Llovía sobre Madrid, suave y mansamente. Gran expectativa y profusión de medios a las puertas de la sede de Podemos en Princesa. Sigue la huelga del taxi y las calles aparecen mucho más tranquilas que de costumbre. Uno a uno íbamos llegando a la convocatoria del CCE de Podemos, también silenciosos y un poco con el corazón encogido sin saber qué se iba a escenificar en esa sala en la que nos fuimos sentando, más cercanos que nunca por sus dimensiones no demasiado espaciosas.
Ninguno de los contendientes está presente y eso le da una cierta extrañeza al acto, que va discurriendo en un ambiente sincero y de cierta nostalgia, no sé si de tiempos mejores. Toca hablar a calzón quitado sin la presencia del líder ni la incomodidad de herir al acusado que, extrañamente, no puede comparecer en su propio juicio. De modo difuso percibimos que ha llegado la hora de poner al descubierto una herida latente que supura en las palabras de cada quien, pero cuyas raíces se hunden en la carne más profunda y sensible. Se habla de las inquietudes propias de gente que trabaja a pie de obra, ellas y ellos, como un inventario del mucho esfuerzo dedicado y de los logros conseguidos. Es como si cada quien deseara rendir cuentas de todo lo que ha hecho por Podemos y, de hecho, por la gente a la que nos debemos. Sentí que habíamos madurado, pero a cambio de perder la inocencia o la inconsciencia propia de los cinco años pasados a una velocidad de vértigo en la palestra política en la que nos hemos batido el cobre.
Tal vez entre la pasión y la urgencia del ajetreo diario, de los plazos inaplazables, de las votaciones internas y externas, de las imágenes y los juicios que nos devolvían los medios, de la gestión en parlamentos, ayuntamientos o círculos, de ordenanzas o proyectos de ley, de los gritos y los ecos de la calle o del tumulto de un mundo en crisis no habíamos percibido qué nos estaba pasando. Tal vez por todo eso habíamos apartado debates serios sobre el fondo de la cuestión. No había tiempo ni sosiego ni ganas de hacer un parón obligado. Pero está claro que cuando llaman a tu puerta y no quieres abrirla, la vida te la echa abajo. La herramienta que era Podemos para cambiar las cosas se había roto. La crisis mostraba su rostro sin paliativos.
No me preocupan en absoluto las crisis porque significan oportunidad. Como dicen los físicos, el Universo engendra desorden, es decir, caos. Es la segunda ley de la termodinámica. Se trata de una ley que siempre me producía vértigo, ya que está incardinada en la Naturaleza y significa que evolucionamos hacia un desorden imparable. Un verdadero fatum. Sin embargo, me liberó de esa inquietud leer el libro La nueva alianza de Ilya Prigogine. Fue Premio Nobel de Química en 1977 por su teoría de las “estructuras disipativas”, es decir, por su descubrimiento de que el desorden se puede compensar trabajando en sentido contrario, es decir, disipando la energía, pero, si el caos llega a su punto máximo, entramos en la fase de las bifurcaciones. Es el momento más interesante. Si insistimos en el caos, el sistema colapsa, pero antes de hacerlo intenta vías de escape, bifurcaciones, oportunidades. Si el sistema es capaz de encontrar entonces una vía evolutiva, ese sistema da un salto de carácter cualitativo.
Su ayudante, Isabelle Stenger, aplicó este principio al mundo de la Sociología y comprobó que sucede lo mismo con los grupos humanos. Cuando un grupo humano llega a un nivel extremo de caos reacciona igual, pero con la condición de que para no colapsar y poder evolucionar ha de cambiar sus creencias, que es lo más arraigado que tenemos. No sus teorías, ni sus gustos, ni sus modos, sino sus creencias. Y me preguntaba si Podemos sería capaz de cambiar algunas de sus creencias y dar un salto al siguiente nivel evolutivo.
A riesgo de equivocarme, trataré de ajustar algunas de esas creencias. Ya no somos una herramienta para cambiar la realidad, sino un grupo humano en busca de su propio sentido y del sentido del mundo; un grupo de mujeres y hombres comprometidos consigo mismos e involucrados con la sociedad que nos ha tocado vivir. No se trata ya de ser más de izquierdas que nadie, sino de ser vanguardia con todos los retos que ello supone en un mundo tan cambiante como el nuestro, que avanza tras la inteligencia artificial, el dataísmo o la tecnobiología, sin otra dirección que no sea el lucro, hacia el algoritmo final que regirá nuestra existencia. Con análisis políticos y sociales del siglo XIX ya no vamos a ninguna parte en los albores del XXI. Tampoco podemos ser un partido al uso, porque esos ya no reflejan la compleja sociedad que nos rodea. En definitiva, que tenemos que reinventarnos. Todos los estatutos, protocolos, normas y organigramas tendrían que caber en una hoja de papel, porque el mapa no es el territorio. Para eso hay que creer en la inteligencia colectiva y en la buena voluntad de la gente, en lugar de instalarnos en sospechas recurrentes que van minando ambas cosas.
En cuanto a lo que necesita hoy la ciudadanía de las y los políticos es una protección real frente al desamparo, una empatía amorosa con nuestra condición vulnerable, una mano tendida en esta carrera de fondo que es la vida, una alegría contagiosa por compartir lo común, las condiciones materiales para crecer en formación, en bienestar, en libertad, en acogida; el compromiso que nos permita crear un futuro y alcanzar nuestros sueños en un planeta sostenible. Mediocres, fríos y calculadores abstenerse. Hay que exigir a la clase política una calidad humana ejemplar tan importante como su capacidad de gestión y que olvide su tablero político de solucionar los conflictos por la guerra, algo tan odiosamente patriarcal. “Dormíamos, despertamos”, se ha inmortalizado en la Puerta del Sol. Tal vez sea la hora de despertar como hicimos entonces.