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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

¿Por qué puede ganar Trump?

5 de noviembre de 2024 06:00 h

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Hace casi cuatro años, conforme se completaba el recuento de las elecciones presidenciales de 2020, muchos analistas alertaban de que el Partido Republicano debía apartarse de Trump lo más rápido posible. Advertían de que su extremismo y su histrionismo eran un pesado lastre para una organización política que debía aspirar a representar la diversidad de los Estados Unidos. Cuando sus seguidores más fieles, alentados por su líder, trataron de asaltar el Congreso, los mismos observadores reiteraron que el trumpismo era cosa del pasado y avisaron de que los republicanos acabarían suicidándose si no pasaban página lo antes posible. 

Sin embargo, aquí estamos, cuatro años después, contemplando la posibilidad de que Donald Trump vuelva a residir en la Casa Blanca. Un análisis detallado de las razones por las que puede ocurrir exigiría mucho más espacio, pero nos atrevemos a apuntar aquí, someramente, algunos de los motivos. 

En los Estados Unidos hay dos realidades completamente diferentes. Por un lado, están las grandes ciudades. Por otro, las extensas zonas rurales y las urbes de tamaño medio. En The New Class War, Michael Lind explica cómo las poblaciones más grandes se fueron llenando de clases medias muy formadas, que abrazaban valores progresistas, mientras las inmensas regiones agrarias se vaciaban y muchas áreas industriales se empobrecían, pues las empresas se deslocalizaban a otros países. Esas clases medias urbanas lograron introducir en la agenda política sus preocupaciones (como el cambio climático o el aprovechamiento de los beneficios de la globalización), pero tanto los residentes en zonas rurales como los trabajadores menos cualificados sintieron que las suyas eran ignoradas, e incluso marginadas, en beneficio de la “ideología urbana imperante”. Trump se aprovecha de esa sensación de abandono y del resentimiento que provoca. Los mapas electorales de los estados más disputados suelen mostrar enormes superficies rojas (color del partido republicano), entre las que destacan pequeñas islas azules (las grandes ciudades, donde los demócratas obtienen elevados niveles de voto). 

Además, los mayores núcleos urbanos no son tan homogéneos como muchos piensan. En ellos hay barrios degradados, con elevados porcentajes de población inmigrante, que constituyen un óptimo caldo de cultivo para las propuestas de Donald Trump, lo que acaba erosionando la base electoral de sus rivales en los territorios que deberían serles más favorables. Entre las minorías étnicas, también existe una enorme diversidad: en algunos segmentos, crecen las reticencias hacia la llegada de nuevos inmigrantes, especialmente entre los latinos; en otros, como ocurre entre los musulmanes, la postura de los demócratas hacia Israel o su defensa del feminismo, los aleja de Kamala Harris, que puede tener problemas para mantener los porcentajes de Joe Biden entre el electorado afroamericano, pues la inflación ha resultado devastadora entre las familias más humildes.

Hoy, Estados Unidos es un mosaico de contradicciones, y nadie como Trump para explotarlas, aprovechando la complejidad del mundo en que vivimos para lanzar mensajes simplistas y proponer soluciones tan fáciles como inútiles, pero que encajan muy bien con las opiniones, casi siempre poco fundamentadas, de una parte relevante del electorado.

Debemos llamar también la atención sobre el papel de las redes sociales, a través de las que los mensajes falsos y las medias verdades se difunden con enorme rapidez. Algunos estudios (por ejemplo, el publicado por Vosoughi, Roy y Aral en la revista Science en 2018) han puesto de manifiesto que, en ellas, las mentiras se propagan más, y con más velocidad, que las informaciones veraces. La manera en que funcionan, a través de algoritmos que proporcionan acceso a contenidos parecidos a los ya visualizados y crean una barrera frente a voces discrepantes, refuerzan la polarización y facilitan la difusión de esos mensajes simples. La argumentación, las opiniones contrastadas, el debate riguroso, con ánimo constructivo, apenas tienen cabida en las redes sociales, terreno abonado para el trumpismo. Al tratar de combatirlo con las mismas armas, se olvida con frecuencia que ni el medio ni sus reglas son neutrales. Es una batalla desigual.

Con el apoyo de las redes sociales, pero con la complicidad de algunos de los grandes medios de comunicación tradicionales (bastantes críticos con Trump, casi todos), el candidato republicano ha conseguido imponer sus temas durante la campaña. Con mensajes delirantes, como los relativos a los haitianos que se comían a las mascotas, ha logrado que la inmigración y la inseguridad ocupasen un lugar central, y que muchos espacios de debate político dedicasen horas y horas a hablar de sus declaraciones en vez de abordar otras cuestiones, como la asistencia sanitaria o la falta de servicios sociales, en las que el expresidente no tiene mucho crédito entre el electorado. Sus exageraciones, exabruptos e insultos se han convertido en el eje de la campaña, y los demócratas, al tratar de combatirlos, muchas veces han amplificado su impacto, cohesionando a los votantes de Trump, que constituyen un bloque mucho más compacto que el de Harris, que aglutina a votantes con opiniones muy dispares sobre cuestiones como la invasión de Ucrania, la guerra comercial con China, o el conflicto palestino, por citar sólo tres ejemplos.

Quizás la vicepresidenta no era la mejor opción demócrata para esta confrontación electoral (tampoco era, ni mucho menos, la peor), aunque no creemos que su elección sea tan determinante para el resultado final como los factores a los que nos acabamos de referir y que, a nuestro juicio, no han merecido la suficiente atención. Si Trump vuelve a convertirse en presidente, no será ninguna sorpresa.