La desigualdad de cristal

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Señala Carole Pateman que toda la desigualdad que sufrimos las mujeres encuentra su origen en la división entre lo público y lo privado. Con razón, esta filósofa apunta a una obviedad mantenida durante siglos: el trabajo privado, es decir, aquel vinculado al cuidado del hogar o la educación de los hijos, apenas ha tenido reconocimiento social, económico o político. Por el contrario, el trabajo productivo, el que ha ocupado la esfera pública, no solo ha obtenido reconocimiento económico, sino que ha marcado el devenir de las sociedades modernas y ha vertebrado nuestra forma de vivir. Mientras nos ocupábamos de definir en términos de justicia el trabajo, la titularidad de los medios de producción o el valor económico del esfuerzo laboral, la responsabilidad vinculada al mantenimiento de los hogares seguía obviándose. Ha costado mucho empeño político, intelectual y teórico hacer entender que el contrato social contó con un pecado original que lo pervirtió desde sus raíces: haber olvidado a las mujeres. El trabajo doméstico, la educación de los hijos o la atención a los mayores han sido tareas feminizadas irrelevantes sin que, hasta hace algunas décadas, el espacio privado entrara en agenda y se politizara.

Cabe recordar que el primer feminismo, urgido por la necesidad de dar pasos esenciales, adoptó la idea de universalidad que proponía el liberalismo: exigió la inclusión de las mujeres en aquel esquema común que definía lo universal desde una mirada concreta pero muy insuficiente. Es entre finales del siglo XIX y principios del XX cuando empezaron a surgir los derechos sociales y la idea de Estado de bienestar, precisamente en la búsqueda de un modelo que superara aquel contrato social que necesitaba avanzar sobre su propio punto de partida. Iris Marion Young ahondó posteriormente en esta idea desde la perspectiva feminista: la justicia no es sinónimo de igualitarismo, sino tratar diferente a las diferentes.

Expongo esto porque sin duda el sistema público de pensiones es un ejemplo donde más retazos quedan de aquella universalidad que escondió una clara promoción de la más injusta desigualdad. Pese a que la llegada de la democracia a España trajo una incuestionable modernización en todos los sentidos, se siguió apostando por el modelo social conocido como breadwinner o “ganador de pan”, una estrategia caracterizada por la dependencia y la solidaridad familiar, así como por la permanencia del modelo del varón sustentador en un contexto institucional en el que la familia se considera un ámbito privado donde la mujer asume las tareas de cuidado y asistencia. Esto impacta indudablemente en un sistema de pensiones que es competitivo y redistributivo pero que no ha tenido en cuenta la realidad de cientos de miles de mujeres que, pese a haber dedicado su vida a trabajar, veían como todo ese esfuerzo las mantenía abocadas a depender de la buena voluntad de sus maridos para subsistir. Es por eso que existen pocas apuestas más feministas que equilibrar la balanza en materia de pensiones. Los factores correctivos que ha llevado a cabo el Ministerio de Inclusión impulsado por el Pacto de Toledo como el complemento para la reducción de la brecha de género da buena cuenta de ello. Igualmente, la última subida de las pensiones arroja datos que abundan en la capacidad de independencia de las mujeres. Por ejemplo, la pensión media de jubilación para las trabajadoras ha subido 104 euros y la pensión de viudedad, especialmente feminizada, ha aumentado un 8,8%. El impacto que ha supuesto el último incremento en mayo de las pensiones en aquellas no contributivas es también un signo de justicia, sobre todo, para las mujeres. A estas medidas podemos sumar también la ratificación del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, que garantiza que las empleadas del hogar gocen de la misma protección social y condiciones laborales que el resto de trabajadores —parece increíble que este debate se haya sustanciado en 2023—.

El feminismo debe hacer de la emancipación y del reconocimiento del esfuerzo de las mujeres la parte principal de su agenda política si quiere ser influyente, porque nada nos define más a la mayoría de las mujeres que el hecho de trabajar gratuitamente. Desarrollar una ética del cuidado y la responsabilidad que nos interpele a todos, especialmente a los hombres, es una cuestión democrática básica. Saldar la deuda con toda una generación de cuidadoras voluntariosas que han tenido que renunciar a su independencia en nombre del progreso es la causa justa más urgente de este siglo para el socialismo democrático.