La sociedad adormecida en la que vivimos sigue depositando su confianza en el Estado protector sin revisar si realmente le está protegiendo de lo que le amenaza. Bendice el uso de las armas contra Estados lejanos en una invasión disparada por la crisis energética y la dependencia global de unos combustibles fósiles que, además de envenenar nuestro clima, se agotan. Todo bien y muy normal. Reprimir violencia con más violencia, sobre todo si ocurre lejos de casa y sirve para vender unas cuantas armas, se acepta con naturalidad y se aprueban subvenciones. Pero parecería que no es protección suficiente y el Estado protector da algunos pasos más.
Los que levantamos una voz de alarma el 6 de abril de este año sobre el impacto real y global del cambio climático en nuestras vidas, los miembros del colectivo Rebelión Científica, -que se manifestó coordinadamente en más de 25 países- estamos ahora siendo tratados en España como si fuésemos terroristas. Avisados con 24 horas de antelación, por teléfono, para presentarnos urgentemente en comisaría a declarar y a estar un tiempo en el calabozo. La alternativa era pasar a ser sujetos buscados que pudieran ser detenidos en cualquier momento. Parece que el Estado ha decidido proteger a la ciudadanía de esta forma nueva de peligro que es el conocimiento científico.
Este suceso tan desproporcionado e injusto ha generado numerosas reacciones de rechazo entre las que podemos mencionar la del prestigioso científico de la NASA en California Peter Kalmus, quien se muestra sorprendido por el tratamiento como terroristas de quienes denuncian la inacción climática. En palabras del Secretario General de las Naciones Unidas, los terroristas son quienes permiten que millones de personas mueran o tengan que abandonar sus hogares por el cambio climático. Sin embargo, en España, las fuerzas de seguridad del Estado no han dudado en atemorizar, reprimir e imputar apresuradamente cargos graves a aquellos que llamamos la atención sobre lo que realmente nos amenaza. Las imputaciones son nada menos que delito de daños contra las instituciones del Estado, alegando unos costes de reparación de 3.306,69 euros, algo sorprendente porque nosotros mismos recogimos y limpiamos todo al terminar, y el pequeño equipo de limpieza que vino a continuación remató la tarea en menos de 10 minutos. También se nos imputa “alterar de forma notoria la sesión que se estaba realizando en el Congreso de Diputados”, algo mucho más sorprendente aún porque numerosos diputados que estaban en esa sesión pueden atestiguar que no se escuchó nada de lo que ocurría fuera, y, tal como se puede ver en numerosas declaraciones en los medios y en las redes sociales de diversos diputados, nuestra protesta no tuvo el más mínimo impacto en la sesión del Congreso. Ya se han pedido explicaciones al Ministro de Interior; en especial explicaciones de cómo el Secretario General del Congreso de Diputados ha podido hacer un informe afirmando que alteramos la sesión.
Estamos en una emergencia. Eso declararon los Gobiernos de medio mundo al establecer emergencias climáticas en sus respectivos países e incluso con la mera firma del Acuerdo de París. Pero parece ser que la verdadera emergencia ahora es detenernos. Que el peligro somos nosotros.
En algún momento, el conocimiento de lo que nos amenaza, que no es patrimonio de las Fuerzas de Seguridad del Estado -ese conocimiento está mucho más cerca de la ciencia- se convirtió en el verdadero peligro.
En algún momento, la sensatez se perdió y se decidió proteger a la ciudadanía de quienes poseen ese conocimiento. De aquellos que asumen el privilegio (y la obligación) que ese conocimiento les confiere, y actúan en consecuencia ante el mayor reto de la historia de nuestra civilización.
En algún momento, alguien decidió que los peligrosos son los que echan agua de remolacha a las columnas del Congreso y no los que se lucran echando gases de efecto invernadero a una atmósfera contaminada y recalentada.
Reduciendo a los que elevamos la voz de la ciencia desprotegen a quien en teoría deben proteger, y todos, protectores y protegidos, perdemos un tiempo, una salud y unas energías más escasas y valiosas que nunca. Porque son justo las que necesitamos para mitigar y adaptarnos al cambio climático y a la crisis energética. Spoiler: ninguno de los dos problemas va a desaparecer. Están aquí para quedarse.
Es evidente que las fuerzas de seguridad del Estado buscan que la cumbre de la OTAN, que se celebrará a finales de este mes en Madrid, discurra sin incidentes. Una vez más, yerran el tiro, porque con estas medidas desproporcionadas despiertan sentimientos de rabia e impotencia, de injusticia y descontento. Sentimientos que son precisamente los que alimentan y justifican nuevas insurgencias y revueltas.
Lo más irónico de todo esto es que esta sobreactuación errada de las fuerzas de seguridad ha tenido lugar en mitad de la ola de calor más fuerte y temprana desde 1981, muy inusual a principios del mes de junio. De hecho, una ola de calor que podría ser un récord absoluto de los últimos dos milenios y que sin duda está impulsada por el cambio climático. Lejos de protegernos de lo que nos amenaza, las fuerzas de seguridad se entretienen cuestionando, reprimiendo y acorralando a quienes nos preocupamos por las amenazas auténticas y urgentes que se ciernen sobre la ciudadanía.
Pero la responsabilidad ahora recae no solo en esas fuerzas de seguridad, que en el fondo reciben órdenes. Recae en todos y todas nosotros. Si permitimos que este atropello tenga lugar sin explicaciones ni rectificaciones, ¿quién quedará para alzar la voz?
No obstante, aprovechemos la ocasión. Hagamos que esto sea un punto de inflexión positivo. Apoyémonos para cambiar la inercia social, política y económica. Frenemos la emisión de gases de efecto invernadero. Abandonemos la senda de crecimiento indefinido apoyada en los combustibles fósiles. Estamos tan entretenidos con lo cotidiano que no nos damos cuenta del poco margen que tenemos para actuar.