En un mundo ideal no habría que escoger entre proteger empleos en España y garantizar el respeto de derechos humanos fuera de nuestras fronteras. Pero es precisamente esta situación a la que se está enfrentando estos días el Ejecutivo de Pedro Sánchez. La posible cancelación de un contrato de venta de bombas a Arabia Saudí, por su más que probable utilización contra la población civil en la guerra de Yemen, ha provocado que los sindicatos de los astilleros de Cádiz, donde también se ha firmado la construcción de cinco corbetas con el reino saudí, convoquen protestas ante el miedo de perder esos contratos y los puestos de trabajo asociados.
El impacto positivo del contrato en Cádiz es obvio. Tendría un valor de 1.800 millones de euros y Navantia, la empresa pública encargada de construirlas, afirma que generaría hasta 6.000 puestos de trabajo durante cinco años. Pero las cifras de la guerra de Yemen tampoco dejan lugar a dudas sobre la crudeza del conflicto. Según la ONU, hasta el pasado enero más de 6.000 civiles habían muerto, hay tres millones de personas desplazadas por la guerra y más de 22 millones necesitan ayuda humanitaria urgente, a la que no pueden acceder por el bloqueo que mantiene la coalición saudí saltándose la legalidad internacional.
Este caso pone ante el espejo al Gobierno socialista que, en el corto plazo, tendrá que elegir entre la legalidad internacional, evitando que España sea colaboradora necesaria en las acciones ilegales de Arabia Saudí en Yemen, o el mantenimiento de puestos de trabajo en Andalucía. Un dilema al que ya se han enfrentado otros países. Mientras que entre los restos de los bombardeos en Yemen se ha encontrado armamento fabricado por EEUU y Reino Unido, según denunció Human Rights Watch; países como Alemania, Bélgica, Holanda o Noruega ya no autorizan ni exportan armas que se puedan utilizar en el conflicto de Yemen, siguiendo las directrices del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y del Parlamento Europeo.
La respuesta a la incompatibilidad entre objetivos políticos legítimos es compleja e intrínseca a la labor de gobernar. España, en previsión de estos casos ya se dotó, hace 20 años a través de la Ley de Cooperación, del principio de Coherencia de Políticas para el Desarrollo. Se trata de un instrumento legal que obliga al Gobierno a sopesar los impactos de todas sus políticas y a buscar soluciones que, promoviendo los intereses domésticos, no incumplan los compromisos internacionales adquiridos en materia de desarrollo sostenible y derechos humanos.
Desde este verano, el Gobierno de Pedro Sánchez cuenta también con la figura de la Alta Comisionada de la Agenda 2030 que, dependiendo directamente de Presidencia, tiene competencias para dirimir estas disyuntivas y para velar por el cumplimiento del principio de coherencia. Es desde esta posición, ocupada por Cristina Gallach, desde donde se debería promover el ejercicio de reflexión e innovación política para dar con una solución que arbitre de la mejor manera entre los intereses en conflicto.
Salvo que encuentre un improbable as en la manga de última hora, el Ejecutivo de Sánchez tendrá que tomar la amarga e impopular decisión de optar entre civiles muertos o trabajadores en paro. Sin embargo, el verdadero dilema no se resolverá con una única acción de gobierno en un sentido u otro. La solución duradera y responsable, en línea con la transformación a la que España se ha comprometido en la Agenda 2030, pasa por diseñar e implementar políticas contundentes que ofrezcan alternativas a la industria naval de la bahía de Cádiz y potencien la creación de empleos, sin que ello implique la fabricación de armamento que pueda ser usado en violación de los derechos humanos.