No es una perogrullada, se lo aseguro: sin dinero no hay políticas públicas, y sin una financiación suficiente y adecuada no es posible proteger los derechos de la ciudadanía. Como diría el gran jurista Cass R. Sunstein, los derechos, cualquier derecho, son siempre servicios públicos financiados mediante impuestos para mejorar el bienestar colectivo e individual. En los Estados compuestos como el nuestro, esta cuestión se entrelaza con el nivel de solidaridad que ha de existir entre los distintos territorios del país, pero ello no altera la idea de fondo. En España, por ejemplo, las comunidades autónomas gestionan materias como educación, sanidad o políticas sociales, y es evidente que deben contar con recursos suficientes para ejercer sus competencias sobre las mismas. El debate sobre la financiación autonómica es, en realidad, un debate sobre el Estado de bienestar que queremos, y su importancia no puede ni debe subestimarse.
Hagamos un poco de historia. Desde la aprobación de la Constitución, el sistema de financiación autonómica ha sido modificado en seis ocasiones, dando origen a un debate en el que no han faltado zancadillas, enfrentamientos y acusaciones cruzadas entre distintas comunidades autónomas. Hay que reconocer, sin embargo, que esta evolución ha permitido corregir los desajustes a medida que se iban produciendo, así como aumentar la autonomía financiera de estos entes públicos e iniciar el camino de la corresponsabilidad fiscal, lo que sin duda constituye un avance significativo en términos de autogobierno. En general, puede afirmarse que los factores que hicieron posible un relativo consenso en las sucesivas reformas de la financiación autonómica fueron la progresiva descentralización de los recursos y el aumento de los mismos por parte del Estado, facilitando de este modo el asentimiento de las comunidades autónomas. Conviene recordarlo: la última modificación, acometida en 2009, supuso la aportación de recursos adicionales a cargo del Estado por valor de 8.600 millones de euros.
Esta perspectiva nos permite entender mucho mejor los términos del debate sobre la financiación autonómica. Desde algunos sectores se insiste, a mi modo de ver con razón, en que el actual modelo es injusto e insolidario, y se afirma que perjudica especialmente a la Comunidad Valenciana, lo cual es igualmente cierto. De hecho, somos la única comunidad autónoma que presenta un saldo fiscal negativo a pesar de tener una renta per cápita inferior a la media, y es evidente que esta circunstancia compromete el bienestar de la ciudadanía. Como ha reconocido el Gobierno de España, la infrafinanciación valenciana ha multiplicado el endeudamiento de nuestra Comunidad, y esta es una realidad que necesariamente ha de abordar la reforma de la financiación autonómica. El sistema actual adolece de un problema de distribución de los recursos entre los distintos territorios, y parece razonable que el criterio de la población prime en el futuro reparto de los fondos autonómicos.
Ahora bien, aunque a algunos les cueste reconocerlo, este no es el único problema que plantea la reforma de la financiación autonómica, ni siquiera es el más importante. Como vamos a ver enseguida, el principal problema es la insuficiencia financiera de las comunidades autónomas, que se traduce en una creciente escasez de recursos para gestionar eficazmente sus competencias. Un reciente y muy documentado estudio cifra en 36.000 millones de euros el aumento de los recursos que sería necesario para satisfacer las necesidades de gasto social de las autonomías durante los próximos diez años, lo que supone un incremento medio anual del 2,1 por ciento para el conjunto de las mismas. Este dato, u otros similares que podrían citarse, sitúa la cuestión de la financiación autonómica en un terreno muy distinto que apunta hacia el subdesarrollo de nuestro Estado de bienestar. Que nadie lo dude: si las comunidades autónomas dispusieran de los recursos que realmente necesitan, el debate sobre la distribución de los mismos sería mucho más sereno y los demagogos tendrían muy poco espacio.
Este planteamiento, ligado a la idea federal de gobierno compartido, permite poner el foco sobre cuestiones habitualmente excluidas del debate público. La primera es la necesidad de una reforma fiscal que persiga a los defraudadores e integre en la base tributaria del país a los sectores privilegiados que han estado tradicionalmente exentos. Una reforma que, por cierto, debería establecer un suelo tributario para impedir que la cesión de determinados impuestos a las comunidades autónomas derive en prácticas de competencia fiscal como está ocurriendo en la Comunidad de Madrid. La segunda cuestión que emerge de este enfoque es la necesidad de romper con las políticas de austeridad incorporadas al artículo 135 de nuestra Constitución, que perpetúa el déficit social y aboca a las comunidades autónomas a competir por unos fondos cada vez más escasos. Aunque su aplicación ha sido suspendida a causa de la pandemia, las necesidades de los entes autonómicos a corto y medio plazo son incompatibles con las reglas fiscales contenidas en dicho precepto y desarrolladas en la Ley de Estabilidad Presupuestaria.
En definitiva, el problema de la financiación autonómica no es técnico, sino político, y tiene que ver con el modelo de Estado y la reforma de la Constitución en un sentido federal. Por supuesto, las reglas fiscales del artículo 135 CE deben expulsarse del ordenamiento constitucional, pues constituyen un obstáculo insalvable para una reforma duradera y estable de la financiación autonómica. Pero no sólo eso. La Constitución federal debería también establecer los principios y criterios fundamentales en esta materia, evitando la desconstitucionalización de una cuestión esencial que no puede dejarse al albur del legislador ordinario, como sucede en la actualidad. Y, por último, tendría que atribuir a un Senado federal y verdaderamente representativo de las comunidades autónomas el poder de decisión sobre tan delicada materia, limitando el protagonismo del Consejo de Política Fiscal y Financiera, que carece de justificación constitucional.
La reforma de la Constitución es una necesidad histórica, especialmente en lo que atañe al modelo territorial. El replanteamiento de la financiación autonómica puede y debe ser el primer paso hacia un nuevo federalismo que dé respuesta a los grandes problemas ecológicos, sociales y territoriales de España. Defender la reforma de la Constitución es defender la Constitución.