El ritmo de noticias judiciales con clara dimensión política sigue creciendo lentamente, pero de manera constante, en España. Algunas de ellas poseen una relevancia nunca vista. De los múltiples casos abiertos en distintos tribunales sobre el “procés”, al caso Begoña Gómez, con declaración del Presidente Sánchez incluida, pasando por el caso Koldo y la infinidad de casos abiertos por corrupción. ¡Qué bonito país, el nuestro! Esta semana pasada hemos conocido una derivada de este último, la apertura de la instrucción penal del Supremo contra el Fiscal General del Estado, algo que no había pasado nunca en nuestra historia democrática. Glups. El proceso judicial recién comienza, y va a dar mucho que hablar en los próximos meses, incluso aunque fuera eventualmente archivado, cosa que dudo.
En efecto, el Tribunal Supremo ha admitido a trámite las querellas presentadas por la Fundación Foro Libertad y Alternativa y el sindicato Manos Limpias, esos guardianes de la pureza -¿qué pureza?-, contra el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, y la Fiscal Jefa Provincial de Madrid, María Pilar Rodríguez Fernández, por presunta comisión de delito de revelación de secretos del artículo 417 del Código Penal. El Supremo, órgano competente para investigar a estos dos altos funcionarios por su condición de aforados, admite las querellas y abre la instrucción, que estará a cargo del juez Ángel Luis Hurtado -ay, me acabo de morder la lengua-. El caso tiene una dimensión política innegable. La tiene en virtud del cargo que ostenta una de las personas investigadas, una de las máximas autoridades judiciales del país y directamente designada por el Gobierno, pero también por la naturaleza del caso de fondo, pues la supuesta revelación de secretos concierne a diversas informaciones y emails filtrados de los casos judiciales que afectan a Alberto González Amador, pareja de Isabel Díaz Ayuso.
El caso no tiene precedentes. Sorprende, de entrada, que se admita a trámite y se proceda a investigar a tan alta autoridad del estado sin indicios claros de que el señor Álvaro García Ortiz haya sido la fuente de las filtraciones, y en un país en el que todos los días se están filtrando constantemente a la prensa documentos e informaciones que forman parte de procesos judiciales abiertos sin que nadie sea investigado por ello. Que los indicios parecen endebles queda claro de la lectura del propio Auto de admisión a trámite del Supremo, en el que se admite, al menos de momento, que en caso de existir delito de revelación de secretos, éste no vendría constituido por la publicación de la Nota Informativa de la Fiscalía Provincial de Madrid del 14 de marzo de 2024, hecho que precipitó las querellas previas en los tribunales inferiores, sino por la necesaria filtración previa de comunicaciones y emails privados publicados por diversos medios, comenzando por los más conservadores. Pues sí, alguien tuvo que filtrar esas comunicaciones. Y muchos tuvieron acceso a las mismas. De ahí a pensar que fue el Fiscal General del Estado hay un paso muy grande.
¿Estaba pues justificada la admisión a trámite de las querellas en este caso, o el Supremo ha aplicado más bien en este caso una especia de doble rasero que sólo podría explicarse por algún tipo de persecución política contra la persona del Fiscal General del Estado o, aún peor, contra el Gobierno socialista? Esta es la pregunta siempre relevante, siempre difícil, frente a un caso en que uno podría sospechar de la existencia de lawfare por parte del tribunal, cosa que si fuera cierta y pudiera probarse, sería gravísima porque cuando el lawfare lo instancian funcionarios públicos se convierte habitualmente en un delito de prevaricación.
La pregunta yo no puedo responderla porque no dispongo de información suficiente para fundar un juicio de valor sólido. Recomiendo la lectura del artículo “Revelación de secretos, el musical”, de Ignacio Escolar, del 19 de octubre, en el que el lector encontrará una exposición detallada de los hechos, al menos tal y como los percibe el editor de este diario. No parece haber tantas dudas, en cambio, de que este caso sí podría haberse iniciado como una acción de lawfare por parte de las acusaciones populares de Foro Libertad y Alternativa y Manos Limpias. Recordemos que se trata de organizaciones de ultraderecha que de manera reiterada y consistente vienen desde hace años persiguiendo judicialmente a líderes independentistas y de la izquierda española, así como, aunque en menos ocasiones, del PP, y nunca hasta la fecha de Vox. De todos modos, el caso podría haber nacido como una instancia de lawfare y ello sería todavía compatible con una respuesta del Supremo perfectamente ajustada a derecho.
¿Ha cometido el Fiscal General del Estado un delito de revelación de secretos? Esto es algo que usted y yo no sabemos. El señor Álvaro García Ortiz, como cualquier otro ciudadano contra el que se abre una investigación judicial penal, goza por el momento del derecho a la presunción de inocencia, así que debe ser tratado por las instituciones y los medios como una persona inocente. Respecto a nuestra opinión personal, siempre legítima, no dispongo de razones para pensar que haya cometido el delito, pero tampoco para lo contrario. Por el momento, es mejor suspender ese juicio personal, acto tan poco habitual en este país como deseable y honroso. Pero ¿podríamos decir que hay suficientes indicios como para justificar la decisión del Supremo de admitir a trámite unas querellas motivadas por un ánimo de persecución política? Aunque los indicios citados en el Auto me parecen en general endebles, la valoración de dichos indicios y la decisión judicial sobre una admisión a trámite es siempre un terreno insondable, incierto, con un amplio espacio para la subjetividad y la discrecionalidad judicial, cosa que, por cierto, hace siempre muy difícil el control sobre las acciones de los jueces, como acabamos de ver reflejado en el caso del juez Peinado. Dejemos por el momento un margen de actuación al Supremo.
Pero los árboles no deben impedirnos ver el bosque. La falta de información suficiente, la complejidad del caso y lo incierto de las valoraciones de los indicios disponibles no deben impedirnos abrir el foco y tener una mirada más amplia sobre mi primera afirmación en este artículo: estamos asistiendo en España a lo que parece ser un despliegue constante e implacable del lawfare político. Y sobre ello necesitamos una reflexión urgente, minuciosa y bien fundamentada.
El lawfare es un concepto complejo. Habitualmente se entiende por lawfare el uso y abuso del derecho para perseguir otros fines distintos a aquellos para los que el derecho fue creado. Existe una amplia variedad de formas de abuso del derecho propiciadas por el lawfare: desde acusaciones y querellas infundadas e investigaciones judiciales arbitrarias, pasando por dilaciones procesales indebidas o fraudulentas, interpretaciones abusivas de la ley, condenas judiciales sin pruebas suficientes o imposición de penas desproporcionadas, hasta llegar incluso a una creación legislativa indebida, por ejemplo porque se legisla para proteger un interés privado o político particular y no por un interés político general. Sin embargo, no toda instancia de estos abusos del derecho constituyen un caso de lawfare.
Los fines que distinguen al lawfare y que deben ser distintos a los que persigue el derecho pueden ser fines enteramente privados, ideológicos o abiertamente políticos. Pero no toda motivación privada autointeresada, ideológica o política es todavía suficiente para que un caso sea de lawfare. Eso sería absurdo. Un ciudadano tiene perfecto derecho a perseguir un fin privado o autointeresado mediante sus acciones judiciales. Y los tribunales tienen no sólo el derecho, sino el deber de perseguir las acciones ilícitas de otros funcionarios públicos o de partidos políticos, también cuando sean de una ideología distinta a la suya. Nada más faltaría. Eso complica no sólo la definición del concepto de lawfare, sino la correcta identificación de los casos concretos. El lawfare consistiría en un abuso de las acciones legales normalmente permitidas propiciado por unas motivaciones autointeresadas, ideológicas o políticas consideradas ilegítimas. Pero ni la noción de legitimidad utilizada aquí ni la correcta calificación en cada caso concreto resultan sencillas.
Como solemos hacer los juristas, comencemos por ver los casos claros. Si una organización racista sólo persiguiera judicialmente, como acusación popular, a personas de raza negra o inmigrantes, estaría haciendo lawfare. Si la policía persigue desproporcionadamente a los miembros de una determinada minoría racial o religiosa, está haciendo lawfare. Si un juez persiguiera judicialmente sólo a personas de un determinado partido, tendiendo a sobreseer a las personas de otros partidos, es decir, aplicando un doble rasero y vulnerando a sabiendas el principio de igualdad efectiva ante la ley, estaría haciendo lawfare. Si se acusa falsamente a un presidente del gobierno, como por ejemplo a Lula, con el único objetivo de apartarlo de su carrera política, y para ganar en los tribunales lo que no se está pudiendo ganar en las urnas, se está haciendo lawfare. Si un parlamento o un gobierno legislara o dictara normas que tienen como único objetivo perseguir especialmente a una minoría, o rebajara la protección de los derechos fundamentales a dicha minoría, como muchos legisladores han hecho en aplicación del llamado derecho penal del enemigo, o como hizo Estados Unidos con la Patriot Act en reacción al atentado de las Torres Gemelas del 11-S de 2001, caso que es tratado como fundacional por la escasa doctrina jurídica existente sobre el fenómeno del lawfare, estaría haciendo exactamente eso, lawfare.
Pues bien, todos los observadores y analistas tenemos la impresión de que el lawfare está creciendo en España. Más aún, tenemos la impresión de que lo está haciendo por parte de organizaciones civiles, funcionarios y jueces de ideología conservadora, en persecución de personas con ideas políticas distintas. Aunque algunos jueces, incluidos algunos magistrados del Supremo, se enervan ante dicha observación, pues entienden que se está poniendo en tela de juicio su debida imparcialidad e independencia, son demasiados los casos en los últimos años como para no tener una clara sospecha de lo que está pasando.
Vale decir que el fenómeno del lawfare parece estar creciendo en la mayoría de sistemas jurídicos avanzados, así que se trata de un mal compartido por muchos, si es que eso sirve de algún consuelo. Sucede también, y es una complejidad adicional, que uno suele ver más claramente el lawfare “ajeno” que el “propio”. Uno podría pensar que los juicios abiertos a Lula constituyen lawfare y los de Bolsonaro no, o viceversa. O que los procesos a los que se enfrenta Trump están justificados mientras que no lo estarían si fueran dirigidos contra Biden o Harris, o lo contrario. O que la querella contra el García Ortiz es un caso de lawfare clarísimo y la presentada contra el juez Peinado no lo es, o viceversa. Y solemos tender a calificar de lawfare todo aquel proceso abierto contra alguien con quien compartimos ideología política, grupo social o condición, mientras nos parece una acción impecable de la justicia cuando se persigue a alguien de la ideología contraria. Pero, atención, darse cuenta de este sesgo psicológico no implica el deber de concluir que todos los casos mencionados son lawfare o no lo es ninguno. Algunos lo son y otros no, y aunque identificarlos correctamente es siempre difícil y está sometido a sesgos inevitables, nuestro deber es tratar de hacerlo de la manera más objetiva posible.
Para ir concluyendo, que el caso abierto contra García Ortiz constituye un caso de lawfare por lo menos en el inicio, en las querellas presentadas por las acusaciones populares, me parece bastante claro. Que la admisión a trámite por parte del Supremo también responda a estas motivaciones es algo que, exactamente igual que la presunción de inocencia del Fiscal General del Estado, de momento no conocemos suficientemente y los indicios disponibles poco definitivos nos deben llevar a suspender juicio y dar un margen de credibilidad. Pero ello no obsta a que nos preocupemos por el despliegue del lawfare en España, un cáncer que puede erosionar y acabar destruyendo nuestro estado de derecho y nuestro sistema judicial. Y que debamos abrir un gran debate público en España sobre cómo impedir su proliferación, algo que necesariamente pasa por mejorar los casi inexistentes mecanismos de control sobre las acciones y decisiones de los jueces.
Tienen razón los magistrados del Supremo que han denunciado públicamente que atribuir a los jueces de ese y otros tribunales motivaciones de lawfare, además de una acusación grave que en caso de ser falsa podría constituir un delito de calumnia -que, dicho sea de paso, podría también ser cometido por una motivación simplemente política y constituir un acto de lawfare-, puede tener efectos lesivos sobre ese bien tan preciado y escaso que es la confianza ciudadana en el sistema judicial. No tienen razón, en cambio, en pensar que la solución entonces consiste en no ver o no reconocer lo que está ocurriendo. El lawfare existe -ha existido siempre, es cierto- y está creciendo. Y necesitamos la colaboración de todos, comenzando por la de los propios jueces, para ponerle coto.