Como lo dice la pensadora y activista italiana Lidia Cirillo “Las mujeres, algunas mujeres, muchas mujeres han comenzado a pensar en sí mismas como sujeto político de liberación porque han reconocido que su principal característica común es la opresión”. Pero para reconocernos como sujeto político de liberación, como dice Cirillo, las mujeres hemos tenido que empoderarnos. En relación con las mujeres el término “empoderamiento” se vincula a una red feminista en Balagore, en la India, llamada Red DAWN-MUDAR. Esta red, formada por activistas e intelectuales en 1984, se centró en el análisis de la situación de las mujeres pobres y planteó la necesidad de transformar la estructura económica y política que favorecía la pobreza y la desigualdad femeninas. Con ello se consiguió que en 1985 la III Conferencia Mundial de Nairobi, contemplase el empoderamiento como una estrategia impulsada por mujeres del Sur, que podía usarse para enfrentar las desigualdades de género. Y ya en la IV Conferencia Internacional de la Mujer en Beijing, en 1995, se adopta el empoderamiento femenino como una de las estrategias fundamentales para luchar por la igualdad de género.
El empoderamiento se entiende, por un lado, como proceso individual: es el proceso por el cual una mujer evoluciona de manera personal, hasta hacerse consciente de sus derechos y consolidar, a partir de ahí, su poder, su autoestima y su autonomía personales. Pero también se puede entender el empoderamiento como proceso colectivo: se trata entonces de aunar las subjetividades femeninas para organizarse en la lucha política por sus intereses y conseguir una transformación completa de las desigualdades de género en todos los frentes: político, social, económico, cultural, etc. Y esto precisamente es lo que nombramos como feminismo.
De modo que empoderamiento y feminismo van juntos y no pueden entenderse aisladamente. Y van juntos en una historia que ya tiene más de tres siglos, desde las primeras reclamaciones de las mujeres empoderadas ilustradas en el siglo XVIII hasta las últimas grandes y empoderadísimas movilizaciones feministas del pasado 8 de marzo.
El empoderamiento, individual y colectivo, lo es de un sujeto: el sujeto “mujeres”. Pero ¿de qué hablamos al hablar de un sujeto “mujeres”? Quiero advertir que, al hablar de “mujeres”, no me estoy refiriendo a nada así como una esencia o una determinación biológica. Me refiero a “mujeres” ahora como el referente que ha padecido y padece la exclusión y la opresión patriarcales. La cuestión será si las diferencias locales, culturales, raciales, de clase, de preferencia sexual, etc. permiten hablar de un sujeto político “mujeres” empoderado y fuerte. Y mi respuesta es que sí, porque un sujeto político tiene objetivos políticos comunes. Y las mujeres tenemos objetivos políticos comunes porque padecemos opresiones comunes por el hecho de ser mujeres.
Pero, a partir de aquí, creo que es importante tomar conciencia de cómo las estrategias actuales de la contrarreacción patriarcal están encaminadas precisamente a “desempoderar” a las mujeres. Porque la derecha y la ultraderecha hoy reaccionan contra el empoderamiento femenino y extienden en el imaginario masculino la idea de que, por así decirlo, hay que pararles los pies a las mujeres y volver a meterlas en cintura. Lo que quiero señalar es que ese desempoderamiento de las mujeres pasa por reforzar la violencia sexual, pasa por fomentar la cultura de la violación como forma de trasladar el mensaje a todas las mujeres de que sus conquistas emancipatorias las pone en la mira de esa cultura violenta.
Pero ¿de qué hablamos al hablar de cultura de la violación? En palabras de la jurista norteamericana Catherine MacKinnon, esa cultura se fundamenta en el principio de que poder ser violada, posición que es social y no biológica, es lo que define a una mujer. Y es así, porque MacKinnon sostiene que el ejercicio de esta violencia sobre las mujeres se fundamenta en las relaciones de poder que estructuran toda la dinámica entre los sexos. En su obra, ya un clásico de la teoría feminista y que titula Hacia una teoría feminista del Estado, esta pensadora analiza que la construcción de la sexualidad femenina es siempre producto del poder patriarcal. Y, en ese sentido es una cultura cuya violencia hacia las mujeres ya la asentaban los padres de la democracia moderna, como el propio Rousseau, el gran defensor de la igualdad económica y social, que sin embargo escribía en ya en el siglo XVIII: “la mujer está destinada a obedecer a tan imperfecta criatura como es el hombre (…); desde muy temprano debe aprender a padecer hasta la injusticia y a soportar los agravios de su marido sin quejarse”.
Esa cultura que asocia de manera inextricable violencia sexual y relaciones de poder patriarcales, esa cultura de la violación, es conceptualizada por la pensadora feminista Rita Laura Segato más allá de su carácter puramente sexualizado. Segato interpreta que la violación cumple tres objetivos: se trata de poner a las mujeres en su sitio, en primer lugar. Pero también, en segundo lugar, de ejercer una agresión a otros hombres violando el cuerpo de sus mujeres. Así como, en tercer lugar, de reafirmar la virilidad y ocupar una posición respetada entre los hombres. Y yo diría que un cuarto objetivo de la cultura de la violación, que habría que añadir a estos que enumera Segato, es justamente el de desempoderar a las mujeres.
Defender que la violación debe ser relativizada, minimizada o incluso naturalizada, es poner en escena esa cultura de la violación. Y es a la vez negar la violencia de género. Con ambas cosas, lo que se quiere trasladar hoy a la sociedad desde los sectores políticos conservadores y ultraconservadores es el mensaje de que hay que poner freno al empoderamiento femenino. Pero, ante ello, las mujeres tenemos que concluir aquello de que “ladran, luego cabalgamos”.