La imagen ha dado la vuelta al mundo: se puede ver el llamado “Col de l'Echelle” en los Alpes, un lugar donde los inmigrantes pasan entre Francia e Italia bloqueado por una valla de plástico naranja. Unas horas antes, una docena de militantes de extrema derecha, reunidos bajo el lema “Génération identitaire” (Generación identitaria), habían plantando esta barrera para “garantizar que ningún inmigrante ilegal pudiera entrar en Francia”.
Las autoridades francesas fueron muy rápidas en denunciar “una operación de baja comunicación”, mientras que acababan de presentar a la Asamblea una ley de “asilo e inmigración” de carácter represivo que consagra la regresión de los derechos de los extranjeros. Un texto que se supone que combina “humanidad y firmeza”, que en realidad forma parte de una lógica de seguridad, transformando a extranjeros, migrantes y refugiados en chivos expiatorios responsables de la crisis económica y el desempleo.
Según el gobierno, el crecimiento anémico y los puestos de trabajo en el extranjero también tendrían otros responsables: las empresas públicas, necesariamente obsoletas, los sindicalistas, sectarios por naturaleza y los funcionarios públicos, sinónimos de “privilegiados”. Sus estatutos son considerados oficialmente por el gobierno de Emmanuel Macron como “inapropiados”. La reciente reforma del Código de Trabajo francés también hace que la referencia al contrato de empresa individual se extienda a todos los empleados de los sectores público y privado.
Para romper este círculo vicioso y abrazar la “modernidad”, habría que vender los principales activos del Estado: la lotería nacional, las infraestructuras aeroportuarias y en el futuro, las presas, el transporte ferroviario de mercancías, y mucho mas... Y no importa si todos estos activos garantizan ingresos regulares para las finanzas públicas. A corto plazo, su enajenación permitiría alimentar un fondo de inversión para impulsar una nación que ahora se presenta como “start-up”.
Esta lógica fue la que impulsó al Gobierno francés a abrir las líneas ferroviarias a la competencia, preámbulo de la privatización de la empresa estatal de ferrocarriles SNCF. Una reforma sin legitimidad democrática, ya que nunca fue una de las propuestas de Emmanuel Macron durante la campaña electoral. Y para lograrlo, nada mejor que sacar provecho de la frustración de la población, cuya vida cotidiana se ve brutalmente degradada por las repetidas interrupciones en el sector del transporte. Por no hablar de los fines de semana de mayo, que se planifican con más ansiedad que entusiasmo.
Comprendemos el cansancio de la población francesa. No es fácil defender a los funcionarios públicos contra los ataques del Gobierno, cuando la calidad de los servicios públicos ha decaído en las últimas dos décadas. En nombre de una “nueva gestión pública” -en realidad, la adopción de la lógica de la empresa privada en el servicio público- se han suprimido muchos trenes en horas valle y se han sustituido por autocares, prácticamente ya no es posible comprar un billete en el último minuto sin reserva, y los retrasos son cada vez más frecuentes a medida que se reduce el personal de los servicios técnicos, una consecuencia de la reducción de los costes.
También es difícil que los ciudadanos se movilicen para un hospital cuyo mal funcionamiento es denunciado o para residencias de la tercera edad desde las cuales emanan advertencias diarias sobre la imposibilidad de recibir bien. Y es difícil ver a los estudiantes y a sus padres entusiasmarse por una escuela y una universidad en crisis. En todas partes, el personal -en su gran mayoría mujeres- intenta hacer todo lo posible para prestar el servicio, en condiciones tan precarias que uno se pregunta si vale la pena defender este “servicio público” que no es más que una sombra de sí mismo.
Sin embargo, en la Internacional de los Servicios Públicos, una federación sindical internacional dedicada a promover servicios públicos de calidad en todo el mundo, somos conscientes de que la batalla que se libra actualmente en Francia va mucho más allá del tradicional cara a cara entre los sindicatos y el gobierno. Y que sus consecuencias se extenderán más allá de sus fronteras. El reto no es sólo defender a las empresas públicas irreconocibles desde hace años por los requisitos contables y las políticas de gestión vigentes en el sector privado, sino exigir con fuerza y claridad la reconstrucción de un servicio público de alta calidad, en nombre del interés general. La idea de que la “apertura a la competencia” permite un servicio de calidad y más barato es falsa, como lo demuestra la gestión privada del agua en Francia, dominada por dos oligopolios. El fracaso es tan evidente que más de 100 ciudades, entre ellas París, han decidido “remunicipalizar” este mercado.
En esta batalla, no se trata sólo de rechazar la llamada “modernización” defendida por el gobierno francés, sino de recordar que el acceso al trabajo, a la educación, a la salud, a una jubilación digna, a unas infraestructuras de calidad, a la movilidad de las personas, a la igualdad entre mujeres y hombres, a la cultura, todo ello en condiciones respetuosas con el medio ambiente, no son servicios administrados por entidades privadas o públicas, sino derechos en una sociedad democrática. Y basta con mirar la desastrosa historia de la privatización ferroviaria en el Reino Unido para recordar que el sector privado es incapaz de hacerse cargo del interés público. En Francia, como en el resto del mundo, el servicio público no puede dejarse al arbitrio del mercado, del dumping social y de la competencia.