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¡La ética, esa maldita María!

Una clase durante un examen, en una fotografía de archivo. EFE

Víctor Bermúdez Torres

Red Española de Filosofía —

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Las “Marías”, ya sabrán o recordarán ustedes, son aquellas asignaturas de naturaleza “decorativa” que dábamos en el colegio y que le importaban un bledo a todo el mundo. Solían ocupar un espacio mínimo o simbólico en el horario (una o, con suerte, dos horas por semana) y las impartían profesores que, en muchos casos, no tenían ni idea, con lo que, en buena lógica, se dedicaban a matar al tiempo proyectando películas o charlando de lo primero que se les pasaba por la cabeza. Eso sí, en la época de los sacrosantos exámenes, nos dejaban la hora para estudiar. Y esa era, casi siempre, la única utilidad que tenían. 

“Marías” las hubo y las hay de diversos tipos. Hagan memoria: la plástica, la educación física, el arte, la religión y, desde luego, la ética. Algo, esto último, que siempre me llamó mucho la atención. La educación plástica es fundamental, sin duda, y la educación física, y la música. Y la religión, para qué nos vamos a engañar, también significa mucho para mucha gente. Pero, ¿y la ética? – pensaba yo – ¿No es acaso lo más importante de todo? ¿No es fundamental saber algo (o intentarlo) acerca de un asunto tan peliagudo como el de “lo bueno y lo malo”?  

Porque a ver: la vida, la salud, el dinero, el amor, la religión, la música, o lo que sea, nos parecen importantes porque las consideramos cosas “buenas” (y definan bueno en el sentido que crean más bueno: placentero, conveniente, debido, justo, digno…). ¿Pero por qué han de ser “buenas”? De hecho, hay gente que no las considera así (los suicidas, los que se enganchan a drogas peligrosas, los que desprecian la riqueza, los que practican la castidad, los talibanes que odian la música…). Fíjense que incluso para averiguar si algo es realmente más importante (es decir: “más bueno”) que la ética haría falta la reflexión ética… 

Ahora bien, siendo la ética lo más importante de todo (o, al menos, la materia que sirve para pensar en qué es lo más importante de todo), ¿cómo es que se la trata en el sistema educativo como una maldita María? Además, el resto de las tradicionales Marías (la educación física, la música, la religión…) tienen, como mal menor, otros espacios disponibles para quien esté interesado: los gimnasios y polideportivos, las escuelas de música, las parroquias… ¿Pero y la ética? ¿Dónde se imparte ética más allá de la escuela? 

Hay quien responde a esto último que “en casa”; es decir, que es en el entorno privado donde hay que transmitir la moral y los valores. Pero ni a mí ni a los adolescentes a los que doy clases nos convence para nada esta respuesta. Primero, porque no solemos estar de acuerdo con gran parte de los valores que se nos transmiten, casi siempre sin razón suficiente, desde el entorno familiar, social o mediático. Y segundo, y más importante, porque nos parece que sobre esto de la ética tiene que haber algo más que el saber infuso y parcial (cuando lo hay) de la familia, las tertulias de la tele o los colegas. 

¡Y vaya si lo hay! Cuando uno abre cualquier manual de filosofía y se va al capítulo dedicado a la ética, comprueba que sobre esto tan presuntamente infuso o subjetivo de “lo bueno y lo malo” existen decenas de escuelas, tendencias y teorías, tanto antiguas como de rabiosa actualidad, y cientos de libros, tesis y expertos investigando, debatiendo, produciendo ideas y participando de comités científicos, médicos, empresariales o políticos. Esta ética no es, por demás, ninguna lista de mandatos o valores que haya que adoptar por narices, o desde argumentos ya inventariados, sino una disciplina que lo analiza todo: desde lo que es una “norma” o un “valor” hasta las peculiaridades del lenguaje en el que expresamos y justificamos nuestros particulares juicios morales. Un saber, además, en que se diseccionan y afrontan problemas cotidianos que a mucha gente ni siquiera le parecen problemas, sino “cosas que pasan” (la desigualdad económica, el sometimiento de las mujeres, las consecuencias del desarrollo tecnológico, la manipulación de los medios, la injusticia de las leyes, y mil más). 

Porque, y esta es otra, mucha gente, gobernantes incluidos, piensa que la ética y la simple educación en valores son lo mismo, confusión que se debe, sin duda, a que a menudo se usa el mismo término para designar al que es “bueno” y al que estudia “lo que es bueno”, al que hace “lo que hay que hacer”, y al que se pregunta de forma sistemática “por qué hay que hacerlo”. Pero es claro que ambas cosas son muy distintas. La educación en valores está dirigida a la transmisión de aquellos mínimos principios morales o normativos que deben regular la convivencia y el comportamiento de las personas, mientras que la ética se ocupa de la reflexión racional acerca de los valores y de lo valioso en sí, dotando al alumno de las herramientas y hábitos (teorías y enfoques éticos, conceptos de filosofía moral, pensamiento crítico y sistemático, lógica y ética de la argumentación, procedimientos dialógicos, análisis de dilemas morales, etc.) necesarios para afrontar por sí mismo los retos y desafíos de su entorno, además de establecer de forma autónoma y responsable su propia escala de valores. 

Además, todo esto tan sumamente importante que transmite la ética (y no, o solo circunstancialmente, la educación en valores) no lo puede enseñar “transversalmente” ninguna otra materia. En todas las materias se puede desentrañar un problema moral, ejercitar el diálogo argumentativo o practicar el pensamiento crítico, pero solo en ética se trata de todo esto de manera sustantiva, exhaustiva y problematizada, atendiendo a sus fundamentos, condiciones, normas, tipos, propiedades y límites. Pensar lo contrario sería tan absurdo como pensar que, dado que en todas las asignaturas se habla o se manejan números, podemos convertir a la lengua o la matemática en “Marías” con una hora semanal. 

Porque, hablando claro: que después de tanto bla-bla-bla de los políticos sobre lo importantísimo que es la educación para resolverlo todo (desde el cambio climático a los discursos de odio, pasando por el machismo y la violencia contra las mujeres, el consumismo, las adicciones, la desinformación, la corrupción, el suicidio juvenil, el género, y mil asuntos más) ahora resulte que la única materia que se ocupa directamente de todo esto en la educación obligatoria sea una asignatura consagrada a la educación en valores (no estrictamente a la ética) y con una sola hora a la semana (35 horas en toda la ESO, mientras que Religión, por ejemplo, dispone de 140) es, si lo hubiera, de juzgado de guardia político – un juzgado, por cierto, que tendría que estar compuesto de ciudadanos éticamente bien formados –. 

En conclusión, sin una profunda educación ética y bien dotada de horas y espacios en las escuelas e institutos, vamos a generar ciudadanos no solo incapaces de afrontar de forma madura dilemas y decisiones de relevancia personal y social, o de entender a fondo lo que implican sus propios juicios y posiciones morales o políticas, sino algo peor aún: ciudadanos inermes ante todo tipo de demagogos, sectarios, salvapatrias, tunantes y vendehúmos; esto es, vamos a contribuir, más aún, a crear el peor de los mundos posibles. Piénselo. Y pongan, por favor, toda su competencia ética en hacerlo.

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