Falta empatía y humildad

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A veces las cosas son tan evidentes, incluso ante el barroco mundo de la diplomacia, que no sorprenden. La no invitación a Felipe Borbón a la toma de posesión de la primera presidenta de México, Claudia Shainbaum, ha generado una sacudida de hiperventilación patriótica y de indignación que conviene matizar.

Siempre es bueno ir más allá de los titulares de prensa: intentar indagar las razones de decisiones que no son nunca caprichosas. Y mirar a 2019, cuando Manuel López Obrador, presidente de México, escribió al rey de España y este no le respondió. Un ninguneo de niño caprichoso impropio de un jefe de Estado en las mínimas reglas diplomáticas de las relaciones internacionales. 

Y no hay más. O sí, en realidad. Indagamos más y la no respuesta de nuestro jefe del Estado viene al caso de un asunto que es de enorme sensibilidad en la sociedad mexicana y no de ahora, frente a la ausencia de un debate profundo en España sobre la conquista de América, fuera de determinados círculos intelectuales y académicos o de organizaciones políticas. 

Y estalla la previsible hiperventilación patriótica: una sobreactuación del Ministerio de Asuntos Exteriores victimizando la figura del rey y solicitando comparecencia en el Congreso para explicar este incidente –la posición del PSOE sobre la monarquía empieza a ser digna de estudio sobre el contorsionismo político– y el PP buscando su hueco de oportunidad perdida de partido de Estado en un campo identitario de nacionalismo español rancio.

El jefe del Estado español, que no es ignorante de esta realidad, pudo haber contestado con reconocimiento a lo escrito por López Obrador, matizando su posición, rechazándola cortésmente invitando a un encuentro futuro al respecto o tirando balones fuera. Pero lo que no puede hacer un jefe de Estado a otro, y menos uno de España a otro de México, es no contestar, como un aristócrata de viejo régimen a peticiones de favor incómodas de un no igual. 

Faltó empatía, además de educación en su mínima exigencia, de Felipe Borbón en la falta de respuesta a un igual, en este caso elegido democráticamente por su pueblo, como es el presidente de la República de los Estados Unidos de México. Y sobró prepotencia de quien precisamente basa su legitimidad en el legado de una dinastía histórica que llega más allá de los 500 años desde que se inició la conquista de América y apenas 214 desde que México adquirió la independencia.

Así que convendría empezar a no extrañarse de estas reacciones venidas de otros países y otras sociedades, y empezar a hacer en nuestra sociedad un ejercicio de humildad, empezando por el jefe del Estado, tomando nota el Gobierno, y empujando a un encuentro de reflexión desde amplios sectores de la sociedad española sobre esta asignatura pendiente. Solo así podrá abordarse, y estoy convencido de ello, desde el otro lado del Atlántico el legado recibido por quienes, descendientes de quienes se asentaron en los territorios colombinos, son también responsables de las profundas desigualdades estructurales que han asolado aquellas tierras y de la exclusión de las comunidades indígenas que vienen siendo reivindicadas coincidiendo precisamente con gobiernos como el de Morena y su cuarta transformación, cuyos éxitos le convierten en un presidente con un 80% de aceptación popular en el final de su mandato no renovable. Quizá debamos aprender de estas experiencias políticas, de quien como presidente eleva su grito contra la corrupción, el clasismo y el racismo y en apoyo a las personas migrantes. No escucharemos a Felipe Borbón hablar nunca de ello. 

Será, pues, el mero hecho de afrontar un diálogo entre sociedades y entre pueblos desde la empatía –ponerse en el lugar del otro– y la humildad –reconocer errores del pasado de los que no fuimos responsables pero sí somos herederos–, el inicio de una superación real de este diálogo necesario para una etapa multipolar de las relaciones internacionales, y que necesitamos en España, lejos de la construcción irreal de un figura como la del monarca que en modo alguno suscita consenso ni la simpatía que venden desde el sistema.

Lo ha hecho hasta la Iglesia católica, ¿no lo haremos nosotros?