Este martes se produjo una escaramuza, una más, a cuenta, no ya de la ley de amnistía, sino de los procesos que conciernen de un modo u otro a políticos o cargos y excargos de ideología independentista relacionados con el procés. En todas esas ocasiones de tensión ha destacado siempre un hecho común: surgía una interpretación de la ley que, aun siendo a veces –no siempre– factible, era adversa a los reos. Existiendo la posibilidad de imputarles por desobediencia, se prefirió exageradamente imputar por delito de rebelión, lo que no fue avalado ni por la justicia alemana ni por la justicia belga. Cuando se trataba de optar como medida cautelar por la prisión provisional o por otra más leve pero igualmente efectiva, se prefirió encarcelar a personas que comparecieron voluntariamente ante la autoridad judicial. Cuando, ya condenados los reos, se planteó liberarlos en aplicación del tercer grado penitenciario, se exhibió la original teoría, no carente de cierta teología, de que no se habían arrepentido. Cuando se trataba de aplicar los indultos que, por cierto, fueron los más extensamente motivados de la historia de la democracia, se volvió a recurrir a esa teoría del arrepentimiento, entre otros argumentos jamás utilizados en ningún otro caso precedente. Y ahora que estamos, no ante una decisión gubernamental –como fue la de los indultos–, sino frente a una ley aprobada por el Parlamento –el representante de la soberanía popular, es decir, nosotros–, resulta que se alega que puede interpretarse la ley de manera contraria a lo explícitamente deseado por el legislador y expresado mil veces en los debates parlamentarios y en los medios de comunicación. Y así se afirma que el legislador no habría querido amnistiar el delito de malversación por el que fueron condenados e indultados algunos de los reos, pero del que todavía son presuntamente inocentes –no se olvide– los que no han sido juzgados por sentencia firme.
Los juristas somos especialistas en buscarles las vueltas a las palabras expresadas en una ley en busca de una interpretación que ampare la interpretación que nos interesa. Sin embargo, esa tarea es propia de abogados, en defensa de su cliente, y es legítima. Pero en un proceso penal, tanto fiscales como jueces deben buscar siempre la interpretación más favorable al reo. No hay alternativa, y no solamente porque las normas penales deban interpretarse siempre de este modo según una especie de principio general de humanidad inmanente a cualquier norma penal. En realidad se trata de un mandato constitucional establecido en el art. 24.2 de la Constitución Española, concretado en el derecho fundamental a la presunción de inocencia, que como clave de bóveda del proceso penal que es, irradia sus efectos en cualquier fase de dicho proceso. Siempre que una norma pueda ser interpretada de manera favorable al reo, debe hacerse de este modo por fiscales y jueces. No se pueden agarrar a ningún resquicio, mucho menos acudiendo a la simple literalidad de la ley, para hacerle decir a la norma lo que es clamoroso que el legislador no quiso decir. Y es que lo que quiso decir el legislador está ampliamente explicitado en la exposición de motivos o preámbulo de la propia ley, sin ir más lejos.
Intentar darle más vueltas a esa ley en busca de la interpretación deseada muestra algo que a día de hoy es obvio: a no pocos jueces y fiscales no les gusta la ley de amnistía, como expresaron incluso manifestándose públicamente contra la misma, en la calle y hasta en las redes sociales, en una exhibición ideológica que va a ser inolvidable, sobre todo porque ojalá sea insólita en la Historia del Derecho español y no vuelva a repetirse jamás, ni en este ni en ningún otro caso, sea cual fuere el contenido de la ley con la que discrepen. Los jueces –también los fiscales– deben guardar su imagen de imparcialidad e independencia, y esas manifestaciones públicas, expresamente desaconsejadas además por la normativa internacional, en absoluto ayudan a la conservación de esa imagen.
En este último capítulo, los mismos cuatro fiscales que acusaron por rebelión –nada menos– y que fueron ampliamente corregidos por el Tribunal Supremo en su sentencia, argumentan ahora, en pocas palabras, que el legislador ha dicho cosa diferente de la que quería decir. Y para ello redactaron un extensísimo informe deprisa y corriendo que fue desautorizado por su superior, lo que vuelve a ser insólito en un órgano como la Fiscalía, que se caracteriza por su estricta dependencia jerárquica y en la que ningún fiscal, ni siquiera del Tribunal Supremo, puede ir por libre. Pero aún siendo manifiesta la opinión de la Fiscalía General del Estado, esos fiscales han forzado la celebración de una junta –prevista legalmente– cuyo resultado ha sido favorable a la opinión de su superior, que no es otra que la misma del legislador, suficientemente clara, como no puede ser de otra forma. Y aunque la interpretación de la Fiscalía General no hubiera ganado esa votación, dicho fiscal podía hacer prevalecer su decisión como superior, que esos fiscales inferiores deben acatar, como así lo harán, ahora ya sin ninguna duda.
Queda ahora la Sala Segunda del Tribunal Supremo. A priori cabría decir que no tiene margen para hacer nada diferente a lo que solicite la Fiscalía, que es la aplicación, sin excusas ni interpretaciones creativas, de la ley de amnistía. Es más, aunque la interpretación del Alto Tribunal fuera contraria a la de la Fiscalía, mantener que la ley no es aplicable a los reos por cualquier pretexto no sólo supondría escoger entre dos interpretaciones posibles la más desfavorable, lo que, insisto, es contrario al derecho fundamental a la presunción de inocencia. Además, se estaría adoptando una postura claramente inquisitiva, dado que ante la contundencia de la ley no cabe ya confiar en que el enésimo actor popular inopinado, sesgadísimo ideológicamente, decida mantener la acusación en un ulterior proceso. Sería una maniobra tan sumamente forzada, y nuevamente insólita, que puede que el mismísimo Tribunal Constitucional no tardara en corregirla. Tal vez la gravedad de lo sucedido âjueces desacatando expresamente una ley– ni siquiera le pasara por alto al Tribunal de Justicia de la Unión Europea y al propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
La discrepancia ideológica es legítima, tanto como la jurídica. Pero no es admisible orientar ideológicamente la interpretación jurídica, sobre todo cuando ataca frontalmente la voluntad del legislador, nuestra voluntad como pueblo. Claro está en que no siempre la mayoría del Parlamento refleja la mayoría social sobre un punto determinado. Pero para resolver esa discrepancia están las elecciones. Si pudiéramos desobedecer una ley cada vez que creemos que esa norma no refleja la mayoría social, nuestra democracia sería imposible. Es más que probable que eso ya lo entendieran los políticos independentistas. Sería deseable que ahora otros actores ideológicamente adversos al independentismo no nos hagan vivir otro momento procesista. Esos instantes pueden estar cargados de fuegos artificiales, tan espectaculares. Pero, en este momento institucional de nuestra historia, no sirven absolutamente para nada. Para nada democráticamente útil, al menos.