Hace meses que expertos y autoridades nos recomiendan que mantengamos la distancia social. La medida es particularmente importante en espacios donde puede haber mucha acumulación de personas como, por ejemplo, en las calles de grandes ciudades, las tiendas o el transporte público. Junto con el confinamiento, las cuarentenas o la restricción de movimientos, la distancia social hace referencia a una medida no farmacológica que nos ayuda a prevenir el contagio fomentando que las personas mantengan una determinada distancia interpersonal de seguridad.
Pero ¿es distanciamiento social lo que necesitamos? El concepto no gusta demasiado a los científicos sociales, un tipo de experto que ha pasado bastante desapercibido en esta crisis. La idea de distancia social sugiere un alejamiento y una protección de los demás, algo que es visto con recelo por aquellos que estudiamos los estragos que provoca la soledad no deseada y el aislamiento social. De hecho, desde los estudios sociales de los desastres hemos aprendido que, en momentos así, lo importante es hacer justo lo contrario: fortalecer los vínculos sociales, crear redes o fomentar el contacto y la cohesión social. Es desde el cuidado y el apoyo que las sociedades se recuperan más rápido y mejor de grandes crisis, guerras o desastres. En cambio, las personas y comunidades más aisladas, con vínculos sociales más débiles, es el caso de muchas personas mayores, están más expuestas a una ola de calor (Chicago, 1995), un huracán (Katrina, 2005), un terremoto y tsunami (Japón, 2011) o un incendio forestal (California, 2018). A nadie se le escapa que este perfil es también uno de los más expuestos y afectados en la crisis de la COVID-19.
Pero si no es social, ¿de qué distancia estamos hablando? Una alternativa es hablar de distancia física. La propia Organización Mundial de la Salud la recomienda para evitar, justamente, que estos dos metros se transformen en olvido, soledad no deseada o aislamiento social. Esto es también lo que expresan eslóganes como “Distanti ma vicini” (Italia), “Together apart” (Reino Unido) o “Juntos a distancia” (Colombia).
En un contexto de confinamiento, con los espacios de trabajo y las escuelas cerradas, con los movimientos y los encuentros restringidos, se busca fomentar la conectividad social, tanto a nivel personal, como a nivel comunitario o social. Una conectividad que, en el caso de esta pandemia, ha pasado sobre todo por el uso de medios digitales. Las videollamadas han sido una herramienta clave para asegurar el éxito de una estrategia de distanciamiento físico -aunque no debemos olvidar las brechas sociales, económicas o tecnológicas que han agravado la soledad y el aislamiento de muchas personas en un momento particularmente delicado.
Pero no es únicamente distancia física y conectividad social (y digital) lo que necesitamos. La psicología social nos recuerda que en situaciones de desastre y pandemia hemos desarrollado otra herramienta muy poderosa: la solidaridad. Esta es particularmente importante para combatir enfermedades infecciosas y otras amenazas colectivas que, fundamentalmente, nos ayuda a hacer visible que hay que ir más allá de la protección y la seguridad personal. La solidaridad es lo que nos lleva a ponernos la mascarilla, a llamar a un vecino que hace días que no vemos, a quedarnos en casa si tenemos síntomas o a colaborar en una red de apoyo de nuestro pueblo o barrio. La solidaridad es una manera, por tanto, de colectivizar un problema, de establecer una relación entre lo individual y lo colectivo, de entender que nuestra seguridad depende del cuidado y seguridad de los demás.
A pesar de su importancia, en esta crisis se ha trabajado poco la solidaridad. No quiero decir con esto que no hayamos alabado ni hablado de la importancia de la solidaridad. Se ha hecho con profusión. Pero, a menudo, de un modo muy romantizado, vaciando así parte de su potencial. El problema, en mi opinión, es que se ha contado poco con el conocimiento académico, profesional y de los movimientos sociales que nos ayuda a comprender y activar las bases de la solidaridad.
A menudo se asume, y así se traslada en muchos mensajes institucionales que, para cambiar un determinado comportamiento, lo mejor es apelar a un interés individual. Es, por ejemplo, la idea de que las medidas de higiene o distanciamiento son sobre todo formas de autoprotección. Pero cuando la respuesta se enmarca de forma individual se hace difícil apelar a una responsabilidad colectiva, sobre todo si la situación no tiene un claro beneficio propio. Es lo que vemos en el caso de las mascarillas, mucho más utilizadas por aquellos grupos que se consideran de “riesgo” que por los grupos que se sienten más “invulnerables” a la enfermedad. Quizás esto sería distinto si la mascarilla se convirtiera en un modo, y en un símbolo, de solidaridad y de protección hacia los demás más que hacia uno mismo.
Pero enmarcar la respuesta de forma individualizadora denota también poca confianza hacia la ciudadanía. La asunción implícita de algunas psicologías es que la gente tiene una “racionalidad débil”, especialmente en momentos de crisis y emocionalidad, que justifica intervenciones y campañas que ayuden, a través de incentivos y acicates, a moderar sesgos y fragilidades inevitables. Uno de los riesgos de este supuesto es que acabe funcionando como una profecía autocumplida, debilitando así las respuestas coordinadas y basadas en la confianza mutua. Sin embargo, como bien nos recuerdan los psicólogos sociales británicos Stephen Reicher y John Drury, para activar respuestas solidarias es más efectivo apelar a un “nosotros” que nos vincule en un esfuerzo, proyecto o reto compartido. Es desde la colectivización, sintiéndonos conmovidos y afectados de forma compartida, que hacemos posible la interdependencia, la confianza mutua y la cohesión social. Muy especialmente en momentos de crisis e incertidumbre.
Por eso son tan importantes las estrategias de comunicación, las formas de liderazgo, la credibilidad, la consistencia de los mensajes y de las medidas. Pero esto es tan importante, también, promover la participación ciudadana, saber escuchar e incorporar los conocimientos y las respuestas que se generan de forma más horizontal. La solidaridad es una consecución frágil y difícil, que requiere de apoyos institucionales constantes para fortalecer y desarrollar sentimientos comunitarios, especialmente en sociedades diversas y complejas. Es muy difícil apelar a un esfuerzo común si los liderazgos no son parte de la misma comunidad, si no se actúa de acuerdo con este interés común, si los portavoces son poco creíbles o se percibe que no están a la altura del reto. También es difícil cuando la gestión es incongruente, poco transparente o se apoya en marcos bélicos, competitivos o de obediencia. No hace falta decir que a lo largo de esta crisis hemos tenido ejemplos de algunos de estos problemas.
Por todo ello, (re) situar la solidaridad en el centro de la crisis es importante. No sólo porque, una vez “aplanada” la emergencia inicial, tenemos que aprender a convivir con el virus desde una respuesta coordinada y sostenida de prevención, seguimiento y gestión del contagio. A nivel social y comunitario, también seguiremos necesitando del cuidado, el apoyo y la constancia (etimológicamente, la calidad de estar unidos) que nos han permitido hacer frente al pico más alto de contagio. Como estamos viendo, la crisis sanitaria se entrelaza con una crisis económica y social que expone y profundiza muchas desigualdades y fracturas sociales. Comprender y actuar contra estas asimetrías y discriminaciones es, y será, crucial para evitar que se alimenten dinámicas de desconfianza, individualización y división social. En este contexto, pensar qué noción de distanciamiento usamos y qué efectos provoca es particularmente importante. A diferencia de la distancia social y física, la distancia solidaria nos recuerda lo importante que es estar juntos en la distancia y aunar la seguridad y el cuidado, lo individual y lo colectivo, lo sanitario y lo social.