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Dolor, muerte y destrucción

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Es lamentable que se esté utilizando políticamente, con fines partidistas, el horror de la guerra entre Israel y Hamás. Que tanto dolor, muerte y destrucción no sean capaces de unirnos en algún intento común de evitarlos o apaciguarlos, sino que sirvan para alimentar nuestros propios demonios domésticos y atacar –a veces con extrema bajeza– a los respectivos adversarios políticos. Condenar –como no puede ser de otra manera– los criminales atentados terroristas de Hamás, reclamar –porque es imprescindible– la inmediata liberación de los rehenes civiles secuestrados por la organización palestina, no puede impedirnos rechazar firmemente la masacre que están llevando a cabo en Gaza las Fuerzas de Defensa de Israel sobre la población civil y las infraestructuras de la franja, incluidas escuelas y hospitales. Cuando se emplea la palabra “equidistancia” con ánimo peyorativo, se está tratando de impedir que se condene la brutal acción israelí en Gaza, aunque previamente se haya condenado con mayor rigor la que llevó a cabo Hamás. Pero una condena no solo no es incompatible con la otra, sino que es inmoral condenar solo una de las dos, que no se han iniciado con los rechazables ataques de Hamás, sino que vienen de una espiral violenta muy anterior, en la que ambas partes han cometido acciones criminales.

A los que critican que se condenen también las desproporcionadas acciones militares israelíes en Gaza habría que preguntarles si les parece bien que se hayan producido más de 4.400 víctimas en la franja –muchas de ellas en zonas donde las autoridades habían ordenado desplazarse a la población–, de las que unos 1.800 son niños, y se haya destruido un 25% de las viviendas. Se calcula que los militantes de Hamás son unos 20.000, de los cuales los combatientes –encuadrados en las brigadas Al Qassam– serían muchos menos. En todo caso, el total de los militantes de Hamás llegaría al 0,87% de la población de Gaza (2,3 millones). ¿Cuántos de esos 4.400 muertos eran de Hamás? ¿Cuántos de los 1.800 niños muertos eran de Hamás? ¿Cuántos de los que están sufriendo, y empezando a morir de hambre y sed en la franja, cuántos de los que están muriendo en los hospitales por falta de combustible para los grupos electrógenos, son de Hamás? Israel tiene derecho a defenderse, pero no a llevar a cabo crímenes de guerra. Lo que está haciendo en Gaza no es defenderse, es vengarse, es castigar a una población civil que en su mayoría no tiene nada que ver con los atentados. Con esas acciones no se combate a Hamás, solo se sacia el odio y el rencor que han causado los atentados, solo se intenta causar más dolor a los palestinos del que han sufrido los israelíes. En lugar de intentar buscar una solución que acabe de una vez por todas con el problema.

La principal preocupación de Israel no son los terroristas, son los palestinos, que les gustaría ver desaparecer. ¿Si no hubiera terrorismo se habría llegado a una solución que respetara los derechos de los palestinos, incluido el de tener un estado propio? Para responder a esta pregunta, hay que volver la vista a Cisjordania, donde no está presente Hamás –enfrentada a Fatah, que es hegemónica en la zona– ni la Yihad Islámica, sino el gobierno de la Autoridad Nacional Palestina que acepta la existencia de Israel y los acuerdos de Oslo, y busca una solución pacífica. ¿Están mejor que en Gaza? Desde luego, no sufren los masivos bombardeos que está soportando la franja, pero tampoco se respetan sus derechos, pues algunos están presos sin intervención judicial por una decisión administrativa –incluidos menores–, sus casas son destruidas sin posibilidad de recurso cuando lo decide Israel, algunos son simplemente expulsados de sus propiedades, y varios miles –incluidos centenares de niños– han muerto a manos de los colonos o las fuerzas de seguridad israelíes. Solo desde el 10 de octubre han sido asesinados en Cisjordania 78 palestinos, a pesar de que no ha habido allí ningún atentado terrorista. No solo no han obtenido la independencia con su actitud pacífica, sino que su territorio está invadido por centenares de colonias judías ilegales según el derecho internacional, dado que se trata de territorios ocupados. 

Tanto el secretario general de Naciones Unidas como la UE y los dirigentes de los principales países del mundo, incluidos los europeos –algunos también en EEUU– abogan por la solución de dos Estados, algo que parecía posible en los primeros años 90, la época de Isaac Rabin, Shimon Peres y Yasir Arafat, cuando se firmaron los acuerdos de Oslo. No era entonces, ni mucho menos es ahora, una idea nueva. En 1947, la resolución 181 de la Asamblea General de Naciones Unidas propuso establecer en el territorio de Palestina, entonces administrado por Reino Unido, dos Estados: uno judío y otro árabe, con Jerusalén neutral bajo mandato internacional. En ese momento, dos tercios de los habitantes de Palestina eran árabes (1,2 millones) y un tercio judíos (0,6 millones). La mayoría de estos últimos habían llegado durante el mandato británico. Los propietarios judíos poseían un 7,4% del territorio. A pesar de esta realidad, en la partición el Estado judío recibía el 57,7% del territorio donde vivirían 960.000 personas, de las cuales el 58% serían judíos y el resto árabes. El “estado” árabe recibía el 42,3% del territorio en el que vivirían 810.000 personas, el 99% árabes. Durante los años cuarenta varios grupos armados judíos habían llevado a cabo sangrientos atentados terroristas, como el del hotel King David, en julio de 1946, que causó 92 muertos. En mayo de 1948, al día siguiente de la retirada británica, se proclamó uno de los dos Estados previstos en la partición, el de Israel, que fue atacado por la población árabe de Palestina y de los Estados vecinos, provocando una guerra cuyo resultado fue una victoria israelí, que incrementó el territorio bajo su contral hasta un 78% del total de Palestina –incluido Jerusalén oeste–, y provocó la anexión de los territorios no ocupados a países vecinos: Gaza a Egipto, y Cisjordania y Jerusalén este a Transjordania. En 1967, con una nueva victoria en la guerra de los seis días, Israel ocupó estos territorios, así como los altos del Golán en Siria, y la península del Sinaí, que devolvería a Egipto en 1978. Las numerosas resoluciones de Naciones Unidas que instan a Israel a liberar los territorios palestinos, empezando por la 242, de 1967, jamás han sido cumplidas por Israel, que cuenta con el apoyo incondicional de EEUU y otros países.

Ahora, por más que se reitere que es la única solución, el establecimiento de dos Estados en Palestina es prácticamente irrealizable, tanto por razones geográficas –los dos territorios están separados por territorio israelí– como políticas –Hamás, que dirige Gaza, está enfrentada a la OLP que dirige Cisjordania– y, sobre todo, porque la creación de un Estado palestino soberano exigiría el desmantelamiento de las colonias judías ilegales, tanto las admitidas oficialmente por Israel que son unas 144, incluidas doce en Jerusalén este –anexado de facto por Israel–, como las que aún no son reconocidas, unas cien, aunque sí apoyadas por el Estado israelí. En total viven actualmente en Cisjordania unos 450.000 colonos judíos, además de otros 220.000 en Jerusalén este. Israel no va a desmantelar nunca ese enorme despliegue, y además siempre considerará un Estado palestino como una amenaza a su seguridad y, por tanto, nunca dejaría de ejercer sobre él un control igual o mayor que el actual. Lamentablemente, los llamamientos de los dirigentes políticos de buena parte del mundo a implementar la solución de dos Estados no pasan de ser –hoy por hoy– más que pura retórica, que no responde a ningún plan viable. La otra solución es mucho más sencilla: otorgar a todos los palestinos la ciudadanía israelí con igualdad de derechos y obligaciones que los judíos. No como los árabes israelíes –1,7 millones, el 21% de la población–, porque ellos también están discriminados a pesar de tener la ciudadanía. El Parlamento israelí aprobó en 2018 la Ley fundamental de nacionalidad que establece que Israel es el Estado-nación del pueblo judío, con un solo idioma oficial, el hebreo, y capitalidad en Jerusalén –que deja de estar dividida en dos partes–, además de afirmar que el derecho de autodeterminación nacional es exclusivo del pueblo judío. Esta ley es claramente supremacista y racista, considerando la composición étnica actual, y convierte a Israel en un estado confesional incompatible con la democracia, por más que en Occidente se repita todos los días que es la única democracia de Oriente Medio. Si Israel aceptase que toda la población sobre la que ejerce realmente su autoridad obtuviera la ciudadanía plena, se convertiría en una democracia verdadera, pero dejaría de ser un Estado judío porque, en poco tiempo, la población árabe superaría a la judía, incluso si se siguiera impidiendo el regreso de los palestinos expulsados o sus descendientes, lo que sería difícil en esa situación.

En buena lógica, esta solución debería ser rechazada por Hamás, puesto que su ideología incluye la destrucción de Israel, pero no parece que ni siquiera los más optimistas entre ellos puedan creer que eso sea posible en la situación actual, y si se les ofreciera la integración con plenos derechos en un Estado pluriétnico y democrático, sería difícil que lo rechazaran, o al menos perderían la mayor parte del apoyo que tienen, lo que les haría desaparecer antes o después. Los que no lo aceptarían nunca son los partidos de derecha y ultraderecha israelíes, que ocupan el poder desde principios de siglo, sin haber conseguido mejorar en nada la situación. Su solución es aún más sencilla que la anterior: que se vayan. Sueñan con que los palestinos de Cisjordania se vayan a Jordania y los de Gaza a Egipto, así el problema, evidentemente, desaparecería. En 1948, a raíz de la primera guerra árabe-israelí, 750.000 palestinos, casi las dos terceras partes de los que vivían en Palestina, fueron expulsados y nunca han podido volver, a pesar de que hay resoluciones de Naciones Unidas que reconocen su derecho a hacerlo. Aquello se conoce todavía en el mundo árabe como Al Nakba, la catástrofe. Pero los que viven ahora en los territorios son 5,3 millones, no parece posible echarlos y los países vecinos se niegan a acogerlos. Los pasillos humanitarios para evacuar Gaza, propuestos por Washington, eran un regalo envenenado: el que se vaya no va a volver.

¿Qué va a hacer Israel en Gaza? Probablemente lance la invasión terrestre, lo que aumentará el número de bajas en ambos bandos, y puede llevar a la liberación de los rehenes...o a su muerte. Pero antes o después se tendrá que retirar, una ocupación permanente es inviable. Puede establecer un área vacía en el norte, arrinconando aún más a la población, para crear una zona de seguridad que dificulte los ataques de Hamás. Puede rodear la franja con un muro con sistemas de vigilancia y retención, que la conviertan definitivamente en un campo de concentración. Pero no va a poder echar a los palestinos que viven allí. Ni podrá apaciguar el odio. Antes o después, todo volverá al punto de partida. Nacerán nuevos niños, sus madres les transmitirán el rencor, y seguirán los pasos de los que caigan ahora. Que nadie vea en esta descripción la mínima comprensión o disculpa. Solo una enorme, desolada, tristeza. Porque no parece que nada vaya a cambiar. Mientras los palestinos continúen con atentados terroristas recibirán la misma destrucción y muerte que ejecutan, multiplicada por veinte. Mientras Israel no cambie radicalmente su posición ante la ineludible cuestión palestina, y busque una solución justa, jamás tendrá paz y sosiego, nunca sus hijos podrán crecer alegres y confiados en un futuro sin dolor, sin muerte y sin destrucción.