos, los derechos humanos, y la lucha contra la violencia que se ejerce contra las mujeres. Curiosamente, se parece bastante al “decálogo” del Papa Francisco que hizo público este mes de octubre. Mi propuesta incluye una cierta “desmilitarización” del movimiento por la paz, es decir, dejar que la militarización sea el tema dominante o monográfico, para ser un tema más de la agenda. Eso implica abandonar el antimilitarismo y la resistencia a la guerra como eje central, pues el militarismo y la guerra son consecuencias de unas políticas y estructuras específicas, que son las que hay que tratar en primera instancia.
Hace dos décadas se puso de moda el lema “pensar globalmente y actuar localmente”, aunque también es válido lo contrario, esto es, “pensar localmente y actuar globalmente”, en el sentido de que estamos ante fenómenos bidireccionales y que se compensan al interactuar. Los movimientos sociales, desde el pacifista, al feminista o el ecologista, entre otros, pueden centrarse en problemas cercanos a las personas que actúan, pero es muy recomendable pensar si dichos problemas tienen una dimensión que sobrepasa nuestras fronteras. En los temas que aquí planteo, es evidente que tienen una plasmación planetaria, y que, por ello, normalmente habremos de ocuparnos de cómo afectan estos problemas en otras regiones del mundo.
Nunca en la historia habíamos tenido tanto acceso a la información sobre lo que ocurre en el mundo, ni tantas organizaciones dedicadas al estudio de temas internacionales. Sin embargo, el movimiento por la paz es muy débil a escala global o regional, en Europa, por ejemplo, y esta endeble realidad choca con dinámicas económicas o tecnológicas de alcance universal, que tienen un gran impacto sobre nuestras vidas. Este divorcio debería subsanarse a través del surgimiento de alianzas y redes planetarias horizontales sobre los temas que configuras la agenda de la paz, que en el mundo actual deberá tener un semblante muy diferente al que tuvo, por ejemplo, en la época de la lucha contra los euromisiles de los años ochenta. Aunque persista el riesgo nuclear y forme parte de la agenda, los retos de hoy son otros, algunos completamente nuevos, como la lucha contra el calentamiento global. En su mayoría, son temas globales que ameritan acciones concertadas a escala planetaria. De ser así, el movimiento por la paz debería internacionalizarse con prontitud, compartiendo objetivos y estrategias.
Este aspecto nos lleva a considerar el aporte del pensamiento cosmopolita, que a veces se excede por sus generalidades filosóficas, sin llegar a aterrizar lo suficiente como para contribuir a un programa de acción realista y pragmático. Además, a menudo no tiene en cuenta las realidades de todas las regiones del planeta en centrarse demasiado en los problemas de los países industrializados y de las sociedades consumistas. En cualquier caso, y siguiendo la conclusión de un reciente libro de una persona tan defensora del cosmopolitismo como Adela Cortina, donde defiende una democracia social-liberal, el apoyo mutuo, el cuidado, la cordura, la compasión lúcida, el reconocimiento recíproco y la razón cordial, precisamente porque los retos son planetarios, las respuestas deben venir de los afectados por ellas, dentro de un cosmopolitismo fáctico.
Un periodista británico preguntó una vez a Gandhi sobre qué opinaba de la “civilización occidental”. Su respuesta fue que “sería una gran idea”, una forma muy sutil e ingeniosa para decir que el colonialismo no es un planteamiento civilizatorio, sino un sistema de dominación. Al cosmopolitismo le ocurre algo parecido, que es una gran idea, muy necesaria, pero inalcanzable. Es un motivo de inspiración, pero a sabiendas de que vivimos en un mundo que no lo practica. Me gustaría compartir con Beck su confianza en que el cosmopolitismo se ha convertido en el sello de la nueva era, que ha emigrado de los sueños filosóficos y la pura realidad, donde se han difuminado las fronteras y prevalece la convivencia en mezcolanza cultural, o que el régimen de los derechos humanos permite la regulación de los conflictos más allá de las fronteras. ¡Qué más quisiéramos! Siento decir que es una fantasía, un sueño, y sería más realista y eficaz admitir que el punto de partida es menos admirable y plantea enormes desafíos, tanto en el análisis como en la movilización. Lo que en mundo necesita, en mi opinión, es internacionalizar las campañas, protestas y luchas sociales que llevan a cabo multitud de personas, más o menos organizadas, más o menos amplias, pero todas necesarias. Llevar sus reivindicaciones a todos los rincones, y sumarse a estas nobles luchas a través de continuas movilizaciones, bien coordinadas y con ambiciones transformadoras.
En este sentido, quizás sería apropiado hablar de nuevos contratos sociales a escala nacional, o de crearlos en los países donde todavía no existen, y en la línea de lo propuesto por Minouche Shafik, que, ante el fracaso del sistema actual y el desafecto que crea en la ciudadanía, propugna establecer contratos sociales con normas y reglas que gobiernen el funcionamiento de instituciones comunes, con un enfoque que reconozca la primacía de las expectativas y la mutualidad, así como la eficiencia y el valor de provisión colectiva y la compartición de riesgos. En su opinión, habría cuatro principios generales a seguir: garantizar una vida digna para toda la población, tener las mismas oportunidades, no legar desesperanza a las generaciones futuras y compartir los riesgos. La ventaja del enfoque del contrato social es que puede aplicarse a nivel de Estados, así como hacer una alianza entre los que renueven dichos contratos a través de sus políticas públicas, que se verían reforzadas, y la adopción de exigencias para que los gobiernos rindan cuentas de cuanto hacen.
Quienes nos sentimos ciudadanos del mundo, siguiendo la estela iniciada por Diógenes, hemos de compaginar este sentimiento de hermandad, el Ujamaa suahili o la filosofía Ubuntu, el “yo soy porque nosotros somos”, tan próximo al concepto de “seguridad compartida”, y tan necesario para la acción concertada y comunicativa, con una reflexión que haga viables las propuestas a escala global, sin caer en la tentación de quedarnos en los grandes principios e ideales, pero que pueden estar tan alejados de las realidades del mundo, que, al final, no sirvan nada más que para autocomplacernos. Lo que propugno es todo lo contrario, esto es, alejarnos de las grandes utopías en el momento de actuar, dejándolas como simples horizontes que marcan el rumbo, la dirección correcta, pero no la agenda y la estrategia, que ha de ser muy pragmática y práctica, osada sin ser temeraria, además de coherente con los medios utilizados. Sería muy conveniente que los amantes de la paz en España, en Europa y en el mundo, debatiéramos sobre estos puntos, con respeto, pero sin ambages, a fin de lograr una renovación del movimiento, para hacerlo realmente efectivo.