La reciente aprobación administrativa de la sindicación de las trabajadoras del sexo en el estado español ha levantado ampollas en la Ministra de Trabajo que, sin ningún pudor, se ha atrevido a definirla como “un gol que le han metido por la escuadra”. Como resultaría difícil de entender la frontal oposición de un Gobierno que se llama socialista y obrero a la reivindicación de los derechos laborales de un colectivo tan oprimido, marginado y estigmatizado social e institucionalmente como el de las trabajadoras del sexo, le ha parecido una buena idea acudir a la Abogacía del Estado para rebuscar en la supuesta ilegalidad de la prostitución un argumento de fondo que les permita dejar sin efecto una autorización en curso que él mismo ha formulado.
Pero les va a costar encontrarlo porque no creo que sean capaces de reivindicar cómodamente el único precedente legal que habla de la prostitución como “negocio ilícito” en el estado español. Me refiero al viejo Decreto-ley franquista de 1956 que, siguiendo la filosofía abolicionista del Convenio de Naciones Unidas de 1949, proclamaba la ilegalidad de su práctica “ante la teología moral y ante el mismo derecho natural que habían de tener reflejo positivo de una nación cristiana para la debida protección de la moral social y del respeto debido a la dignidad de la mujer”.
Tampoco parece viable hoy, como muchos piensan, apelar al Código civil, cuyos artículos 1271 y 1275 condicionan la validez de cualquier contrato –como la del propio contrato de prostitución– a su eventual contrariedad a las leyes o a las buenas costumbres o la inmoralidad o ilegalidad de su causa. Y es que, dejando a un lado la supuesta inmoralidad del trabajo del sexo que ya no es un argumento potable, hay precedentes judiciales que han afirmado ya su legalidad, como una última sentencia de 18 de febrero de 2015 del Juzgado de lo Social nº 10 de Barcelona que reconoció la condición de trabajadora a quien prestaba servicios sexuales voluntarios por cuenta ajena, precisamente reivindicando una “obligada perspectiva de género y la necesidad de tutela de sus derechos fundamentales”, muy consciente de que el reconocimiento de esa ciudadanía laboral en nuestras sociedades tardocapitalistas representa una garantía contra la pobreza, la marginación, el abuso de poder y la explotación. Y creo que no hay que insistir en la idea de que en un Estado de Derecho la legalidad o no de una práctica no regulada la definen los tribunales.
Lo cierto es que no es la primera vez que nuestros jueces evidencian una especial sensibilidad hacia la suerte de los derechos sociales de lxs trabajadorxs del sexo, que es lo que hoy está en entredicho. Hay un largo recorrido que merece ser recordado. Hace ya más de veinte años, una sentencia de la jurisdicción penal de 12 de abril de 1991 creó una amplia línea jurisprudencial que llegó hasta el Tribunal Constitucional (S.163/2004, de 4 de octubre), donde se otorgaba protección penal a las mujeres que ejercen la prostitución por cuenta y encargo de otro frente a las conductas que atentaran contra sus derechos a causa de la imposición de condiciones laborales abusivas. La idea, entonces vigente, de que se trataba de un contrato con causa ilícita no le impidió al Tribunal Supremo reconocerle efectos tuitivos sobre lxs trabajadorxs por cuenta ajena: “otra respuesta punitiva, decía aquella sentencia, conduciría a asumir que, el más desprotegido debería cargar también con las consecuencias de su desprotección (...) en una concepción del sistema de justicia penal como multiplicador de la desigualdad social porque (...) el empleador podría imponer a los trabajadores ilegales las condiciones laborales más discriminatorias sin riesgo alguno de infracción legal, a pesar de poder quedar severamente comprometidos valores inherentes a la personas que, como la dignidad del art. 10 de la Constitución, no conocen fronteras”.
Años más tarde, otro pronunciamiento judicial paradigmático daría el paso definitivo para consagrar la legalidad del trabajo sexual apuntando a la autonomía de la voluntad de sus actoras y a la imposibilidad de que una política de derecho y no meramente ideológica la dejara sin efecto. Fue obra de la sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo de 14 de abril de 2009 cuando afirmó que “la cuestión de la prostitución voluntaria, bien por cuenta propia o dependiendo de un tercero que establece unas condiciones de trabajo que no conculquen los derechos de los trabajadores, no puede solventarse con enfoques morales o concepciones ético-sociológicas ya que afecta a aspectos de la voluntad que no pueden ser coartados por el derecho”.
Con el tiempo, la misma normativa penal les ha dado la razón. Tras la última reforma de 2015, cualquier práctica que no lesione los derechos laborales de lxs trabajadorxs del sexo queda fuera de sus ámbitos de prohibición (art. 187,1 b). Y si, como ha señalado la propia jurisprudencia (Sala Social de la Audiencia Nacional en sentencia 104/2003, de 23 de diciembre), el Código penal de un Estado democrático de Derecho opera como constitución negativa capaz de perfilar lo que es incompatible con la ética constitucional, puede afirmarse que el nuestro no representa un obstáculo para dar por legalizada, desde la Constitución, la actividad de la prostitución y reconocidos los derechos de quienes la ejercen. Sus derechos laborales quedan, pues, a salvo, ¿quiénes se van a atrever a cuestionarlos cuando son sus propixs actorxs quienes los reivindican en primera persona? ¿Adónde van a buscar entonces esos argumentos de fondo que permitiría a la Abogacía del Estado impugnar una autorización administrativa que les reconoce, como a cualquier trabajador, la libertad de sindicarse?
Les va a resultar difícil desandar lo andado.