Los norteamericanos disponen de una expresiva metáfora para evocar la rentabilidad de un recurso al que se le niega la atención debida: es un billete tendido en la acera (a big bill on the sidewalk). Nuestro billete dejado a la intemperie es el español: un idioma cuyo potencial está solo parcialmente aprovechado. Disponer de una lengua ampliamente compartida, además de proveer una poderosa seña de identidad colectiva, genera réditos para sus hablantes en forma de proyección internacional, facilidad para las transacciones económicas, soporte para la creatividad artística y sustento para industrias y actividades mercantiles.
Hagamos balance. Disponemos de una lengua que es la segunda internacional por el número de hablantes nativos y la cuarta por sus potenciales usuarios: algo más de 600 millones. Es lengua oficial en destacadas organizaciones internacionales (Naciones Unidas y la Unión Europea) y se ha posicionado como la tercera en la Red, si se atiende al número de internautas. Una lengua que atrae el interés creciente de alumnos europeos y americanos, que la sitúan alto en sus preferencias de aprendizaje; y, en fin, es la lengua que ha hecho de la primera potencia global, Estados Unidos, el segundo de los países con más hispanohablantes del mundo. Pese a todas estas credenciales, no hemos sido capaces, hasta el momento, de construir una política pública de apoyo a la promoción internacional del español que esté a la altura de este valioso intangible. Lo que encontramos a cambio en nuestro país es un panorama fragmentado y más bien desordenado de instituciones y partidas presupuestarias, muchas de ellas mal dimensionadas y poco o nada evaluadas, sin que exista una estrategia que dé unidad al conjunto.
No se trata de un problema menor, porque el panorama de las lenguas es cambiante y el español compite con otros idiomas para hacerse espacio en el universo de la comunicación internacional. Y, para preservar (o mejorar) su posición habrá de compensar ventajas que otras lenguas disfrutan, como las asociadas a la condición de lingua franca del inglés, a la poderosa maquinaria de apoyo público del francés o a las demografías expansivas del árabe o el portugués.
Son muchos los desafíos. Sabemos que ya no disfrutará el español del factor impulsor que en el pasado jugó la pujante demografía de los países latinoamericanos. De aquí a 2050 el español será, junto con el chino mandarín, una de las lenguas internacionales con comportamiento demográfico menos expansivo. Partimos de un buen posicionamiento en la Red, pero esa ventaja se diluye cuando se considera la producción de contenidos o el despliegue de servicios con soporte digital: un resultado acorde con las carencias en formación e infraestructuras que arrastran algunos países hispanohablantes. Esa posición de debilidad es más aguda en los campos de la ciencia y la tecnología, donde el dominio del inglés es abrumador, en parte por la cuestionable decisión de atribuir a un selecto grupo de empresas anglosajonas una función referencial en la evaluación de la actividad investigadora. Y, aunque el español se beneficia de las tecnologías del lenguaje asociadas a la inteligencia artificial, tanto los desarrollos analíticos como las herramientas de esas tecnologías recurren al inglés como base desde la que desplegar los servicios, incluidas las traducciones. Torcer alguna de estas tendencias requiere poner en marcha una política vigorosa, institucionalmente bien engrasada, y a poder ser convenida en el ámbito panhispánico.
Para ello, ha de asumirse el limitado espacio que nuestro idioma ha conquistado, por el momento, como segunda lengua: el 86% de sus usuarios han crecido y se han educado en español. Es muy baja, por tanto, la proporción de aquellos que acceden al español a partir de otros idiomas: una cuota que, sin embargo, es la mayoritaria (más del 70%) en los casos del inglés o del francés. El objetivo debería ser atenuar esa diferencia, apuntalando la presencia del español en los sistemas escolares y formativos de países no hispanohablantes. La situación a este respecto no es muy boyante. Es cierto que el español es uno de los idiomas con una demanda de aprendizaje más expansiva en los últimos años, pero las cuotas de las que se parte son todavía muy bajas. Si nos atenemos a Europa, y con algunas excepciones –como el Reino Unido o Portugal, el español se sitúa en términos agregados a notable distancia del inglés, muy por detrás del francés y próximo al alemán.
Otro rasgo de nuestro idioma es ser, en muchos países, lengua de emigración, confirmando el papel que la movilidad humana ha tenido en su internacionalización. Preservar el dominio lingüístico de esas diásporas constituye un importante desafío, dada la natural tendencia de las segundas y terceras generaciones de migrantes a confinar la lengua de herencia a usos acotados. Importante es este proceso en Estados Unidos, donde el 70% de los más de 60 millones que nutren la comunidad hispana todavía son capaces de expresarse en español, aunque en ocasiones con competencias disminuidas. Dejadas a su suerte, esas competencias podrían perderse, merced a la eficacia uniformadora de los sistemas educativos y a los procesos de aculturación que comporta la integración de los migrantes. Evitar que esa pérdida se produzca exige una política decidida, desplegada en la escuela, en la formación extracurricular, en los medios de comunicación y en la promoción cultural.
Otro factor a considerar es que en muchos países el español convive con otras lenguas originarias que son habladas por minorías dotadas, a su vez, de rasgos de identidad diferenciados. Sucede en España y sucede en América Latina. La existencia de esas lenguas debe entenderse como un patrimonio compartido, incluso para aquellos que no las hablan. Por ello, la convivencia de lenguas no puede ser vista como un juego de suma cero, donde el apoyo a una resulte en detrimento de la otra. La política de promoción del español debe reconocer esta pluralidad lingüística y entenderla como una ventaja para quien la disfruta, brindando un apoyo inequívoco a las lenguas minoritarias. Ello exige invertir recursos en una cultura efectiva de diversidad lingüística, entendiendo que los costes que demande ese empeño serán compensados por unos beneficios mayores en términos de riqueza cultural y convivencia democrática. Una perspectiva que respalda lo acertado de abrir los debates del Congreso a las lenguas minoritarias en España.
Son muchas, pues, las tareas a desplegar. Y, aunque ha habido avances innegables, hay también importantes debilidades de partida. Se carece, hasta el momento, de un plan estratégico que fije objetivos y distribuya tareas en materia de política lingüística. No es extraño, por tanto, que las instituciones implicadas operen con criterios propios, no necesariamente consistentes entre sí. Se parte, además, de un panorama institucional especialmente fragmentado y con una discutible distribución de competencias. Hay instituciones que se proyectan sobre campos que parecen ajenos a su naturaleza (la AECID, por ejemplo), mientras otras (como el Ministerio de Cultura) que debieran implicarse, lo hacen de modo marginal; hay instituciones que realizan actividades similares bajo criterios dispares, y no siempre las organizaciones implicadas tienen el rango institucional adecuado. La frondosidad institucional no se corresponde, por lo demás, con la dimensión de los recursos financieros y humanos disponibles. Un solo dato lo ilustra: mientras los hablantes de español triplican a los de alemán, tanto el presupuesto como el número de países con que opera el Goethe-Institut duplica holgadamente los correspondientes al Instituto Cervantes.
El inicio de una legislatura parece un buen momento para revisar prioridades y hacer meditadas apuestas de futuro. Bueno sería que en ese ejercicio el español pasase a contemplarse como un bien colectivo preferente y su promoción objeto de una sólida política de Estado (mejor diríamos de Estados, de todos los hispanohablantes). Nos va en ello evitar el definitivo extravío de ese billete promisorio tendido sobre la acera.
(*) José Antonio Alonso, catedrático de Economía Aplicada, es coautor con José Luís García Delgado y Juan Carlos Jiménez de Los futuros del español. Horizonte de una lengua internacional, 2023.