El feminismo no tiene un debate respecto a las personas transexuales

Presidenta del Consejo Asesor de Políticas de Igualdad del PSOE —

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Desde que la Ilustración alumbró las sombras que se cernían sobre Europa, el feminismo ha sido la vindicación constante de la igualdad de mujeres y hombres, de los mismos derechos y las mismas oportunidades, también de las mismas obligaciones. Tres siglos de formación de un corpus teórico: el feminismo es una teoría política y una ética. El feminismo persigue la transformación social bajo la consigna de la justicia social y la igualdad entre mujeres y hombres propugnando la emancipación de las mujeres.

Y debate, claro que debate. Lleva tres siglos debatiendo. Y llegando a consensos, al planteamiento de una agenda. Esto es, delimitando el ámbito propositivo y no quedándose en el meramente teórico.

Los más recientes han sido sobre el feminismo de la igualdad y de la diferencia en los setenta, sobre el propio posmodernismo y también sobre el sujeto del feminismo, en los noventa… tenemos a Fraser, a Nussbaum, a Benhabib y muchas otras debatiendo con –o rebatiendo a–  la propia Butler. Lo que se pretende presentar como algo novedoso no es nuevo.  Quienes llevamos años estudiando el feminismo en fondo y forma lo conocemos bien. Suele ocurrir que conocer la genealogía de un pensamiento contribuye a ordenar bastante las ideas e intuir por dónde pretende socavar los avances conseguidos. Y si no es nuevo, ¿por qué ahora se presenta con tal beligerancia?

La deriva posmoderna ha contribuido a la liquidez de todo. Se mezcla, cuando no lo alienta, el auge de las políticas de identidad, que tan bien le funcionan a la ultraderecha, directa e indirectamente. Directamente por la proliferación –y los conatos– de regímenes iliberales. Indirectamente, porque está induciendo a la fragmentación de la izquierda. Ahora las identidades se enarbolan por la derecha y fragmentan la lucha en la izquierda, beneficiando al neoliberalismo más salvaje e impidiendo que se consolide un proyecto transformador cuyo fin sea la justicia social. Es el “divide y vencerás” de siempre revestido de nuevas palabras.

El auge de estas políticas supone para las mujeres una trampa añadida: vuelven a situarnos en la posición de un grupo discriminado, igual que lo son las minorías étnicas o las personas con discapacidad. Hay un sistema de opresión que se llama patriarcado sobre el que se sustenta no solo la dominación de un sexo por el otro sino la propia superviviencia del sistema, en base al trabajo gratuito y no reconocido de las mujeres y a la asunción por parte de éstas de todo lo relacionado con el sostenimiento de la vida humana. El trabajo reproductivo en el más amplio sentido del término. Un sistema que, si bien mejorado en una pequeña parte del mundo (occidental), convierte a las mujeres en propiedad de los hombres y cuya peor y más salvaje cara es la violencia. Hay una opresión, el patriarcado, que provoca discriminaciones. Pero las mujeres no somos un colectivo discriminado, somos más de la mitad de la población. Además, el feminismo es un proyecto ético-político, no es una política identitaria.

En toda esta amalgama, una causa que nunca había provocado más que solidaridad y acompañamiento en la reivindicación de derechos, ahora pretende presentarse como “un debate en el feminismo”. El feminismo no tiene un debate respecto a las personas transexuales. El feminismo, en todo caso, tiene un debate respecto a la teoría queer y sus implicaciones. No hay una equivalencia entre las personas transexuales y la teoría queer, por más que a muchos les interese presentarlo así, aderezado además con posiciones maximalistas al modo de “la paz o la guerra”, “el bien o el mal”, “la integración o la discriminación”, “la libertad o la opresión”. Así es más fácil, sin duda. Pero ya sabemos que el diablo está en los detalles. Se trata de debates impostados, simplificaciones que hacen más fácil sostener los maximalismos a los que me acabo de referir: identificar LGTBI, o concretamente transexualidad, con queer; asimilar una crítica a lo queer con la negación de los derechos de las personas transexuales. Es tramposo.

Y desde luego, no se trata de una cuestión ontológica sino de la plasmación de derechos y de su garantía en el ordenamiento jurídico. Su garantía, no solo para hacerlos realidad, sino para no dejarlos al albur del gobierno de turno. Para consolidarlos y que no sean revocados. Para que no haya quien, recurriendo al Tribunal Constitucional, y tenemos experiencia en esto, pueda frenarlos.

También, su garantía en el sentido de que los derechos nunca son absolutos y deben traducirse y encajarse en un ordenamiento jurídico, sin que colisionen con otros. Esta no es una característica particular, sucede con todos y cada uno de los derechos. Se trata, por tanto, de discernir cómo la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad, deben situarse, como todos los derechos, en el marco de la seguridad jurídica y cómo hacerlos efectivos. Las leyes no sirven para resolver debates teóricos, sino para garantizar derechos.

Un ejemplo fue el ímprobo trabajo para sacar adelante la Ley de Violencia de Género. La rigurosidad de cada planteamiento estaba sólidamente fundada, tanto, que todas las cuestiones y recursos de inconstitucionalidad presentados fueron desestimados.

El feminismo nunca ha sido ni es “transexcluyente”, ¿a quién beneficia este postulado? ¿Quién lo está fomentando? Puede que un activismo importado, con muchas palabras en inglés, que intenta suplantar los espacios tan duramente conquistados. El feminismo siempre ha acompañado otras luchas, como la del colectivo LGTBI, porque su proyecto es de transformación social y abandera la justicia social. El feminismo siempre será un aliado.  

El interés por resaltar y agrandar las diferencias y las discrepancias solo benefician a la ultraderecha y al neoliberalismo. No nos equivoquemos de enemigo.