El feminismo tiene que ponerse a pensar

Luisa Posada Kubissa

Profesora en la facultad de Filosofía de la Complutense —

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El activismo ha sido siempre una seña de identidad del feminismo. Así, por ejemplo, la ola sufragista fue un movimiento imparable durante casi cien años por la conquista del voto femenino. Y esa gran ola recaló en una cascada de teóricas en cadena que, sin dejar el ámbito reivindicativo, se pusieron a “pensar el pensamiento” de su momento desde las claves de la crítica feminista. Me estoy refiriendo a las grandes figuras del neofeminismo, a partir de Simone de Beauvoir, como son Betty Friedan, Shulamith Firestone o Kate Millet en los años 60 y 70 del siglo XX, que aportaron conceptos y teorías con las que hoy se mueve el bagaje feminista de análisis.

En nuestros días el feminismo sigue siendo reivindicativo. Y ha aglutinado a muchos sectores sociales y a muchas mujeres jóvenes, que se están alzando contra la pervivencia del patriarcado y, sobre todo, contra su violencia estructural. Frentes como la prostitución y los vientres de alquiler ocupan también a una buena parte del feminismo que escribe, debate y se moviliza en contra de su regulación. Y hay una producción teórica, que también es activismo feminista y que da cobertura a “las luchas y anhelos de una época”, por decirlo en palabras de Marx cuando definía qué es la teoría crítica.

En estos terrenos de la praxis política el feminismo sigue ganando batallas. Pero en el terreno del pensamiento podría advertirse que parece perderlas. Buena prueba de ello es que, cuando todavía no estamos en condiciones de hablar de un postpatriarcado, el postfeminismo es una expresión cada vez más extendida y aceptada. Y eso no es inocuo: responde a un imaginario propio de una parte del pensamiento contemporáneo, que ha decretado el acta de defunción de todas las grandes reclamaciones de la modernidad anterior. Y, entre ellas, la de la igualdad. Lo que se aplica además a la demanda de la igualdad entre los sexos. Todo esto, simplemente, habría caducado.

Como también estaría caduco el propio sujeto que protagonizó las luchas del pasado y, para lo que nos interesa aquí, esto incluiría al sujeto político feminista. Porque el sujeto no serían las “mujeres”, esta es otra ficción a deconstruir para dar paso a una coalición de identidades variables que se alían en su resistencia al orden heteropatriarcal. Que, además, no es sólo un orden de dominación heterosexual, sino un orden de dominación cisheteropatriarcal. Con esta denominación (¡que ya es para nota!) se trata de designar algo así como un sistema de dominación heterosexual jeraquizado por lo cis (personas que se identifican con el sexo y el género atribuido al nacer y que se opone a las personas trans).

En esta sopa de sufijos, es imposible abrirse paso con mayor claridad, pues nos movemos en un proceloso y sombrío bosque de letras. Pero algo parece claro: se trata de abatir lo que ha conformado y conforma el feminismo y su sujeto histórico. Y esta estrategia puede que no constituya parte del debate social, pero sí se muestra como una de las líneas en auge del pensamiento de nuestro presente. Y hay que afrontarlo.

Hay que afrontarlo porque el pensamiento, cuando se repite y se repite, acaba permeando la propia dialéctica social. Y hay que afrontarlo en el terreno donde el pensamiento afronta el pensamiento, que no es otro que el terreno del pensamiento mismo. Quiero decir que, además de las necesarias reivindicaciones y del activismo, el feminismo ha sido y es un pensamiento potente, una teoría crítica, que tiene que dialogar con los discursos subyacentes a cada presente, para recoger de los mismos lo que le interesa reutilizar –como por ejemplo lo hicieron las feministas de los 60 y los 70 con el marxismo y el psicoanálisis– y para detectar y desactivar lo que va en contra del proyecto de emancipación que el feminismo es.

La impugnación al sujeto político mujeres y la voluntad de encasillarlo como una diversidad más, tiene su suelo teórico en los planteamientos de la postmodernidad queer. Estos planteamientos, importados de los discursos académicos confinados a las universidades norteamericanas, encontraron eco también en nuestro entorno académico. El feminismo tiene que “pensar este pensamiento” y conocer los fermentos que lo han abonado. Y sobre todo sospechar de que se produzca justamente ahora, cuando en un mundo dominado por la lógica neoliberal el feminismo está volviendo a ser un movimiento emergente, incómodo y resistente a esa lógica.

Hoy el feminismo sin duda está tan diversificado como las propias variables con las que interactúa: eso quiere decir que hay que hablar de “raza”, de etnicidad, de ecofeminismo, de grupos de mujeres negras, chicanas o racializadas en general, de mujeres emigradas, de preferencias sexuales… Y todo ello compone una red de variables, que son variables de opresión y que, lógicamente, diversifican los intereses de las mujeres según su relación con cada una de ellas. Pero que se dé un espectro tan diversificado en el feminismo no significa entonar sus cánticos funerarios, o venir a declarar su momento post.

El feminismo no está ni mucho menos muerto y enterrado, no está ni mucho menos kaputt: frente a lo post, lo trans, lo cis, etc., puede decirse que constituye hoy la última gran teoría crítica resistente al presente neoliberal y patriarcal. Y las mujeres en todo el mundo, con sus “múltiples diferencias que intersectan” (como lo expresa la filósofa feminista Nancy Fraser), están protagonizando esa resistencia y dando buena cuenta de algo que es un hecho palmario, para pensarlo más allá de todo debate estéril: que son un sujeto político vivo.