Una vez, hace más de un año, me dieron un premio y había que ir a la gala y recogerlo en Sevilla. Podía elegir a la persona que me acompañara y pedirle que dijera unas palabras, a ser posible amables, sobre mí. Como el premio estaba relacionado con el activismo, las personas en las que pensé para acompañarme en un primer momento eran todas gente relacionada con el feminismo o con la lucha por los derechos de la infancia y la adolescencia trans. Pero coincidió que ese día, un día hermoso de primavera, tenía lugar el Encuentro Estatal de Familias de Menores Transexuales de Chrysallis y no sé qué otros mil actos, charlas y congresos más. Así que todo el personal estaba demasiado ocupado para acompañarme a Sevilla.
Miré a mi entorno inmediato, el de verdad, el ambiente en el que me gano la vida, la música. Y de repente encontré a la persona ideal: Patricia. Patricia Lázaro, que también es feminista, es una compositora e intérprete granadina que está fuera de cualquier calificación, es sobrenatural, sus canciones y su directo son una experiencia que yo recomiendo siempre que puedo. Ahora somos amigas, pero en aquel momento solo nos caíamos bien y nos respetábamos mutuamente como autoras. Se lo propuse y para Sevilla que nos fuimos.
Recuerdo aquel viaje con mucho cariño. Por supuesto, lo hicimos a nuestra manera. Buscamos un garito para tocar por la noche después de la gala –Pat leyó un texto precioso– y aprovechar el viaje para sacarnos unos eurillos, de modo que tuvimos que abandonar la gala precipitadamente, con más dolor por los canapés y el vino que servían después que por el ambiente, que era un poco demasiado sofisticado para nosotras: todo el mundo iba como si aquello fuera una boda de alto copete, y nosotras pues... como vamos siempre. Pero por lo visto en Sevilla las cosas son así.
Y allí empezó todo. Tocamos juntas, bebimos juntas, volvimos al hotel, desayunamos en la terraza, luego comimos otra vez en la misma terraza, hicimos migas con la camarera, comimos y bebimos cuanto quisimos y todavía nos sobró la mitad de lo que habíamos ganado en el garito de la noche anterior... nos hicimos amigas. Lo que viene siendo amigas. Era primavera, estábamos lejos de Madrid, habíamos tocado, que es lo que más nos gusta hacer, no hacía frío y teníamos comida. ¿Qué más podíamos pedir?
Llegamos corriendo al tren (bueno, lo cierto es que no me acuerdo de cómo llegamos al tren) y empezamos a hablar. Da para bastante, aunque sea de alta velocidad. Y después de confesarnos y llorarnos nuestras penas me dijo algo a lo que le daría muchas vueltas después: “Joder, Alicia, tía, a ti todo el mundo te trata bien”.
Todavía le doy vueltas. Por supuesto, lo primero que pensé es que soy muy grande y puedo dar miedo y la gente prefiere no tener problemas con personas que sean muy grandes. Pero me pareció muy infantil. Es verdad que siempre sonrío, digo buenos días, o lo que proceda, y doy las gracias, pero... eso lo hace todo el mundo, más o menos. Patricia seguro que lo hace. Así que al final llegué a la conclusión de que era una manifestación de transfobia controlada. El mecanismo sería algo así como: “Oh, no, ha entrado en mi hotel/restaurante/tienda/establecimiento (táchese lo que no proceda) una persona potencialmente conflictiva (porque yo tengo en mi cabeza bien asentadito que las personas transexuales son potencialmente conflictivas, que lo he visto en muchas pelis y documentales), así que pondré en marcha el protocolo I de tratamiento de personas potencialmente conflictivas (PPC): no generar problemas cuando ya vienen solos”.
Y, no sé, me imagino que bajo esa tensión, cuando después comprueban que soy una persona razonable, que lejos de generar problemas puedo ayudar a solucionarlos si los hubiere, se relajan de golpe y, por contraste, les parezco una mujer potencialmente maravillosa y, en consecuencia, me tratan bien. Y con eso voy tirando.
Es verdad que después, en la calle, sufro periódicamente microagresiones más o menos anónimas, siempre de hombres, malgenerizaciones puntuales que paso por alto, y que presentan la ventaja de que gracias a eso no necesito tener cuenta en Twitter, que ya me insultan gratis en la vida real, lo que me mantiene, por lo demás, fuera del foco de la Audiencia Nacional.
Ahora en serio, me ayuda mucho a vivir entender que estas agresiones se pueden enmarcar en la estrategia machista de recordarnos permanentemente a las mujeres (transexuales o no) que el espacio público no nos pertenece, que lo ocupamos de prestado y que nos demos prisita en abandonarlo y volver a casa, al espacio doméstico, al que sí pertenecemos. También con permiso, claro.
Me ayuda mucho también el ser bastante mayor ya y la urgencia de dejar un montón de cosas hechas en los años de vida que me queden, por eso nunca le doy demasiada importancia a esos ataques, algunos ridículos, como el de un músico de mi entorno que se empeña en disculparse, el pobre, por no respetar mi identidad por razones peregrinas y cambiantes que siempre acaban poniendo la responsabilidad en mí; ese es muy gracioso.
Pero no pienso entrar a debatir con él, ni con gente como él, porque tengo un cachito de vida por vivir, un montón de canciones que terminar, un montón de personas a las que cuidar y un montón de comida rica que preparar antes de morirme. Hay que priorizar y yo elijo vivir. Esa es mi opción.
Pero hay muchas personas trans* que no pueden elegir.