Digitalización y desigualdad: ¿Volverá la lucha de clases?
La polarización de los mercados de trabajo es un proceso de orden mundial que lleva con nosotros no menos de 25 años, en pleno ímpetu de la tercera revolución industrial. La universalización de la informática en empresas y hogares, junto con la eclosión de Internet, ha dado lugar a una tendencia que no ha cesado hasta el presente: la destrucción de puestos de trabajo con habilidades intermedias, en favor de aquellos que exigen mayor cualificación. Una tendencia de la que España es uno de sus mayores exponentes internacionales.
De ello da buena cuenta la OCDE, que confirma que entre 1995 y 2015 nuestro mercado de trabajo ha destruido un 13,5% de empleo con habilidades medias, mientras que el empleo con alta cualificación crecía 10 puntos y el vinculado a habilidades inferiores, poco más de un 3%. La Unión Europea complementa estos datos afirmando que el empleo perdido corresponde, casi en su totalidad, a puestos de trabajo con una alta carga de tareas rutinarias, y, además, muy concentrado en los sectores manufacturero y financiero. Estamos, por tanto, ante un comprobado vaciamiento de las clases medias, precisamente aquellas sobre las que se sustenta nuestro actual Estado de Bienestar, como consecuencia de un continuado proceso de automatización del empleo.
Si bien la automatización del empleo no es un proceso nuevo (en los últimos 30 años creamos un 85% más de bienes, con un 33% menos de empleos), la digitalización de la economía va a acelerar de forma exponencial esta tendencia a la polarización. La robótica de procesos, junto con los avances en la Inteligencia Artificial como consecuencia de las nuevas técnicas de machine learning, ya están en disposición, hoy mismo, de maquinizar el trabajo rutinario de millones de personas. Aunque las cifras difieren mucho entre los diferentes ensayos mundiales al respecto, desde los tres millones de empleos en riesgo que pronostica la OCDE, hasta los seis que calcula la Comisión Europea, lo cierto es que ya podemos asegurar que habrá millones de empleos que no se mantendrán a lo largo de la próxima década.
Taylorismo digital
A ambos fenómenos (polarización por cualificación y robotización de tareas) le debemos sumar la denominada plataformización de las relaciones laborales, que amenaza con trasladar el modelo de las plataformas digitales de reparto a la empresa tradicional. El trabajo bajo demanda controlado por algoritmos, que subastan porciones de trabajo (microtareas) a una nube de trabajadores (workers cloud; freelances), capaces de realizar estas actividades en cualquier lugar del mundo (tecnoglobalización) y al menor coste posible (pobreza laboral), constituye una vuelta al taylorismo en pleno siglo XXI: el taylorismo digital.
La idea de un mundo laboral partido en dos, con un reducido número de personas trabajadoras muy cualificadas, que toman decisiones y manejan, ejecutan y diseñan algoritmos, y un mayoritario colectivo de personas con poca cualificación y sujetos a las decisiones de dichos algoritmos, ha dejado de ser distópica. La perversión de este modelo es tan agresiva con las personas trabajadoras que incluso han dejado de ser eso, trabajadores, para pasar a ser “colaboradores”, como si el factor trabajo no fuese un medio de vida y solo significase un simple entretenimiento filantrópico.
En un contexto laboral como el descrito, con una tendente sustitución de personas por software, abonado con la precariedad, desigualdad y la polarización que ya vivimos, y vitaminado por la vuelta de tuerca que supondría el nuevo taylorismo digital, conforman una amenaza real si no le ponemos remedio. Un escenario que nos devuelve a los tiempos del movimiento obrero, el proletariado y la lucha de clases. Conceptos que muchos dan por muertos y que una digitalización acelerada y sin control podrían reverdecer.
Involución en derechos adquiridos
El pasado y el presente de nuestra historia contienen demasiadas pruebas de los perjuicios que conllevaría consentir una sociedad dividida entre clases privilegiadas y oprimidas, sin un reparto coherente de la riqueza a través de mecanismos de redistribución equitativos y justos. Solo dos ejemplos: las hambrunas que se produjeron durante la primera revolución industrial, en las que miles de agricultores perdieron su medio de vida (una transición de duró para muchos de ellos toda su vida); el sentimiento de vulnerabilidad que percibe una gran parte de nuestra ciudadanía en la actualidad, sometida a la incertidumbre que supone una espiral de pobreza laboral sin alternativas ni ascensores sociales. Caldo de cultivo, como ya hemos comprobado con inmenso dolor en diferentes fases de nuestra civilización, para movimientos populistas, radicales y totalitaristas.
Olvidamos, de forma injusta e inmerecida, cuál fue el papel de los sindicatos en aquellos tiempos consagrados a la penalidad. De hecho, la práctica totalidad de nuestros actuales derechos laborales, vigentes tantos años después, nacen como respuesta a la explotación surgida al calor de unas desaforadas revoluciones industriales, que normalizaron las jornadas de trabajo interminables o la explotación infantil. Hoy sabemos que la humanidad dio un salto crucial cuando el Derecho al Trabajo se convirtió en un Derecho Fundamental; hecho imposible de concebir sin el sindicalismo como eje, herramienta y motor.
En efecto, como sociedad tenemos una elección por delante: o nos dejamos llevar por las inercias que colocan el progreso y los negocios por encima de la humanidad, o demostramos que hemos aprendido del pasado, consensuando una transición centrada en las personas y donde no dejemos a nadie atrás.
Es posible que se escuchen voces que tilden este planteamiento como catastrofista. O que describan propuestas como la distribución de la riqueza, el reparto del trabajo o la reducción de la jornada y la vida laboral como falacias, ocurrencias o quimeras. Coincidirían con las mismas voces que se oponían a la jornada de ocho horas, a las vacaciones pagadas, al descenso dominical o al Impuesto de Sociedades. Las mismas voces que la historia ha arrumbado en el trastero de los necios.