Exhumar al dictador: y romper el concordato de la democracia con el franquismo

Desde hace unos meses, en el Valle de los Caídos, una red de apoyo a la permanencia de los restos del dictador Francisco Franco en el recinto vigila la basílica, desde que abre al público hasta que cierra, para detectar cualquier señal que permita anticipar que el Gobierno inicia la operación de extracción de los restos del dictador para darles un tratamiento más democrático. La noticia de que el Tribunal Supremo no acepta la reclamación de la familia del dictador y da luz verde a su exhumación ha debido caer entre ellos como la entrada del hocico de un oso en una colmena. Sus horas de vigilancia, en la cafetería, en la Basílica, incluso en la hospedería, se van a intensificar de aquí al día en que la maquinaria para levantar esa pesada losa que lleva más de cuatro décadas arrastrada por nuestra democracia, sea alzada y apartada para permitir el acceso al cuerpo del dictador.

Para la amplia derecha española, esa que no ha terminado de comulgar con la democracia aunque haga uso de ella, se viene encima la profanación de una reliquia de la historia de España, el último salvador de las esencias de España, el fiel heredero del Cid Campeador y de los Reyes Católicos, el hombre que fue elegido por Dios para ser Caudillo por designación divina.

La exhumación de los restos del dictador Francisco Franco, reclamada desde hace años por sus víctimas, tenía por objeto normalizar nuestra democracia, desterrando su momia del territorio del Estado y privatizando su figura, entregándolo a sus opulentos herederos. Se trataba de que las víctimas de la dictadura dejaran de pagar con sus impuestos la tumba del dictador. ¿Se puede aceptar que una víctima financie la tumba de honor de su verdugo? En España se ha aceptado y se seguirá aceptando esa forma de maltrato hacia las víctimas de la dictadura, que han sido obligadas por el Estado democrático durante décadas a financiar el mausoleo del líder militar del fascismo español.

Que el Tribunal Supremo haya dedicado más tiempo a atender a la familia del dictador, para ver qué ocurre con sus huesos, que a las familias de las más de cien mil personas desaparecidas por la represión franquista explica de manera especialmente gráfica el concordato que se firmó en la transición a la democracia con el franquismo. Lo que de manera eufemística se ha llamado “franquismo sociológico” ha sido un franquismo que forma parte de nuestra cultura política, de nuestra fragilidad democrática y de la politización de los poderes del Estado, que van mucho más allá del judicial y alcanzan el poder educativo, mediático o diplomático.

Que durante 15 meses hayamos visto a la familia de un dictador echando un pulso, de tú a tú, con un gobierno democrático, nos explica la debilidad con la que la política se ha enfrentado a la dictadura. La familia del dictador ha conservado sus privilegios intactos durante cuatro décadas; ningún gobierno ha investigado el origen de su fortuna, las apropiaciones indebidas, el expolio a Patrimonio Nacional o los favores políticos que han recibido en democracia para multiplicar su patrimonio con la burbuja inmobiliaria.

Ningún gobierno hasta hoy ha rendido un homenaje a los hombres y mujeres que lucharon contra el dictador, que se jugaron la vida, que dejaron de lado sus proyectos personales y que apostaron por defender el regreso de una democracia en la que se abrieran de nuevo las urnas para acoger ideas iguales o contrarias a las suyas. Todos los gobiernos de la recuperada democracia han mantenido una política educativa que fabricaba ignorancia acerca del pasado reciente, que blanqueaba las biografías de los altos dirigentes del franquismo. Y todos planificaban la muerte silenciosa de víctimas y testigos para que en un futuro la dictadura se despojara de su terrible uso de la violencia, de su autártico apartheid en el que los vencedores disfrutaban de derechos y recursos del estado y los perdedores, defensores de la democracia, sobrevivían en el subsuelo de la pirámide social del que sólo pudieron salir en la mayoría de los casos formando parte de los casi dos millones de españoles y españolas que salieron del país en las dos décadas siguientes al final de la Segunda Guerra Mundial. Ningún gobierno ha trabajado para abrir la puerta de los juzgados a las víctimas de la dictadura, a las familias de los desaparecidos, a los homosexuales torturados, a las mujeres sin derechos, a quienes fueron saqueados por las autoridades franquistas o utilizados como esclavos por las grandes constructoras que actuaron en muchas ocasiones como testaferros del dictador.

El cuerpo de Franco ha permanecido intacto, como una reliquia, en el lugar que él mismo programó, sin que la democracia lo contradijera o tomara una decisión al respecto. Pero la recuperación de la memoria es, entre otras muchas cosas, una lucha por el significado del pasado y en los últimos años el significado de un monumento como el Valle de los Caídos se ha transformado hasta convertir los residuos del franquismo en una realidad incómoda para amplios sectores sociales.

El catolicismo ha sido en España una identidad política antes que una identidad religiosa. El de la transición a la democracia firmó un concordato con el franquismo para evitar obstáculos y esfuerzos. Pero el peso de ese pasado amable con la dictadura ha generado un duro coste político en nuestro presente. El cuerpo de Franco en la basílica del Valle es como el tapón de un desagüe. Simboliza muchas carencias democráticas, muchas injusticias con los padres y las madres de nuestra democracia, muchas personas que han muerto durante décadas con una enorme angustia por acercarse a la muerte sin haber podido enterrar dignamente a un ser querido y saber qué pasó.

Los restos de Franco, si el Gobierno actúa para trasladarlos, terminarán enterrados en un monumento que pertenece a Patrimonio Nacional. Una vez allí, sus víctimas seguirán obligadas a pagar con sus impuestos la tumba del dictador, en un gesto de gatopardismo. Que el dictador obedezca al Estado democrático es algo que no había ocurrido antes. Pero las víctimas de las cunetas, sus familias y una sociedad que rechaza las violaciones de Derechos Humanos seguirán reclamando un Boletín Oficial del Estado en el que se reconozca su defensa de los valores democráticos y la obligación de todas las instituciones del Estado de garantizar verdad, justicia y reparación y exhumar e identificar a todas las personas desaparecidas. Si el traslado de Franco es una declaración de intenciones de romper el concordato de la democracia con el franquismo, debe ser el principio de un proceso que termine con su impunidad, como si sus restos fueran trasladados al cementerio de un prisión, ese lugar que nunca ha pisado ninguno de los responsables de tanta violencia, tanto miedo y tanto dolor.