El país está pendiente de saber si el gobierno de coalición entre PSOE y UP verá finalmente la luz. El bloqueo hostil por parte de una derecha que, tras los resultados del 10N, se siente fuertemente espoleada por la extrema derecha, hace que la investidura de Pedro Sánchez esté en manos de las fuerzas políticas independentistas – y, probablemente, dependa de la abstención de ERC en una segunda votación.
Naturalmente, en un proceso de investidura corresponde al postulante concitar los apoyos parlamentarios necesarios. Y, en el marco de esas negociaciones, es normal y legítimo que los partidos solicitados formulen demandas, planteen exigencias o contrapartidas. Sin embargo, el independentismo debería ser plenamente consciente de lo que hay en juego y de lo que razonablemente cabe esperar de un gobierno de estas características en las actuales circunstancias.
El conflicto catalán es plenamente una crisis española. Pone a prueba los resortes de la arquitectura política heredada de la Transición y revela los límites de nuestro desarrollo constitucional – singularmente por cuanto se refiere al acomodo de la diversidad nacional y lingüística de España en un proyecto ampliamente compartido por su sociedad. Y, tampoco resulta casual, esto sucede en un momento de grandes cambios e incertidumbres a nivel global que ponen en cuestión los principios sobre los que se asientan las democracias liberales. Todo ello pesa, en Catalunya como en toda España, sobre la realidad de unas heridas sociales, provocadas por la anterior recesión económica, que aún siguen abiertas, abonando los sentimientos de inquietud acerca del futuro.
En ese contexto, la investidura – o no – de Pedro Sánchez dista mucho de representar una simple peripecia parlamentaria. Tras el largo período de interinidad que hemos vivido, precipitar el país a unas terceras elecciones legislativas consecutivas acabaría por poner sobre la mesa la configuración de un nuevo ordenamiento de calado constitucional. Pero no sería como resultado de un desarrollo democrático, sino como una involución de rasgos centralistas y autoritarios. El fracaso de las izquierdas en la solución de la actual crisis de gobernanza daría alas a las tendencias más conservadoras y propiciaría sin duda un nuevo ascenso de la extrema derecha.
El independentismo no ignora ese posible escenario. Lo que debe decidir es si cree que sus proyectos prosperarían en él o no.
Una parte del mundo soberanista cree que la confrontación con un gobierno hostil radicalizaría a una mayoría de la sociedad catalana, favoreciendo su polarización en torno a la aspiración independentista. Hay incluso sectores convencidos de que ese sería el camino hacia una crisis revolucionaria. La experiencia de estos años ha mostrado, sin embargo, que esas dinámicas de confrontación tienen una peligrosa deriva identitaria, dividen a la sociedad catalana y alimentan el discurso del nacionalismo español más rancio. Poner el destino de España en sus manos no puede procurar beneficio alguno a Catalunya.
Pero ¿qué cabría esperar y qué sería exigible de un gobierno de las izquierdas, si llega a constituirse? Sabemos que, en un plano económico, social y medioambiental, deberá desplegar sus políticas progresistas en los estrechos márgenes del rigor fiscal establecido por la Unión Europea. Sería exigible, pues, que fuese tan lejos como sea posible en la lucha contra las desigualdades y el deterioro de los servicios públicos. El sentimiento de desamparo y la desesperanza dan predicamento a las soluciones simplistas, xenófobas y totalitarias.
Por cuanto se refiere a Catalunya, lo que dice el preacuerdo para un gobierno progresista, necesariamente genérico, supone a la vez poco y mucho: diálogo dentro del respeto a la Constitución y al Estatut. ¿Es posible concretar más esta oferta en los compases previos a la investidura? Las conversaciones que tienen lugar estos días lo dirán. En cualquier caso, no existe hoy otra alternativa de gobierno en condiciones de emprender ese camino. No lo haría un ejecutivo condicionado por el PP y - ¡aún menos! - una alianza de las derechas, si una nueva cita con las urnas las propulsase al poder.
El actual ordenamiento jurídico permite avances en el autogobierno, en su financiación… Incluso la recuperación, mediante leyes orgánicas, de competencias recortadas por la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 sobre el Estatut. Hay margen para mejorar sensiblemente las condiciones de vida de la ciudadanía. Es cierto que eso no resuelve el conflicto planteado, cuya solución requeriría cambios legislativos más ambiciosos. Pero será imposible encarar siquiera esos retos sin una etapa previa de distensión, de medidas y gestos destinados a recomponer la confianza entre las partes. Y, por supuesto, sería inviable sin abordar la situación de los dirigentes condenados el 14-O por el Tribunal Supremo, partícipes necesarios de un diálogo fructífero. Todo el mundo es consciente también de que, en el actual clima de crispación, eso no va a ser fácil. El camino será largo. Pero, una vez más hay que preguntarse: ¿qué otro gobierno, si no el de coalición de izquierdas, estaría dispuesto a emprenderlo?
Es hora de demostrar coraje y responsabilidad. Coraje frente al griterío de quienes pretenden que cuanto peor, mejor. Y responsabilidad para actuar de tal modo que salga adelante la investidura de Pedro Sánchez. Una de las condiciones necesarias del prólogo a un abordaje democrático del conflicto catalán es la posibilidad de estabilizar un gobierno dialogante en Madrid. No la echemos a perder.