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¿Esperar a los bárbaros o salir a ganar?

Alberto Núñez Feijóo, durante su intervención ante los vecinos en su pueblo natal, Os Peares (Ourense). EFE/ Lavandeira (Archivo)

Agustín Moreno

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Poco le duró a Alberto Núñez Feijóo su papel de Bartleby. Su “preferiría no hacerlo” con relación a pactar o no con la ultraderecha aguantó exactamente dos horas. Y su rendición a Vox se firmó en Valencia en un texto de 219 palabras que quedará como el testimonio de que la derecha española es toda ultra, al aceptar el marco y las políticas de la ultraderecha y gobernar juntas. El acuerdo entre PP y Vox recogía de forma sumaria cinco puntos mal escritos de generalidades y redundancias que dan vergüenza ajena, del tipo: “4. ”Señas de identidad para defender y recuperar nuestras señas de identidad“. Luego se desarrollará un texto de 50 propuestas donde se recogen los negacionismos básicos de la ultraderecha a la violencia de género, al cambio climático, a la memoria democrática, a una fiscalidad progresiva y a unos servicios públicos de calidad.

En esa misma línea, se han cerrado acuerdos en ayuntamientos y en otras comunidades autónomas, incluida Extremadura tras las presiones de Feijóo y Ayuso. En estos acuerdos, se repite la misma pauta política e ideológica. Se adoptan preocupantes medidas concretas que van desde suprimir las concejalías de Igualdad a cargarse el carril bici en algunas grandes ciudades como si fuera una medida comunista, que es lo que la ultraderecha piensa de la lucha por la descarbonización. También han empezado a prohibir y censurar la cultura, impidiendo la representación de obras de teatro de Virginia Wolf o sobre Antoni Benaiges, aquel maestro que quiso llevar a sus niños de una aldea de Burgos a ver el mar y nunca pudo hacerlo porque el franquismo le fusiló. 

Feijóo ha reconocido ya que pactará con Vox si necesita sus votos. Es muy grave que el Partido Popular asuma buena parte de la política de ultraderecha y le ponga una alfombra roja para que acceda al poder. Esto conllevaría la ruptura de consensos sociales existentes como, por ejemplo, la lucha por la igualdad. Hay mucha preocupación en Europa y puede producirse un deterioro de la imagen del país por los retrocesos que suponen los pactos del PP con Vox en materia de igualdad y LGTBI. Sería tremendo pasar de estar a la vanguardia internacional al modelo de Hungría.

La responsabilidad es de Feijóo. Porque no es capaz de resolver los dos problemas que tiene: la definición para el PP una estrategia política y de alianzas democrática, coherente y europea, y la consolidación de un liderazgo fuerte. Su estrategia política es errática, porque se encuentra pinzado por su ultraderecha interna y por su propia historia reciente. Ayuso, cada vez más Vox, no solo le marca la línea a seguir, sino que es una amenaza de sustitución. Ese es el trasfondo de una guerra interna donde no se hacen prisioneros. Ayuso está tomando posiciones con sus fieles en el gobierno de Madrid y en la lista al Congreso, por si Feijóo no aprovecha su última bala del 23-J.

Su historia como líder del partido viene marcada, desde el punto de vista ético y estético, por la oscura defenestración del presidente anterior, Pablo Casado. Tampoco puede presumir de su experiencia como presidente en Galicia, donde dejó una gestión claramente negativa: deuda pública disparada, pérdida de población juvenil, reducción de población ocupada, cierre de grandes empresas (Alcoa, Siemens Gamesa), deterioro de la sanidad y la educación pública.

Decía Caetano Veloso que visto de cerca nadie es normal. También se podría decir que vistos de lejos algunos parecen mejores. Esto le está pasando a Feijóo. Vino a la política nacional como la gran esperanza de la derecha después del linchamiento de Casado. Como apariencia y realidad no van de la mano, la lejanía y las nieblas de Galicia le daban mejor imagen, de político razonable y con cierta solvencia. Pero se está desinflando como un soufflé

Hasta el punto de que la política de comunicación de Génova ha sido reducir su exposición para que no muestre su desconocimiento sobre numerosas materias. Parece cada vez más una copia de Rajoy en la vaciedad de sus frases, la ausencia de ideas potentes y el abuso de los lugares comunes. Por eso, conscientes él y su equipo de sus limitaciones, se ha resistido al máximo a los debates en esta campaña electoral, una cobardía que supone un desprecio al electorado, ya que quien aspira a gobernar el país está obligado a explicar sus propuestas y contrastarlas con los otros partidos. 

Es malo que la derecha tenga un líder débil y confuso. Especialmente cuando no es capaz de embridar a un sector de su partido que apuesta sin complejos por el pacto con Vox y que le arrastra a él. El peligro está en que cada vez más la ultraderecha juega al discurso de odio y a los bulos para subvertir una democracia y unos derechos humanos que consideran un mantra progre.

Si la izquierda no frena esta peligrosa deriva con una potente movilización de su electorado, nos espera lo que las derechas llaman “derogar al sanchismo”. Es decir, cargarse todas las leyes y medidas positivas para la mayoría social y las libertades de esta legislatura. Ante el riesgo de un retorno al pasado, no podemos quedarnos esperando a los bárbaros. Hay posibilidad de impedirlo. Tomando conciencia de lo que está en juego, reforzando la unidad de la izquierda y evitando que las discrepancias y los sectarismos se impongan. No olvidemos que la melancolía está hecha de la misma materia que las derrotas y se construye poco después de ellas. Habrá posibilidades el 23 de julio si hay una amplia participación ciudadana y PSOE, Sumar y las izquierdas periféricas obtienen 176 escaños. Yo votaré a Sumar porque, además, creo que es el voto más decisivo: si queda en tercer lugar inclinará la balanza hacia el bloque progresista.

Y hay algo más importante: a la ultraderecha no se la derrota desde el miedo a unos herederos del franquismo y los recordatorios a la experiencia histórica, aunque conviene tenerlo presente. Se la puede derrotar planteando soluciones a los problemas vitales de la gente, como la garantía de un empleo con derechos y salarios suficientes, el derecho a la vivienda, unos servicios públicos (educación y sanidad) de calidad, una fiscalidad donde paguen todos y más quien más tiene, etc. De lo contrario, el malestar vital de sectores importantes de la población se puede manipular con las emociones identitarias, las guerras culturales y los púlpitos mediáticos. Y el resultado es que hay sectores que votan en contra de sus intereses, pensando que quizá los bárbaros sean la solución.

Hay que combatir la desmovilización y el pesimismo en la izquierda. Los pesimistas podrían tener razón, pero no deben. Salir a ganar el 23 de julio debe de ser fruto de un esfuerzo consciente de todas las personas progresistas y, como sucede en la historia en los grandes momentos, debe ser un compromiso moral. Decía Thomas Carlyle de los héroes revolucionarios que, aunque parecerán anárquicos hijos del desorden, en realidad son hijos del orden, porque no pueden soportar el desorden. A nosotros, que no pasamos de progresistas, nos puede estar sucediendo lo mismo: nos toca defender la democracia, consolidar lo conseguido y seguir avanzando en derechos. Perder unas elecciones es normal en una democracia. Lo malo sería perder la democracia en unas elecciones.

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