Desde finales de la década de la cuarenta hasta principios de la de los setenta Europa occidental vivió una época dorada de desarrollo económico y social. En este periodo, el crecimiento medio del continente se situó en el 2.8% anual, el empleo era abundante, se crearon nuevos programas sociales, y la educación, incluso la superior, se hizo universal. Hay muchas teorías sobre qué causó esta auténtica edad dorada, pero podemos señalar al menos cuatro factores principales. Uno fue la transformación del capitalismo, que abandonó la ortodoxia económica que había causado y profundizado la gran depresión desatada en 1929. Ahora éste se hizo más social, los beneficios se repartieron más y mejor entre la población; y el Estado cobró un papel fundamental al nacionalizar, planificar o regular sectores clave, y poner en marcha políticas redistributivas pagadas con sistemas impositivos progresivos. El siguiente factor fue una apuesta por la industrialización, que proveyó buenos empleos estables y riqueza a las familias (en 1948, la producción industrial europea representaba el 39% de la mundial; en 1970, ascendía al 48%). El tercero fue la disponibilidad de abundantes y baratas fuentes de energía, sobre todo después de la puesta en explotación de los yacimientos de petróleo de Arabia Saudita, descubiertos poco después del final de la guerra. El cuarto y último fue la creciente cooperación y coordinación de los países del continente que en 1993 llevaría a la creación de la Unión Europea. Pero hay también un último factor, muy difícil de cuantificar (muy a menudo ignorado por el capitalismo neoliberal, hasta ayer gran socio y hasta admirador de Putin y de Xi Jinping) pero que a muchos nos parece determinante: que Europa occidental -en su momento con notorias excepciones como España y Portugal- fue y sigue siendo un continente de democracias, y que esto ha permitido que discutamos pacíficamente nuestros problemas y que negociemos soluciones que beneficien a la mayoría.
El éxito de Europa no estaba garantizado en 1945. Los retos eran enormes. Los nazis habían sido vencidos, pero las tropas de Stalin estaban acampadas en el corazón del continente, donde implantaban sin piedad copias de la dictadura soviética. Fascistas y criminales de guerra se escondían a plena luz, a menudo apoyados en la complicidad de sus comunidades. Decenas de millones de personas se habían convertido en refugiados. Numerosas infraestructuras claves estaban destrozadas (durante meses, el río Rin sólo tuvo un puente usable). Decenas de millones de casas habían sido destruidas. Escaseaban la comida y los combustibles. Para colmo, muchos gobiernos de las naciones recién liberadas se lanzaron a reconquistar a sangre y fuego sus imperios perdidos o amenazados por las potencias del Eje durante la guerra (Francia en Vietnam y Argelia; Holanda en Indonesia), y otros países, como el Reino Unido, se aferraban a sus fantasías coloniales, aplicando en sus territorios de ultramar (Kenia o Malasia) leyes y políticas represivas que nada tenían que envidiar a las de los regímenes fascistas recién derrotados. Y todo esto en medio de una quiebra técnica de las finanzas de los estados solo paliada por la ayuda americana que, sobre todo a través de la Administración de las Naciones Unidas para el Auxilio y la Rehabilitación, para 1948 sumaba 25.000 millones de dólares, a los que se les añadieron unos 13.200 más del Plan Marshall entre aquel año y 1952.
Sin embargo, la economía europea despegó. Entre 1947 y 1950, la producción de acero aumentó el 70%, la de automóviles el 150%, y la de productos derivados del petróleo el 200%. No menos importante, las exportaciones crecieron también el 91%. El país más beneficiado de este espectacular crecimiento fue Alemania cuya producción industrial creció un fenomenal 600% entre 1948 y 1962. Pero estos logros económicos no estuvieron exentos de grandes obstáculos. La democracia no se asentó fácilmente en muchos países. Las crisis políticas fueron constantes y se prologaron mucho más allá de los que a menudo se recuerda. Berlín estuvo bloqueada por los soviéticos entre junio de 1948 y mayo de 1949. Solo un ingenioso y muy peligroso puente aéreo salvó del hambre y del frío a la ciudad, que de símbolo del nazismo pasó a ser emblema del desafío a la tiranía estalinista. Francia sufrió tres intentos de golpe de Estado entre 1958 y 1962. La democracia italiana se basó en la exclusión, permanente y por cualquier medio, del pujante Partido Comunista. Además, después de auspiciosos pasos hacia la unidad europea como fueron la creación de la OCDE en 1948, el Consejo de Europa en 1949 y la Comunidad del Carbón y el Acero en 1952, en la segunda mitad de los años cincuenta el proceso quedó empantanado, entre otras cosas por las ambiciones nucleares de Francia y su reticencia ante el rearme de Alemania, que entró en la OTAN en 1955. Tuvo que ser la doble crisis provocada por la patética agresión neo imperial franco-británica a Egipto en octubre de 1956 y la sangrienta invasión soviética de Hungría en noviembre, la que recordase a los europeos sus debilidades ante las grandes superpotencias de verdad, los Estados Unidos y la Unión Soviética, y la necesidad de una mayor cooperación entre ellos. En marzo de 1957 se firmaba el Tratado de Roma y la creación de Euratom. Había nacido Europa.
El modelo económico y social de postguerra funcionó bien hasta 1973, cuando el embargo de petróleo que siguió a la guerra del Yom Kippur acabó provocando en unos meses una subida del precio del combustible del 400%. Para entonces, el sistema financiero mundial, basado en los acuerdos de Bretton Woods de 1944, ya hacía agua, en parte por el enrome déficit fiscal americano causado por la guerra del Vietnam. Las políticas económicas neoliberales que se implantaron en los años siguientes acabaron con el consenso social de la Edad de Oro europea. El papel del Estado en la economía se fue difuminando. Los sectores financiero y especulativo fueron los grandes beneficiados mientras que, al mismo tiempo, el continente comenzó a desindustrializarse. La otrora orgullosa y confiada clase obrera se resquebrajó, algo que luego usaron populistas de ultraderecha para lanzar discursos de odio y de exclusión. Aunque la economía del bloque soviético estaba podrida, en los años setenta parecía que el hombre enfermo del continente era Europa occidental (tuvieron que ser los bravos obreros e intelectuales polacos los que demostrasen al mundo libre, ya en 1980, la verdad). Ante la crisis, la respuesta de Europa no fue la vuelta al nacionalismo sino más unidad. En 1974 se creó el Consejo de Europa. En 1978 se decidió que el parlamento europeo fuese elegido por sufragio directo de los ciudadanos. En 1985, el presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, comenzó a trabajar para la creación de un auténtico mercado único, que finalmente vio la luz en febrero de 1986. Un mes antes, Portugal y España habían sido admitidas en la organización.
Hoy más que nunca hay que recordar que la libertad y la justicia han unido y han hecho prósperos a los europeos. Durante las cuatro décadas que siguieron a la derrota del terror nazi, y aun después, Europa encontró su fuerza en rectificar errores y en ahondar la cooperación entre los estados. Entretanto, por primera vez en más de cinco siglos, los europeos renunciaron a atacar a otras gentes -el continente dejó de ser opresor y colonialista- e interiorizaron el discurso de defensa de la paz y de los derechos humanos. Así hemos salido de nuestras crisis. Y hay que repetirlo, porque esta verdad dolerá siempre tanto a los que no tienen otra ideología que la del dinero como a los tiranos, sobre todo a los que presumen de saber mucha historia.