El gasto militar: una cosa y su contraria
Para qué vamos a engañarnos, el mundo en el que nos ha tocado vivir no es, precisamente, un espacio de paz, concordia y armonía. No es, desde luego, el de la paz perpetua con el que soñaba el gran Emmanuel Kant. Por el contrario, más bien se parece al hobbesiano de la locución latina homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre. La historia de la Humanidad es, también, el relato de sus interminables guerras y, si me apuran, sobre todo las libradas en la sufrida tierra europea. Ha sido una ilusión pensar que la última contienda iba a ser la Segunda Guerra Mundial. A lo largo de una sola generación -la mía- hemos padecido un montón de ellas: la de China, la de Corea, la de Vietnam, las innumerables guerras coloniales, las de los Balcanes, las de Oriente Medio, etc., en las que los europeos hemos estado, de una u otra forma, involucrados. Quizá tenía razón De Gaulle cuando sostenía que la paz no era la condición natural entre los Estados, sino que “el mundo está lleno de fuerzas opuestas y la vida internacional, lo mismo que la vida en general, es una lucha permanente”. Es una visión bastante pesimista de nuestro mundo, pero francamente realista si tenemos en cuenta el sistema económico que domina. Hoy en día, sin ir más lejos, tenemos múltiples y peligrosos conflictos en diferentes escenarios del globo. Obviamente, la guerra de Ucrania -que lo trastoca todo-, pero también la peligrosísima tensión entre EEUU y China a propósito de Taiwán y otras cuestiones; la eterna disputa Israel-Palestina, o los conflictos abiertos en Yemen, Siria, Irak, Libia y los múltiples golpes militares que han derrocado gobiernos en Mali, Chad, Guinea, Sudán y Burkina Faso, convirtiendo el África Subsahariana en una zona explosiva. Como éramos pocos parió la abuela y ahora crece la tensión entre Turquía y Grecia o entre Marruecos y Argelia.
Las causas de todos estos conflictos son heterogéneas y algunos de estos enfrentamientos tienen antecedentes lejanos. Sin embargo, estas convulsiones no son arbitrarias, no están desde luego justificadas, pero obedecen a causas, casi todas innobles cuando no criminales, de naturaleza económica, religiosa, geopolítica o de pura lucha por el poder. En el caso de Europa, después de la Segunda Guerra Mundial aprendimos la lección y, con el fin de terminar de una vez con las “guerras civiles europeas”, se inició el proceso de construcción de la UE, un proyecto decisivo en nuestra Historia y que condiciona positivamente nuestro futuro. Ahora bien, es evidente que la Unión tiene un déficit en seguridad y defensa, que trae causa sobre todo de que no ha avanzado bastante en la unión política. De esta suerte, su dependencia estratégica de los EEUU es un hecho desde la terminación de aquella terrible contienda, pues carece de autonomía suficiente ante potencias nucleares adversas que pudieran ejercer, en un momento u otro, amenazas o formas de chantaje. Es cierto que al terminar aquella guerra mundial se presentaban dos hipótesis: o continuar, de alguna manera, con la colaboración de las potencias que habían derrotado a Hitler y sus socios, una opción que defendió en su día Henry Wallace, vicepresidente de Roosevelt, ante un Truman partidario de la confrontación, que resultó vencedor en las primarias a la candidatura del partido Demócrata. Es decir, o se construía un sistema de seguridad paneuropeo que comprendiera, de alguna manera, a la URSS, o la guerra fría y la política de bloques era inevitable. Durante años mal convivieron el Pacto de Varsovia -es decir, la URSS- y la OTAN -es decir, EEUU-. Cuando desaparecieron el primero y la URSS, se pudo plantear la misma cuestión: o un sistema de seguridad europeo compartido, que tuviera en cuenta las preocupaciones de seguridad de todos y sus garantías o llevar la OTAN hasta la frontera de una Rusia económica, social e institucionalmente autoritaria, pero cargada hasta las cejas de energía y cabezas nucleares. Una operación peligrosa como ya advirtieron George Kennan o Henry Kissinger. Es evidente que, en teoría, cada país es libre de integrarse en alianza militar de su elección, pero en la práctica conviene tener en cuenta las consecuencias, no siempre gratas. Es obvio que EEUU no aceptaría, por ejemplo, una alianza militar de Rusia o China con sus vecinos del hemisferio americano.
Ante esta situación, la mayoría de los países de la UE optaron por seguir bajo el paraguas nuclear -estratégico- de los EEUU, en la forma de la OTAN. Los esfuerzos de Francia -y Gran Bretaña- por dotarse de armas nucleares han tenido un alcance limitado que, de momento, no cubren las necesidades de disuasión nuclear creíbles. Sin embargo, esta dependencia estratégica de los EEUU no puede durar toda la vida. Entre otras razones porque los europeos no podemos depender de un presidente de los EEUU, como fue el caso con Trump, de dudosa credencial democrática y que no coincide en casi nada con nuestros planteamientos básicos. Lo que, evidentemente, se puede repetir en el futuro. Así pues, si la UE pretende ser en serio un actor global debe de caminar, sin vacilaciones, hacia la obtención de unas capacidades en seguridad y defensa autónomas, lo que no quiere decir incompatible con la OTAN.
En este sentido, resulta contradictoria la posición de ciertos exponentes de la izquierda que no desean depender de la OTAN-EEUU y, al mismo tiempo, se oponen a que los países de la UE, incluida España, gasten más y mejor en seguridad y defensa. Porque no hay nada más incoherente e inútil en política que querer una cosa y su contraria. Otra cuestión es que se defiendan posiciones pacifistas -que es diferente a pacíficas- que no sirven para gobernar en términos reales. Seamos claros, si deseamos que un día la UE -y España dentro- alcance la famosa “autonomía estratégica”, es decir, la capacidad política y militar de tomar decisiones independientes ante todos los posibles retos y amenazas que afectan a nuestra seguridad, tenemos que invertir más y mejor en defensa. ¿Cuánto más y cómo mejor? Esa es la cuestión que tenemos que debatir y decidir. En el cuánto más, se ha planteado la necesidad de alcanzar el 2% del PIB en siete años. No me parece una cifra desorbitada, si evitamos hacer demagogia o pura desinformación. Elijamos el caso de España. El esfuerzo presupuestario que exigiría dicho compromiso dependería del punto de partida que se tome respecto al gasto actual en relación con el PIB.
La variación es considerable en función del criterio que escojamos. Se suele afirmar, con poco fundamento, que el gasto español en defensa está situado un poco por encima del 1% del PIB (el 1,03% en 2021). Sin embargo, si utilizamos el criterio OTAN esta proporción aumenta hasta el 1,78 del PIB, no muy lejos del “fatídico” 2%. Si de esta cifra elimináramos partidas discutibles como pensiones de guerra, clases pasivas o Isfas, el esfuerzo español se situaría en torno al 1,3% del PIB. Con el fin de alcanzar el 2% tendríamos que aumentar un 0,7% en el plazo de siete años, es decir, un crecimiento del 0,1% del PIB anual. Si el PIB de España está situado en 1,2 billones de euros, el 0,1% son 1.200 millones anuales. En el peor de los casos, si partimos del 1,01%, esa cifra aumentaría a 1.700 millones. Unas cantidades nada exageradas si tenemos en cuenta cual es el objetivo o finalidad del gasto y no otro: aumentar la autonomía estratégica de la UE, un bien social deseable y fundamental cara al futuro. El argumento según el cual sería mejor destinar esa cantidad a fines sociales -educación, sanidad- no es consistente. En primer lugar, porque se podría decir lo mismo de cualquier cantidad dedicada a gastos militares y, por esa regla de tres, deberíamos prescindir de todo gasto en defensa y quedar inermes ante agresiones o chantajes. En segundo lugar, porque el argumento no responde a la realidad, ya que es compatible invertir más en educación o sanidad, y en defensa. Países con sistemas sociales bastante mejores que el nuestro gastan más en defensa que nosotros. La media europea está en el 1,5% del PIB: Alemania 1,54%; Francia 2%; Holanda 1,4%, en proporciones equivalentes a nuestro 1,03%.
Así pues, la aparente contradicción entre gasto social y de defensa no se resuelve con argumentos simplistas o demagógicos, sino simplemente con modelos fiscales más robustos que el español. Lo que no es lógico es que un país como España, una de las 20 economías más importantes del mundo y la cuarta de la UE, gaste tan poco en seguridad y defensa, es decir, contribuya tan escasamente a la tan deseada “autonomía estratégica” de la UE. Además, los riesgos para los europeos y para España no proceden solamente de la frontera Este, sino también de la frontera Sur, que en el medio plazo se puede convertir en un polvorín. No sé de dónde ha salido esa idea de que la izquierda es antimilitarista y contraria a las inversiones en seguridad. Que yo recuerde, fue con la democracia, con el apoyo de toda la izquierda -socialistas y comunistas-, cuando se garantizaron las inversiones en defensa y se modernizaron unas FFAA que la dictadura, tan “patriota”, había dejado hechas unos zorros, inválidas para defendernos.
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