Cuando oigo hablar de “feminizar la política” se me viene a la cabeza la reflexión que la filósofa Celia Amorós hacía ya en el 2005, cuando escribía: “¿Nos echan de la polis por ser masculina? ¿o más bien nos hacen creer que es masculina porque nos echan?”. En cualquier caso, lo que parece claro es que el ámbito de la política se ha constituido como el ámbito de los pactos patriarcales y ha hecho elisión de las mujeres.
Sin duda es un objetivo deseable humanizar la política, con valores que, más allá de la agresividad o la competitividad, radiquen en la solidaridad y la inter-dependencia, y pongan en primer plano la necesidad del cuidado. Pero, que estos valores se hayan asignado a las mujeres no significa que sean “femeninos” por sí mismos y que llevarlos al ámbito de la política sea “feminizarla”. Porque entonces estamos aceptando de entrada que la política es masculina, nos estamos creyendo el relato más androcéntrico para justificar que las mujeres no tengan acceso a la plaza pública.
Hablar de “feminizar” la política es equivalente a hablar de recambiar los “valores masculinos” por otros asignados a lo femenino, con lo que ya a priori se parte de que hay una distinción neta entre valores femeninos y valores masculinos. Y que de lo que se trata es de sustituir los segundos por los primeros. Más que de un discurso sobre la construcción socio-simbólica de la diferencia entre ambos tipos de valores, asistimos así a un discurso cuasi-ontológico que parece apelar a una suerte de “estado de naturaleza” donde, antes de la cultura y como orden previo, pudiera evocarse una suerte de identidad femenina.
Este discurso, tan viejo como androcéntrico, piensa lo femenino como sinónimo de madre, de madre-cuidadora, de madre-naturaleza: de madre-doméstica, en fin. La pretendida revalorización de lo femenino por esta vía está ya en discursos tan poco ilustres como el de Rousseau, cuando en su Emilio o de la educación en el siglo XVIII, escribe sobre los sexos con el objetivo de sancionar la desigualdad entre ellos y relegar a las mujeres de los asuntos políticos en virtud de determinadas características femeninas “naturales”.
Habremos, sin embargo, de conceder el beneficio de la duda a esta proclamación actual de “feminizar la política” y suponer que sus fines no coinciden con los fines del patriarcalismo rousseauniano. Sus fines serían alcanzar una sociedad más humana, más justa y menos embarcada en los valores de un sistema neocapitalista depredador. Pero, ¿siempre es bueno para las mujeres hacerlas iconos de un catálogo de valores específicos y deseables para una humanidad mejor? Y, ¿de dónde sacar ese catálogo si no es de lo que el propio patriarcado ha reconocido como femenino cuando nos ha reconocido como “nada más que mujeres”, como lo dice Susan Wolf? Y, aún más, ¿queremos ser reconocidas en estos términos? Pero ¿acaso hay otros en los que reconocernos como mujeres?
En definitiva, si es el propio pensamiento patriarcal quien ha establecido estos valores como femeninos, es el propio pensamiento patriarcal quien, al reivindicarlos, “feminiza” la política. Y, por lo tanto, sigue siendo el propio pensamiento masculino el que establece lo que ha de ser y lo que no ha de ser la política. Ahí las mujeres nada tenemos que ver: como decía Francois Collin, se trata de hablar de “lo femenino sin las mujeres”. Porque las mujeres, desde un sano nominalismo, son individuas singulares y concretas, determinadas, que pueden participar en la política como tales. Cuando su participación parte del discurso feminista, estas mujeres se convierten en agentes de un proyecto de emancipación político y social que, ya de por sí, es requisito para una sociedad y una política, antes que “feminizadas”, simplemente “humanas”.
Asistimos, por tanto, en la reclamación de “feminizar la política” a un nuevo discurso que, haciendo abstracción de las mujeres singulares y concretas, determinadas en sus condiciones materiales de vida, se presenta como un discurso normativo sobre lo femenino. Lo femenino se asocia al cuidado, a la solidaridad, a la comunidad y es reclamado ahora como esencialmente constitutivo de una nueva forma de política.
Pero, como el feminismo es, en términos de Amelia Valcárcel, una “filosofía de la sospecha”, cabe ahora que sospechemos de ese denodado impuso por “feminizar la política”. Pues, ¿en nombre de quién se reclama? Y, ¿por qué se reclama ahora, justamente ahora, cuando las mujeres empiezan a emerger en el ámbito de la política pública?
La voluntad política para “feminizar” este ámbito no puede ser confundida con valores tradicionalmente asociados a las mujeres. La voluntad política para hacer de la política otra cosa es una demanda colectiva, de mujeres y hombres, en su enfrentamiento con las inhumanas condiciones de la política neoliberal y neocapitalista. Hacer coincidir esa demanda justa y necesaria de un cambio en la política con un intento de “feminizarla” es caer de nuevo en una de las acepciones de la mala fe de la que ya hablaran los filósofos Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir: es negar la libertad en orden a una supuesta necesidad, que en este caso sería la necesidad de apelar a valores supuestamente femeninos como necesarios cuando a lo que hay que apelar es a la libertad de enfatizar los valores que ambos sexos tienen en común en tanto que humanos.
Seguir inmersos e inmersas en la misma trampa patriarcal, esto es, en reclamar unas identidades masculinas y femeninas con unos valores propios, más allá del discurso androcéntrico y patriarcal que las ha establecido como tales, es no querer mirar más allá de los estereotipos de género que, por cierto, nunca han resultado favorables a las mujeres en su realización como seres humanos, nada más y nada menos que humanos.
En resumidas cuentas, si nos interrogamos sobre quién “feminiza la política”, la respuesta a este interrogante es: de nuevo, no nosotras, las mujeres. De nuevo estamos ante un escenario del pensamiento patriarcal que, en este caso, nos sitúa en las redes categoriales y simbólicas de su propio pensamiento en el que nos aprisiona: proyectadas de nuevo como la sombra de la caverna platónica que es androcéntrica y masculina por excelencia y que nos utiliza como pro-yección de sus propio intereses.