El día que Patricia no dejó la consulta y otras historias de atención primaria
Patricia abrió el ordenador de su consulta el día 25 de agosto, entró en el programa informático APMadrid a través del que se registran las historias clínicas e imprimió el listado de los pacientes a los que tenía que ver y llamar ese día. Estaban la mitad de las médicas en su centro de salud, el Vicente Soldevilla, situado cerca de San Diego, en Vallecas. 4 de 8. Esperaba un día duro, las agendas de las compañeras ausentes se repartirían entre las que estaban. Ya lo había vivido así los días previos, recién llegada de sus vacaciones, ya olvidadas. La impresora empezó a escupir páginas, en cada una de ellas caben cerca de 40 pacientes. Una. Dos. Tres páginas. Patricia contó uno a uno los pacientes, por curiosidad, con una mezcla entre ansiedad y hastío. Más de 100, que se convertirían en 112 al final de la jornada… Patricia suspiró, miró al infinito y comenzó a trabajar. Y siguió trabajando hasta que acabó su jornada. Probablemente, Patricia sintió ganas de llorar, una mezcla entre rabia e impotencia. Probablemente, Patricia pensó que un futuro mejor tal vez la esperaba en otra parte. Pero, probablemente sin saber la razón con claridad, al día siguiente volvió a abrir el ordenador, volvió a imprimir su listado y siguió trabajando. Así día tras día. Sin atisbos de mejora. Siguió trabajando.
El caso de Patricia es paradigmático y representa el día a día de los profesionales de los centros de salud de Madrid y de una gran parte del territorio español. Si bien la cifra a la que llegó ese día no es habitual, sí que se ha asumido que medicina de familia y pediatría, más durante la pandemia, lleguen a tener consultas de 50, 60 o 70 pacientes y que no parezca extraño. Se ha asumido por parte de las Instituciones, de las Gerencias y Direcciones Generales. Y se ha asumido también por parte de los profesionales. Saben que se encontrarán esas consultas y a pesar de ello, saben que seguirán en ellas. No todos, pues muchos no han podido aguantar este sistema o no les han dejado… Pero la mayoría sigue abriendo sus ordenadores con más o menos esperanza. Lo sé porque yo también soy uno de ellos, porque también soy médico de familia y trabajo en un centro de salud en Vallecas.
Al acabar la jornada en la que Patricia no dejó su consulta, colgó un tuit en el que explicó la agenda que había tenido ese día y su preocupación por no haber podido atender a todas esas personas que esperaban su llamada. Esa denuncia pública fue leída por miles de personas que por un instante fueron conscientes del momento por el que atraviesa la Sanidad Pública. Entre otros, por mí. Cuando leemos noticias de este tipo, sobre todo los que trabajamos en el mismo campo, lo primero que hacemos es ponernos en la piel de la persona que lo escribe. No nos cuesta mucho porque situaciones parecidas las hemos vivido, de una manera u otra, casi todos. Siempre hay algún día en nuestra memoria en el que la consulta fue un desastre y acabamos con ganas de llorar o llorando de veras de impotencia y rabia, algún día en el que pensamos dejar todo, abandonar los largos años de carrera, especialidad y experiencia y dedicarnos a otra cosa que no nos deje tantas cicatrices… Por eso, cuando Patricia escribió el tuit el día que decidió no dejar la consulta, lo que pensé es por qué no lo hacía, por qué no dejaba ella la consulta, si al día siguiente se levantaría, llegaría hasta el centro de salud y abriría el ordenador, si imprimiría su listado de pacientes y esperaría a que salieran una, dos o tres páginas. No sabía por qué pero estaba seguro de que lo haría. Y eso me intrigaba. ¿Cuál es la razón por la que una persona a la que se somete a ese estrés no abandona? ¿Qué es lo que le hace aguantar? ¿Es consciente de esas razones?
Pensando en esto, comenté con Mónica Yanes, compañera médica en el Centro de Salud Rafael Alberti, también de Vallecas, la idea de investigar las razones que nos llevan a seguir en esto. “¿Razones?, me decía, ”la principal podría ser que no tengo a dónde irme. Luego, está el que me gusta el trabajo, tratar a la gente y demás…“. Entendía perfectamente el razonamiento de Mónica porque, en parte, creo que es compartido por muchos de nosotros. Tal es el grado de hastío que, si económicamente no dependiéramos de nuestro trabajo, lo dejaríamos para dedicarnos a la vida contemplativa. Pero a la vez, probablemente no sabríamos hacer otra cosa que tratar de ayudar a la gente como lo intentamos hacer todos los días en la consulta. Y ese es uno de los dilemas ante el que nos encontramos todos los días, la lucha diaria entre un trabajo que podría ser el mejor del mundo y en lo que se ha convertido y, últimamente, vence el monstruo y nos devora.
Así que el aspecto económico, como no podía ser de otra manera, dentro de la lógica capitalista y las hipotecas a las que nos atamos emerge como una de las razones obvias por las que no abandonamos. Pero hay otra gente que sigue en la brecha y a lo mejor no tendría necesidad de sufrir estas agendas porque podría dedicarse a otras cosas. Me viene a la cabeza Javier Padilla. Se trata de un médico de familia, experto también en Salud Pública y que ha hecho labores de asesoría política y ahora triunfa escribiendo libros como ¿A quién vamos a dejar morir? o Epidemiocracia junto a Pedro Gullón. Le escribo para saber su opinión: ¿por qué no lo deja alguien que podría hacerlo para dedicarse sin problemas a otra cosa? Su relato, tras explicar que siempre se trata de su versión y no cree que pueda ser universal, quiere quitar épica y heroicidad a su respuesta ante la situación actual. Primero, aclara que si el “sistema se cae en pedazos y la situación laboral y social es insostenible (…) esto me guía más a pensar en dejarlo en unos años antes que en dejarlo ahora.” Además, “creo que los grandes cambios de época se dan en situaciones como la que estamos viviendo, y ahí quiero estar dentro, porque además estar ahí dentro creo que me da legitimidad para elevar cierto tipo de exigencias y quejas a otros niveles donde solo quien lo enarbola desde la vivencia de primera línea es escuchado”. Y una última razón que me parece muy importante, la comprensión real del mundo que da estar en la consulta, vivir lo que viven nuestros pacientes: “el valor narrativo. Creo que en ningún lugar se narra el mundo como se hace desde el otro lado de la mesa de una consulta (el lado del paciente, no el del profesional sanitario), y en momentos donde faltan relatos que lo expliquen todo, y desde una posición en la que me puedo ver tentado a guiarme demasiado por el ámbito de lo institucional o lo académico, esto es un enganche a la tierra que, egoístamente, en ocasiones necesito.” Finalmente, reconoce que la tentación de salir de la consulta y dedicarse a otras cosas probablemente le acabe venciendo “pero allí donde esté, creo que la consulta será el lugar al que volver y el lugar que intentar mejorar también desde fuera. Y puede que esto, a nivel general, me convierta en colaboracionista con un sistema que ejerce más violencias (sobre profesionales y sobre pacientes) que las que evita. Y eso también creo que tenemos que pensarlo.”
Legitimidad para cambiar el sistema pues se conoce desde dentro, importancia de estar en estos momentos en la consulta pues es necesaria la presencia de quienes quieren cambios, el reconocimiento de un mundo al que solo se accede desde la consulta y que es más real del que vemos en los informativos o en los libros o artículos científicos… Y por último, la culpa, que sobrevuela todas y cada una de las voces con las que he hablado: culpa por irse o por no hacerlo, por colaborar o por no haber podido ayudar mejor, culpa que, por momentos, recuerda a la que sienten las víctimas de agresiones y que las revictimizan de nuevo.
Daniel García Blanco es una referencia cuando hablamos de pobreza y colectivos vulnerables. Hizo la residencia de medicina de familia hace años y se ha dedicado a trabajar en sectores no gubernamentales ajeno a la práctica médica convencional pero hace unos meses, en medio de la pandemia, decidió volver. Si lo hizo en el peor de los momentos que se recuerdan en años, ¿por qué no se ha ido otra vez? Me contesta al llegar a su casa a las 22:30, agotado, aunque un poco más animado que otros días. “Siento que, tras estar en otras realidades y en otros lugares en los que tenía menos capacidad de acción, aquí estoy en un sitio importante para estar”. Me explica que los centros de salud son lugares privilegiados “de comunicación, de escucha, de expresión de la gente que acude: el cuerpo, los dolores, las angustias se vuelcan ahí… No llegan todas esas angustias; en realidad, nunca llegaron todas, pero siguen estando ahí”. Hoy ha llegado más contento por que “he ido a dos domicilios. He encontrado a gente allí y tener un mínimo tiempo de escucha y encuentro, poder descubrir cómo se sostiene la vida en lo cotidiano desde la propia realidad de cada cual y apoyar en eso me ha hecho salir más animado”. Además, añade, volviendo a sus antiguas tareas en la ONG ATD Cuarto Mundo, “he descubierto que, pese a todas las limitaciones, Atención Primaria sigue siendo un lugar en el que se pueden hacer muchas cosas (en comparación con el trabajo hecho fuera de la institución), hay mucha potencia y capacidades. Creo que se puede hacer más desde dentro que desde fuera en algunas cosas”. Y, por último, concluye que el sentirse acompañado por “compañeras con las que querer hacer, querer construir, abrirse al barrio” como las que se encuentran en su centro de salud y situarse en una zona en la que él ha trabajado antes y a la que se siente cercano y cómodo con sus habitantes le refuerzan en la idea de permanecer en la consulta.
Oyendo el mensaje de audio que Dani me mandaba no dejaba de pensar en cómo las razones por las que seguimos son muy parecidas. Algunas de las que él mencionaba resonaban con la voz de Javier Padilla, como ese espacio construido en común con los pacientes que es la consulta en la que se hace una representación del mundo, con sus miserias y grandezas y que, por momentos, en los escasos minutos de consulta, parece que simula el mundo real y no el aprisionado en la institución. Y no dejaba de sorprenderme cómo un aviso a domicilio, las visitas que hacemos en las casas de los pacientes, a veces se convierte en el único momento en el que volvemos a entender cuál es el sentido de nuestro trabajo, por qué Patricia no dejó la consulta ese día, como el invierno de la desesperación se transforma por unos minutos en una primavera de esperanza.
Concha Herranz, médica de familia haciendo pediatría, me contaba que si seguía aquí era por devolver la salud al ámbito de “las personas, de los barrios, las escuelas, los trabajos y las calles”, porque desde “Atención Primaria se trabaja por la equidad en el acceso a la salud y al sistema sanitario”, para poner las personas en el centro, por “eficiencia, efectividad y eficacia…” Parece que el sentirnos parte de una comunidad, ya sea profesional, si encontramos gente con la que poder trabajar y compartir proyectos y visiones, o ciudadana, con los que poder diseñar conjuntamente acciones para la salud, es una constante en el pensamiento de quienes se quedan, un motor que parece seguir funcionando en el centro de nuestro mecanismo casi roto.
Seguía dándole vueltas a la gente que permanecía en la consulta pudiendo escapar, pues al final es lo que parece que hacemos, prisioneros como estamos de un trabajo alienante. Antonio Cabrera, médico de familia que ha trabajado con Médicos del Mundo y que ha ido a diferentes misiones internacionales, seguro que me podría echar una mano. Se lo cuento y lo primero que me dice es que hay que dejar claro que los que lo dejan, o porque no pueden o porque no les dejan o como acto de reivindicación, son tan dignos de respeto como los que se quedan. Lo comparto plenamente. No cambia la implicación por el oficio y la preocupación por la gente estar en un lugar u otro. Es solo que puedas o no o que creas que tu batalla está en la consulta o fuera de ella. Me escribe días después que “a pesar de no haber trabajado con más intensidad y tanto tiempo continuado en mi vida, de ser el momento más duro que he vivido en España en mis 20 años como médico de familia, a pesar del atronador abandono y ninguneo a los profesionales y a los pacientes... continúo”. Menciona de nuevo a sus compañeros, como restos de un naufragio al que poder seguir aferrándose para seguir vivo. “Continuo porque sigo haciendo lo que más me gusta en el mundo: curar a veces, e intentar aliviar y acompañar en el sufrimiento, el dolor y la incertidumbre siempre”. Habla de compromiso con la gente, con la “Asociación de Vecinos, con las farmacias, con los colegios, con los periódicos y la radio del barrio. (…) Continúo porque es lo que hay que hacer, igual que hace un año tras el ciclón Idai en Mozambique o hace dos años con los refugiados en las islas griegas. Continúo por poner mi granito de arena a la continuidad del Sistema Público de Salud, uno de los mayores ejemplos en la historia de materialización de inteligencia y solidaridad colectiva.” Antonio es un tipo humilde y jamás le he oído alardear de su trabajo en Médicos del Mundo. Si a su cabeza vienen esas catástrofes, probablemente sea porque hacen eco, en la medida lejana de este primer mundo que nos rodea, en su día a día actual.
Pero ¿y Patricia? ¿Por qué Patricia no dejó la consulta ese día? Hablo con ella unos días después al teléfono. A pesar de no conocerla, en cuanto le cuento mi interés por saber sus razones no duda ni un instante en prestarme parte de su tiempo. “Ya estaba quemada antes del coronavirus, me decía, el problema aumenta exponencialmente con él”. “Ese día, estábamos 4 de 8 (una de ellas por positivo en COVID-19) y si me venía abajo o me iba, dejaba a mis compañeras ese trabajo”. Esa es una idea que se va a reiterar durante nuestra entrevista, la responsabilidad personal de no dejar solas a las compañeras y a los pacientes. De hecho, los días previos “me venía a trabajar a las 11, a las 12 o a las 13 (ella entra realmente a las 14:00) para avanzar trabajo”. Y consideraba que ni esa lista ni su esfuerzo “es algo extraordinario, otros compañeros lo hacen”. Ese día en el que Patricia, Patricia Estevan Burdeus, no dejó la consulta, el de los 112 pacientes “entre toda esa maraña de bajas, de recetas, de COVID… había problemas de verdad que no podía dejar pasar. Se me partía el alma al pensar que no los podría ver”. Y recalca el hecho de la burocracia: papeles y papeles, informes e informes de cosas que se podrían resolver telemáticamente, pequeños procesos kafkianos que hacen que la medicina de verdad quede chiquita, apartada en un rincón de la consulta, cogiendo polvo, descuidada… La sensación de descontrol en la pandemia se nota en todos los planos de la sanidad ya sean macro, meso o micro y eso es lo que siente Patricia en la consulta. “La Comunidad de Madrid tiene para pagar una campaña de 2.5 millones de publicidad ¿pero no tiene dinero para rastreadores?”, se pregunta. Entonces, ¿por qué sigues, Patricia? ¿Por qué no dejaste la consulta? “¿Por qué esta población no se merece que sigamos aquí?” me dice. Claro que en algún momento puede que se rompa y lo deje pero mientras, hay gente que tal vez las necesite. Me habla de que, como todos, también tiene hipotecas que pagar, y me habla también de sus compañeras, de Mar Sacristán y cómo su apoyo y espíritu le ayudan, de cómo el COVID ha hecho que al menos tuvieran más reuniones y pudieran verse más y encontrar un espacio en el que charlar y desahogarse porque en su centro “no hay sala de estar, un espacio para compartir” pero en esas reuniones en las que hablaban de COVID, de cómo organizarse, de que no vendrían refuerzos, el tiempo parecía detenerse y regalarles un espacio de reflexión, de rabia compartida, de proyectos que alguna vez harían… Pienso en las palabras de Patricia y sonrío. Claro que se merecen médicos como vosotras poblaciones como Vallecas, como Usera, como Villaverde, zonas castigadas por el COVID y la miseria, que pareciera que nacieron un día que Dios estuvo enfermo. Lo que no merecen es a quienes os deberían liderar.
¿Y yo? ¿Cuáles son mis razones? Razones, en todo caso, que “hay que tener en cuenta que no dejan de ser la parte que vemos, la racional, la que puedes identificar, porque luego hay una parte que no somos capaces de decir” como me decía Nacho Revuelta, compañero también del centro, que no decidimos conscientemente, razones que pueden ser positivas pero también negativas y que al final, por acúmulo y rebosamiento hacen que nos rompamos. No sé cuáles son mis razones pero todas las que se han nombrado también son parte de por lo que sigo en esto. Creo, al final, que, como Rick Blaine e Ilsa Laszlo en Casablanca, el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos, que aunque esto parezca precipitarse hacia la nada, la gente a la que atiendo merece que sigamos a su lado. Creo que el camino es compartido, que aún podemos consolar al que se quedó sin trabajo; a Rosa, que perdió a su marido sin poder despedirse de él; a Félix, que ahora cena solo desde que murió su padre… Y pienso en mi mujer, que también es médico, y en cómo me llamó llorando desde el hospital porque un anciano con coronavirus al que ella había dicho que todo iría bien se murió en el suelo de su habitación porque no le dejaron estar acompañado y allí lo encontraron al día siguiente ella y las enfermeras. Pienso en cómo llega del trabajo y se ducha inmediatamente diciendo que es para limpiarse los restos de un virus que lo empapa todo, sabiendo yo que es para que las lágrimas se diluyan con la ducha, para que no vean nuestros hijos cómo duele seguir con esto… Pienso en mis padres, que vivieron muchos años en Vallecas, muy cerca de donde trabajo más de 40 años después, en cómo se construyó el barrio de la nada, con ayuda de los vecinos, cómo eran tan pobres que no tenían ni hambre… Y pienso en los compañeros que se rompieron, que el sistema quebró, en cómo antes pensábamos cuánto tardaríamos en contagiarnos del coronavirus y cómo ahora lo que nos preguntamos es cuándo nos romperemos, hasta dónde nos alcanzarán las fuerzas… Pienso en la rabia acumulada, en la ira de los justos, en que no se merecen este sistema, en bidones de gasolina y fuegos, en el último día que me fui secando las lágrimas mientras conducía hasta casa.
Y por último, pienso en Patricia, y pienso en el día que no dejó la consulta. Y en Dani, Javier, Concha, Mónica, Antonio… Y enciendo el ordenador y le doy a imprimir la agenda. Y espero a que salgan las hojas.
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