En medio de la polémica por la Ley Trans que el martes aprobó el Consejo de Ministros, los menores queer no hemos pasado por alto que las personas transexcluyentes hoy se aferran a un argumento con el que consiguen una gran repercusión social: su preocupación por los niños, niñas, niñes y adolescentes, en teoría el lado más vulnerable de la sociedad. Ante nuestra sorpresa un grupo de extremistas quiere posicionarse como “las defensoras de la infancia” atacándonos.
Llevo viviendo “lo trans” desde que tenía diez años. Se podría decir que vivo en una pequeña utopía en la que nos preguntamos los pronombres antes de los nombres; somos todes género fluido y bisexuales, y esos pronombres los coleccionamos como cromos de Pokemon: she/they, it/its, they/he. Identidades nuevas que ponen nerviosos a muchos.
“No mutilen a los niños” escriben en artículos y libros diseñados para instigar y provocar miedo. Tengo más amigos trans que toman antidepresivos que amigos que toman testosterona. Porque la Fluoxetina no incomoda a los padres, tampoco al Estado, cuando se trata de lidiar con la disforia en adolescentes, pero las hormonas, sí. La lucha para evitarnos a los adolescentes las transiciones hormonales y quirúrgicas solo se traduce en más disforia de género.
Crecí con mi mejor amigo, crecimos les dos para convertirnos en adolescentes no binaries. Él de mi género y yo género fluido. Yo nunca tuve disforia ni conflicto al salir del armario con mis padres poliamorosos, pero su experiencia fue distinta a la mía. Perdió toda relación con su padre por quién es, se negó a aceptarle. Muchos padres y madres de familia también reaccionan así después de escuchar todas las manipuladoras advertencias que se vierten en los medios. A los tránsfobos no les importa la familia como pretenden, defienden un solo tipo de familia. Y su transfobia arruina millones de otras convivencias.
Otro amigo mío es discriminado por su madre y su padre. Fue súper difícil para él salir del armario y después de todos los insultos y el tiempo pasado, cada vez que se atreve a llevar falda o ser mínimamente “femenino” toda su identidad es cuestionada de nuevo.
Mi instituto es conocido por ser bastante progresista, “trans friendly”, digamos. Es la razón por la que decidí ir. Hace dos años salí del armario en el centro y comencé con el cambio de nombre y todo lo demás. El proceso no fue complicado, el nombre estaba cambiado en las listas, mi carnet, pero no en las mentes de mis compañeros y profesores. Cada vez que se equivocan en alto convulsiono un poco por dentro, os lo juro. En los últimos años he aprendido más de sonreír y asentir ante equivocaciones que en toda mi vida. En otros momentos he tenido que aprender a interrumpir una clase para corregir a mis propios profesores con todo el aula mirándome: perder el miedo a “ser borde” por defenderme a mí misme.
En mi instituto superguay hay profesores abiertamente homosexuales, cada curso me tocan por lo menos dos lesbianas o gays. Siempre me los encuentro en la mani del Orgullo. Pero nunca una mujer trans me ha enseñado gramática, nunca una persona agénero me ha enseñado biología. ¿Cómo se supone que debo aprender del mundo si nadie me enseña las cosas desde mi punto de vista, desde experiencias compartidas?
Lo queer ya no es solo adulto, es adolescente e infantil también. Y empiezan a salir libros como “Un daño irreversible” de Abigail Shrier. Debo decir que al ver el video del youtuber Un Tío Blanco Hetero sobre ello, puse tanto los ojos en blanco que pensé que me iba a quedar ciega. Entre sus premisas ya bien difundidas por los colectivos transfóbicos, y entre una inmensa cantidad de barbaridades intelectualizadas, hay algo que me llamó la atención. Y por eso pensé que yo tenía derecho a hablar de ello dado que soy una de las, como dice la autora, “hijas seducidas por la locura transgénero”.
Me hizo mucha gracia saber que toda la idea de su libro salió de su gran sorpresa al descubrir que un grupo de amigas salían del armario como trans casi a la vez. Mis grupos de amigos están todos exclusivamente compuestos por personas Lgtb, por ejemplo, y es habitual que la gente trans habite en grupos de gente trans no mixtos. ¿Qué tiene de raro? Como si no fuera habitual que al salir alguien del armario en grupo poco a poco todos los demás lo siguieran no por imitarlo, por contagio o alguna cosa siniestra, sino por haber perdido el miedo juntos.
Entra aquí el “adultocentrismo”, la mentalidad de los adultos imponiéndose sobre los asuntos de adolescentes en prácticamente cualquier ámbito: la niña no sabe, la niña está imitando a sus amigos, la niña lo vio en Netflix, la niña no es capaz de saber nada sobre ella misma, la niña piensa que sabe pero no es así. Nos intentan proteger de nosotres mismes, en realidad protegiéndose a ellos de la incomodidad que les causamos.
Pero la niña sí sabe y en realidad es la única capaz de saber sobre elle misme.
Vox nos dice que vamos en contra de la biología. Carmen Calvo nos llama “un tema delicado”. Nos dicen que somos “demasiado jóvenes” para conocernos a nosotres mismes. Nos llaman “moda”. Se burlan de nuestra identidad no binaria y de nuestro lenguaje inclusivo. Los machitos banalizan el neutro. Ayuso dice que las agresiones homófobas son “casos puntuales” y no una agresión sistemática. Hasta la Kim Kardashian ha usado “maricón” como insulto. Nos convertimos en motivo de debate antes que personas. Antes que niñes.
Tenemos Ley trans pero también la conciencia de que esa ley no cambiará mucho para chiques trans migrantes y trans no binaries. Y que necesitamos más.