Pertenezco a la franja de edad que vivió su primera infancia en la Transición y creció junto a la democracia. En las primeras reuniones familiares de las que guardo recuerdo, siempre había un niño que imitaba a Manuel Fraga o Santiago Carrillo, tal y como los veíamos en la tele. Pero quienes de verdad nos fascinaban por su manera de hablar y aire renovador eran Felipe González y Alfonso Guerra. A su lado, los políticos de la UCD resultaban monótonos y grises. A mi abuelo no le gustaba la virulencia con la que Guerra arremetía contra Adolfo Suárez, pero casi todos los amigos de mis padres deseaban el cambio que finalmente sobrevino en 1982. En la barriada en la que vivíamos, habitada sobre todo por maestros, los niños jugábamos con las papeletas de las primeras votaciones y hablábamos de política con la misma naturalidad con la que nuestros padres confesaban sus simpatías socialistas o comunistas. En un ambiente de euforia propiciado por la libertad recién conquistada, la ilusión ante el nuevo futuro, y la efervescencia de las asociaciones vecinales, manifestaciones y coches con banderas, megáfonos y propaganda de partidos políticos, la mayoría mostramos nuestra alegría cuando el PSOE comenzó a ganar las elecciones, una tras otra.
Ese optimismo aglutinador de los primeros ayuntamientos de la democracia permaneció inquebrantable hasta mediados de los ochenta, cuando las huelgas contra el gobierno socialista y el referéndum de la OTAN alentaron el nacimiento de Izquierda Unida. Sin embargo, en mi barrio, muchos permanecimos leales a Felipe González no solo por su liderazgo carismático y su pragmatismo convincente, sino porque la pureza maximalista de Julio Anguita nos resultaba de alguna forma ajena. Hasta los veinte años, al igual que buena parte de los amigos con los que había ido al instituto o jugado desde que tuvimos uso de razón, yo también jaleaba y reía con fervor las arengas mitineras de Alfonso Guerra: su apelación continua al miedo a que viniera la derecha, la caricatura que hacía de «los de los apellidos largos», su defensa demagógica de los «descamisados», como recordó muy bien hace poco Elvira Lindo. Viviendo en una comarca minera, no reparamos entonces en los estragos que comenzaba a producir la reconversión industrial, en cómo empezaban a privatizarse las principales empresas públicas, en los primeros indicios de corrupción y de cultura del pelotazo: en la ridiculización histriónica que Guerra hacía del adversario y que, para nosotros, era la prueba irrefutable de su superioridad lógica en lugar de una muestra evidente de la prepotencia de los ganadores.
Quizás porque vivíamos en un pueblo y los vientos nihilistas de nuestra generación soplaban aún desde demasiado lejos, mis amigos y yo éramos conscientes de nuestra condición de beneficiarios de las políticas de los gobiernos de Felipe González, de sus inversiones en el terreno de la sanidad y la educación, de la democratización del acceso a la universidad y la mejora de las becas. Por eso quizás nos afanábamos tanto por estudiar: porque nosotros no podíamos permitirnos las tonterías que hacían los compañeros que luego conocimos en la carrera y que gozaban del colchón del estatus de sus familias. Ir a la Facultad de Derecho a mediados de los noventa con El País bajo el brazo, junto al manual de Javier Pérez Royo que nos hizo partidarios rotundos de la Constitución, despertaba una creciente hostilidad: la de los furiosos cachorros de las Nuevas Generaciones que ansiaban conquistar el poder sin más dilación, pero también la de los militantes de las juventudes comunistas que utilizaban el término «socialdemócrata» con la misma displicencia desde sus impolutas credenciales radicales.
Entre los primeros, algunos alcanzaron con los años posiciones relevantes dentro del Partido Popular. Mientras que los segundos, fundiéndose en su mayoría con grupos más jóvenes que no aceptaban el estado de precariedad heredado por sus mayores, tiñeron las reivindicaciones del 15M de un agrio revanchismo generacional. Entretanto, quienes no simpatizábamos ni con unos ni con otros, huérfanos de referentes políticos desde la jubilación relativa de González y Guerra y el proyecto truncado de Josep Borrell, a pesar del periodo de Zapatero, vivimos con escepticismo el surgimiento de lo que pasó a llamarse «nueva política». Algunos entusiastas del magma del que nació Podemos, no obstante, completarían en tan solo unos años, gracias a su inteligencia y precocidad, ese viaje a las antípodas tan visible en la generación de políticos e intelectuales veteranos a la que poco antes despreciaban y pretendían derrocar. La diferencia es que estos articulistas prematuramente desencantados ni han necesitado décadas ni se han detenido un instante en la socialdemocracia, pues han pasado de odiarla desde la impugnación izquierdista del sistema a hacerlo desde nuevas formas de reaccionarismo.
Da igual. Tampoco es cosa de edades. Del mismo modo que hay jóvenes viejos, como dijo Salvador Allende, hay muchos viejos jóvenes que han conservado su espíritu de rebeldía de una manera más lúcida y vigorosa que la de sus hijos. En cualquier caso, todos los que han llegado al “antisanchismo” desde el origen que sea, de una generación o de otra, parecen al fin en su sitio en la misión compartida por periodistas en otro tiempo enemigos, coincidentes con ellos en el único objetivo de echar obsesivamente a Sánchez de la Moncloa. Su inquina apocalíptica es notoria. Algunos apelan de manera autorreferencial a su independencia, pero sus columnas parecen de modo invariable calles de dirección única. Ya decía la investigadora en ciencias del comportamiento Winifred Gallagher que la vida de cada uno depende de la atención que le prestemos a este o aquel detalle. Pero ante una realidad siempre plural y compleja, a muchos de quienes en su día los apoyamos –aunque no tanto como para escribirles una hagiografía–, nos entristece asistir a la atención selectiva de Felipe González y Alfonso Guerra, que solo saltan para censurar el mismo tema, las aspiraciones del secretario general de su partido de formar un gobierno de coalición progresista, y en cambio callan ante las medidas reactivas puestas en marcha por el PP, que es el partido por el que pasa la alternativa que prefieren, en los ayuntamientos y comunidades donde se ha unido a Vox.
Los mismos periódicos que quisieron acabar con ellos a través de cualquier medio a principios de los noventa, integrantes de aquel turbio y autodenominado “sindicato del crimen”, se complacen ahora de llamarlos “socialistas históricos”, de servirles de altavoz y de subrayar sus coincidencias con la derecha. Uno escucha a estos padres políticos y no reconoce su propia filiación, se revuelve contra su tutela, reflexiona sobre lo que dicen y lo que han debido de saber y sin embargo ocultan. Los mira con la misma incomprensión con que los adolescentes miran a sus padres naturales. El problema es que a quienes González y Guerra pretenden dirigir, desde sus poltronas situadas más allá del bien y del mal, con la soberbia de quien dispone de lo que piensan que únicamente ellos han creado y por lo tanto consideran suyo, hace mucho que dejaron de ser adolescentes. Ambos tienen tanto derecho a expresar su opinión como sus destinatarios a replicarles. Pero a lo que no tienen derecho es que estos tengan que obedecerles. Porque, con todas sus virtudes y sus errores, si algo se han ganado a pulso durante los últimos años ha sido su emancipación política.