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El día de Europa

Bandera de la Unión Europea en Bruselas (Bélgica). EFE/Stephanie Lecocq
8 de mayo de 2023 22:26 h

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El 9 de mayo se celebra el Día de Europa para conmemorar la declaración con la que Robert Schuman, ministro de Defensa francés, dio luz verde –en 1950– a la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), con la que se pretendía poner fin para siempre a los enfrentamientos bélicos entre Alemania y Francia, ya que esos dos elementos eran básicos entonces para la guerra. La CECA (París, abril 1951), a la que en principio se adhirieron además otros cuatro países europeos (Bélgica, Italia, Luxemburgo y Países Bajos), fue solo un primer paso, que luego se completaría, en 1957, con los tratados de Roma constituyentes de la Comunidad Económica Europea y de la Comunidad Económica de la Energía Atómica, en lo que se conocería desde entonces como Comunidades Europeas, que se fusionarían e integrarían en el Tratado de la Unión Europea, en 2007, en Lisboa.

Schuman no fue, por supuesto, el único padre de la integración europea. En realidad, el proyecto que contenía la declaración había sido elaborado por Jean Monnet, comisario general del plan de modernización y equipamiento del Gobierno francés, y tampoco habría prosperado sin el apoyo de grandes estadistas con visión de futuro como Konrad Adenauer en Alemania, y Alcide De Gasperi en Italia. De todas formas, se eligió la fecha en que Schuman leyó su declaración, y desde entonces es tradicional que este día sirva para analizar los avances que se han realizado, las deficiencias, y -en general- el estado en que se encuentra el proyecto que lanzaron de aquellos precursores.

Desgraciadamente, en este aniversario no podemos ser optimistas. La construcción europea es un proyecto cojo e incompleto, lo que no es sorprendente dada la complejidad del proceso de unión política entre naciones tan distintas en muchos campos, incluido el económico, con historias tan diversas, que hasta han estado en guerra entre ellas en épocas no tan lejanas. La solidaridad es todavía limitada, aún los intereses nacionales priman en muchos casos sobre las necesidades comunes. Pero es que nunca en la historia se ha emprendido un proceso semejante, ni la UE se parece a nada que se haya hecho antes. Por eso, el problema no es que el proceso esté incompleto ahora, lo que como decimos sería comprensible, sino que existen serias dudas, crecientes incluso, sobre la posibilidad de completarlo.

En primer lugar, porque no hay un objetivo final claro y aceptado por todos, es decir, no sabemos exactamente hacia dónde vamos ni lo que queremos, Es diferente según países e incluso dentro de los países, según opciones políticas o ideológicas. Desde los que están pensando en los Estados Unidos de Europa, hasta los que creen que no se puede –ni se debe- ir más allá de un área de libre comercio. Algunas de las naciones que se unieron en 2004 y 2007 a la UE -en buena parte por el impulso del Reino Unido que luego la abandonó- no comparten el proyecto político de los miembros más antiguos, solo desean una integración económica que necesitan, pero consideran muchas de las normas comunitarias una intromisión intolerable en su soberanía. A esto hay que añadir los egoísmos nacionales que perviven en buena parte de la población por encima de un débil sentimiento de pertenencia europea. Y, finalmente, un concepto muy diferente de la seguridad, para la que muchos –especialmente entre los miembros más modernos- confían exclusivamente en Estados Unidos, mientras otros están tratando de articular, con muchas dificultades, una alternativa europea. Un panorama ciertamente poco alentador, que se ha visto agravado con la actual situación bélica derivada de la agresión rusa a Ucrania.

Curiosamente, el mismo día 9 se conmemora en Rusia el Día de la Victoria sobre la Alemania nazi, lo que sin duda será utilizado por el Kremlin para inflamar el fervor patriótico de sus ciudadanos y tratar de incrementar en lo posible su apoyo ante la difícil situación a la que han arrastrado a su país. La invasión de Ucrania por Rusia está marcando en este aniversario el presente de la UE y –lo que es más importante– puede marcar su futuro. Toda la UE ha reaccionado en bloque, con alguna excepción puntual (Hungría), apoyando a Ucrania económica y militarmente y sancionando a Rusia, en lo que se ha querido presentar como una prueba de unidad y solidez.

No obstante, si se profundiza más, la cuestión no es tan positiva. En realidad, la guerra ha exacerbado las diferencias entre los Estados miembros, en este caso en el campo de la geopolítica y la seguridad, por más que esto se haya intentado soslayar. Los países del este y del norte, muy sensibles a la amenaza rusa, han puesto toda su confianza en la Alianza Atlántica -y más en concreto en EEUU–, y han liderado una actitud muy belicista y radical que -apoyada por Washington y Londres– ha terminado por arrastrar al resto de los socios hacia una posición maximalista que solo contempla la –improbable– derrota completa de Rusia. La UE ha hecho poco o nada por encontrar una solución negociada a la guerra, más allá de pedir la rendición incondicional de Moscú. Y, tal vez, lo peor es que quizá no ha sido por falta de convencimiento de que la negociación será al final inevitable, sino por la incapacidad de acordar una posición común hacia esa solución, y por el deseo de algunos Estados de seguir sin matices las decisiones que tome la Administración estadounidense. 

Pero la guerra terminará algún día, esperemos que con el mejor resultado posible para Ucrania, Y Rusia seguirá estando ahí, no va a evaporarse. La UE también seguirá existiendo, pero los europeos tendremos que hacer una reflexión profunda sobre lo que ha pasado, por qué, y ante todo sobre el futuro. No solo sobre el futuro de nuestra relación con Rusia, inevitable, sino sobre el papel que la UE debe y puede jugar en el mundo que se avecina, probablemente cada vez más incierto y convulso, y que ya no estará dominado por la guerra en Europa, sino por la pugna entre la potencia hegemónica, EEUU, y la ascendente, China, su único rival sistémico, según la estrategia internacional de la administración Biden.

EEUU necesita imperiosamente tener a Europa de su lado para ganar la competición -comercial, económica y tecnológica- con China. Y el criminal error de Putin se lo ha puesto en bandeja. Sin la agresión a Ucrania, probablemente la UE –ya sin el lastre del Reino Unido– se encaminaba a una autonomía estratégica que le hubiera librado de la tutela que ejerce Washington sobre Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, sin perjuicio de mantener una alianza trasatlántica equilibrada e igualitaria que hoy no existe. Ahora todo es mucho más difícil. Y, sin embargo, la UE haría muy mal en alinearse sin más con EEUU y Reino Unido, tanto en lo que respecta al futuro de Rusia, cuando la guerra acabe, como –sobre todo– en forzar un enfrentamiento con China en el que Europa tiene mucho que perder -relaciones económicas muy intensas y convenientes-, y nada que ganar, solo porque ese sea el interés de nuestro protector americano.

Una UE neutral en la pugna EEUU-China no solo estaría defendiendo sus propios intereses -elegir la mejor opción en cada caso concreto-, sino que contribuiría al equilibrio mundial, como fiel de la balanza entre las dos superpotencias, abriendo el mundo a un sistema multipolar en el que no existan potencias hegemónicas, que lógicamente defienden sus propios intereses, en el que no haya dominantes y dominados. Y, seguramente, en ese empeño contaría con el apoyo mayoritario de lo que hoy llamamos el sur global, la mayor parte del planeta en realidad, al que no se suele tener nunca en cuenta. Países y poblaciones, tan grandes como India o Brasil, continentes enteros como África, que no entienden muy bien –ni aceptan– unos enfrentamientos por la hegemonía mundial que tienen muy poco que ver con sus intereses y necesidades. 

En todo caso, el enorme esfuerzo de construir una Europa federal o confederal, que ejerza como un polo geopolítico independiente, no tendría mucho sentido si fuera para llegar a más de lo mismo, es decir, si esa construcción política fuera una más, si se comportara como los poderes mundiales ya existentes, en su relación con los demás países y con su propia población.  No merecería la pena si no ofreciera una alternativa suficientemente atractiva como para motivar a los ciudadanos europeos a dar ese paso adelante. Pero esa alternativa puede y debe existir, y una Europa unida podría liderarla. En lo que respecta a las relaciones internacionales y de seguridad, porque –como hemos dicho– la UE, si no hiciera un seguidismo acrítico de la política anglosajona, podría ofrecer un modelo pacífico, colaborativo, así como su gran bagaje como potencia normativa, en favor de un mundo regido por reglas universales, equitativo, colaborativo, justo, solidario, basado en la cooperación y la ayuda al desarrollo, y en la resolución de los conflictos mediante el diálogo, no con violencia. Lo que no impediría que se defendiera, si fuera necesario.

Y en los aspectos políticos, la UE podría promover y exportar su modelo de Estado social, en el que tanto las libertades como los derechos de los trabajadores son intangibles. Una alternativa al economicismo y al capitalismo financiero o de Estado, predominantes en la actualidad, degradantes para el hombre y destructivos para el planeta. Un modelo que ponga en el centro el desarrollo integral de la persona y la preservación del medio natural, por encima de un crecimiento desordenado y depredador. ¿Una utopía? No, una posibilidad real, si la gente de verdad lo quiere.

Esa es la Europa que queremos, por la que vale la pena trabajar. No la que se rearma, no la que consume recursos desaforadamente, por encima de las posibilidades del planeta y en detrimento de otros países menos desarrollados, no la que pone muros a los que llaman a su puerta en busca de una oportunidad vital. Sí una Europa solidaria, que contribuya a un mundo en el que no haya que defenderse porque nadie tenga necesidad ni incentivos para agredir a otro. Que continúe lo que hizo Schuman, entre otros, hace hoy 73 años, para que nunca más Francia y Alemania –que habían protagonizado tres guerras en 70 años- tuvieran ningún interés ni motivo para volver a enfrentarse. Ellos demostraron que se puede hacer. Hagámoslo.

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