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El día que Dios se fue de viaje, 25 años del genocidio de Ruanda

Si la cifra de 800.000 víctimas, la más barajada, es la más exacta, equivaldría al 11% del total de la población y al 80% de los tutsis que vivían en el país antes del genocidio en Ruanda.

Carlota Merchán Mesón

Diputada del Grupo Parlamentario Socialista y portavoz de Cooperación Internacional para el Desarrollo —

Un día como hoy de hace 25 años Dios se fue de viaje. Así se refieren los supervivientes al día en que comenzó el genocidio de la población tutsi en Ruanda.

El 7 de abril de 1994 se inició uno de los episodios más trágicos de la historia reciente de la humanidad. En menos de cien días más de 800.000 personas de etnia tutsi, así como hutus moderados, fueron asesinadas, 8.000 por día. Personas corrientes asesinando a otras personas corrientes.

Me siguen estremeciendo las historias que un año después de las matanzas me contaban algunos supervivientes junto al río Nyabarongo, a su paso por Kabuga, que aquellos días de 1994 bajaba rojo por la sangre y los cuerpos mutilados que arrastraba. Recuerdo relatos de personas de cuyas familias solo quedaban ellas, violaciones y embarazos de odio, vidas ocultas en los campos, niñas mudas por el miedo y la memoria.

La cultura de odio al vecino, a la profesora, al dependiente, a la compañera de trabajo, la cultura de odio al otro que había sido inoculada de manera más o menos sutil y durante el tiempo suficiente, devino en una masacre que solo podía llevarse a cabo con la participación masiva de la población.

A pesar de algunas voces de alerta que trataban de hacerse oír, incluso en vísperas de los acontecimientos, informes de organismos internacionales situaban a Ruanda como un ejemplo de éxito de país en crecimiento y prosperidad cuando ya en enero se alertaba de acciones que inducían a pensar en la posible preparación de actos armados.

El mundo, con más miedo que vergüenza, miró hacia otro lado tomando partido por la injusticia que se había comprometido a evitar tras el genocidio judío por los nazis.

Los enfrentamientos entre cascos azules y señores de la guerra en Somalia habían puesto las misiones de paz de Naciones Unidas en el punto de mira. La primera víctima fue Ruanda. Ningún gobierno respondió al llamado de Kofi Annan, el entonces responsable de las misiones de paz, dejando un raquítico contingente frente a una de las mayores masacres del siglo XX. Nadie paró la matanza que en el mes de mayo era reconocida por las propias Naciones Unidas como genocidio.

Tras el genocidio Naciones Unidas entonó el célebre “never again”. Pero después de Ruanda vinieron Srebenica y la ejecución de 8000 personas en una zona bajo protección internacional y declarada como zona segura; o Darfur, donde murieron alrededor de 400.000 personas y, recientemente, la persecución de la población Rohingya.

Las cosas no suceden de repente. Un pueblo no se asesina entre sí de un día para otro.

En 1948 la comunidad internacional aprobaba el convenio para la prevención y la sanción del delito de genocidio. Lamentablemente se ha hecho más lo segundo que lo primero.

Discrepo de quienes dicen que ponerse de perfil no es tomar partido. Lo es, en mi opinión. Confundir neutralidad con equidistancia entre víctima y victimario es tomar partido siempre por la injusticia.

El multilateralismo se cultiva, no nace de manera espontánea ni es un dogma de fe. Siempre rechazaré intervenciones militares, ninguna ha resuelto nunca nada. Pero es obligación de la comunidad internacional tener los ojos abiertos para detectar con el tiempo suficiente situaciones que puedan devenir en tragedias.

En un momento de la historia en el que la cultura de la identidad se convierte alarmantemente en política, cabe pensar por qué los errores de la historia se repiten y urge una reflexión y reordenación profunda sobre el papel de la comunidad internacional como protectora y garante de los derechos humanos de toda la humanidad. Sin dejar a nadie atrás.

25 años después Ruanda no deja indiferente. Más del 60% de su población ha nacido después del genocidio y la reconciliación por devoción u obligación se ha impuesto al punto que el país poco tiene que ver con el que era hace 25 años.

El país de las mil colinas del río Nyabarongo, la gran serpiente que lo atraviesa desde las alejadas fuentes del Nilo se ha convertido en uno de los países más prósperos de África, el buen alumno de los organismos económicos internacionales que en dos décadas ha duplicado la esperanza de vida, alcanzado la salud universal, el parlamento más femenino del mundo entre otros logros.

Decía Nelson Mandela que “reconciliación quiere decir trabajar conjuntamente para corregir la herencia de las injusticias del pasado”.

Ciertamente sería un ejercicio de cinismo que la comunidad internacional reprochara al gobierno de Ruanda su método de reparación y de construcción de una sociedad al margen de etnias.

Sin embargo la sombra del respeto a los derechos de libertad política, a los derechos humanos por parte del gobierno presidido por Paul Kagame son una constante desde su llegada al poder.

El tiempo dirá si la historia de la recuperación y reconciliación de Ruanda es una historia de éxito o una suerte de iceberg del que solo asoma una parte ocultando una realidad que no por no visible debe dejar de captar nuestra atención.

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