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Goya y los tramposos

Retrato de Valentín Belvís de Moncada y Pizarro, marqués de Villanueva del Duero.

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La extraordinaria historia que se nos ha venido narrando en este periódico acerca de los trajines con un cuadro de Goya perteneciente a la familia de Fernando Ramírez de Haro, marido de la ex presidenta de Madrid Esperanza Aguirre, reviste mayor gravedad de la que podría aparentar. Habiéndonos acostumbrado ya por desgracia en este país a la proliferación de casos de corrupción y fraude en las esferas pública y privada, podríamos tomarlo por uno de tantos. Sin embargo, con independencia de su magnitud, lo que este caso desvelaría, naturalmente si al final los hechos relatados se confirmaran, sería la inquietante inacción de todas las instancias públicas de control en la protección del interés general.

El enredo daría con seguridad para una apasionante novela de intriga o, visto de otra manera, para una divertida comedia de Berlanga. Y también serviría como supuesto práctico para que los estudiantes analizaran casos de fraude en los más dispares campos del derecho, dada la multitud de irregularidades que se vislumbra. Pero lo más preocupante para la ciudadanía es, a nuestro juicio, el hecho evidente de que todo haya salido a la luz únicamente cuando un particular denuncia el quebranto de su interés privado, desvelándose entonces la participación de asesores, responsables culturales y gestores públicos sin que parezca que ni uno sólo de ellos haya movido un dedo por salvaguardar la legalidad ni por proteger un bien de nuestro más preciado patrimonio cultural.

Y aún es peor si se toma en consideración que una de las protagonistas era nada menos que presidenta y máxima responsable de la Administración autonómica que debía velar por la recaudación de los tributos en primera instancia afectados y por la protección del cuadro, compañera de partido político del entonces ministro de Cultura y de su consejero de Cultura y, de remate, miembro del Patronato del Museo del Prado. Es decir, la señora Aguirre, interviniente activa en toda la trama a tenor de los hechos publicados, ejercía la máxima autoridad o poseía notable capacidad de influencia en todas y cada una de las instancias públicas implicadas. Que su principal preocupación fuese precisamente ocultar la maquinación al escrutinio público, como se descubre por el correo que dirigió en marzo de 2012 a su cuñado, el diplomático Íñigo Ramírez de Haro, hoy denunciante, prueba un estremecedor desdén por la protección del interés general que la ciudadanía le había confiado.

En la narración de todo lo sucedido existen aún zonas de oscuridad que imaginamos habrán de irse aclarando en el curso del procedimiento judicial y, tal vez también, en futuras investigaciones periodísticas. Pero lo esencial es bien fácil de entender. 

Una vez fallecido, en octubre de 2010, Ignacio Ramírez de Haro, padre del denunciante y del denunciado y suegro de la entonces presidenta madrileña, deja a sus herederos un exiguo patrimonio por haber procedido con anterioridad, como en tantas familias acaudaladas se tiene por costumbre, a ordenar la herencia en vida por medio de donaciones, lo que en Madrid para los sucesores no entrañaba mayor coste fiscal gracias a la oportuna bonificación del 99% sobre cuota aprobada por el Gobierno de Esperanza Aguirre.

Del patrimonio quedaron sin adjudicar a nadie 59 bienes muebles. Entre ellos, un retrato del marqués de Villanueva del Duero, antepasado familiar, que se sospechaba pintado por Francisco de Goya. En enero de 2012 Esperanza Aguirre y su marido proponen al resto de la familia la tasación del cuadro y su venta para saldar la enorme deuda de Fernando Ramírez de Haro con el Banco de Santander que agobiaba al matrimonio, adquiriendo el compromiso de compensar al resto tras el fallecimiento de la madre. Se ponen en contacto con la prestigiosa casa de subastas de obras de arte Sotheby’s, que, tras el examen de la especialista del Museo del Prado Manuela Mena, confirma no sólo la autoría sino la calidad del retrato. Sotheby’s valoró el cuadro en más de ocho millones de euros y aconsejó no declararlo Bien de Interés Cultural, entre otras razones, para evitar un mayor coste fiscal por ser ineludible en tal caso una tasación oficial para el precio de enajenación. 

En abril de 2012, y es ésta pieza central de la trama, Fernando Ramírez de Haro declara ante notario que seis años antes su padre le había donado verbalmente la pintura de Goya junto a otros objetos y liquida, a pesar de la prescripción, el Impuesto sobre Donaciones acogiéndose a la bonificación del 99%. No acredita siquiera la declaración de la ganancia patrimonial del donante en el IRPF del ejercicio 2006.

En julio vende la obra por algo más de cinco millones al empresario y marqués nombrado por el emérito real Villar Mir, a través del Fondo Cultural del que es único socio la Inmobiliaria Espacio, promotora del grupo Villar Mir. Fallecida la madre de ambos, Iñigo Ramírez de Haro, quien había consentido la venta y posterior reparto de beneficios, denuncia a su hermano Fernando, al descubrir que no había intención alguna de compartir.

Aparte del conflicto privado, varias circunstancias nos asombran. 

La vertiente fiscal salta a la vista. Ya se ha explicado que es muy problemática la aplicación de la bonificación del 99% a la donación, si es que se aceptara que fuese tal donación, puesto que para ello se exige que se registre en documento público con firma de donante y donatario. Admitir que cualquiera se beneficie de ella declarando haber recibido una donación años atrás abriría vía a toda índole de fraudes. Podría incluso haberse cometido un delito fiscal, de cuota superior a 600.000 euros y, por tanto, aún no prescrito en 2012. Si se considera que estamos ante una donación simulada y que el cuadro era un bien sucesorio, no habría un mayor coste fiscal de la transmisión –mortis causa y a todos los herederos, no sólo a Fernando Ramírez de Haro-, pero se habría generado un valor artificial de adquisición que permitiría eludir el posterior pago por la ganancia patrimonial de la venta. Sobre todo se habría creado de manera fraudulenta un título de propiedad en el que basar la venta, que era seguramente el objetivo principal. 

Véase de uno u otro modo, lo insólito es que ante una liquidación de deuda tributaria prescrita, cuyo hecho imponible lo constituye una dudosa donación sobre la que se aplica una aún más dudosa bonificación, la Hacienda Pública madrileña no compruebe nada. Y es, por encima de todo, desolador contemplar la pavorosa negligencia de tantas personas en la protección del patrimonio cultural. Una prestigiosa casa de subastas recomienda no declarar el cuadro Bien de Interés Cultural, a pesar de la obligación de hacerlo, para facilitar una operación de compraventa con mayor lucro particular y ahorro fiscal. El cuadro es examinado por especialistas del Museo del Prado, que no hacen nada aún siendo conscientes del derecho de tanteo para el Estado que la protección de la obra habría asegurado. Tampoco actúa el Ministerio de Cultura al serle notificada la venta. Y, por último, la máxima responsable de la Administración que ha de velar por la obra se ha implicado en las posibles irregularidades. ¿Nadie pensó en ningún momento en todos estos años en el interés de la ciudadanía, en el valor de nuestro patrimonio cultural ni en sus más elementales deberes? 

No deja de ser tristemente simbólico que se trate de un cuadro del colosal Francisco de Goya, quien tantos esfuerzos y sinsabores invirtiera en traer a nuestra patria la Ilustración y sacarla del oscurantismo. Ni tampoco que la historia vea la luz en un mes de abril, aniversario de la República que, animada por bien distinto espíritu, emprendió la hazaña de salvación del tesoro artístico del Museo del Prado en el principio de la Guerra Civil. 

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