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Tenemos que hablar de las encuestas

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En el segundo semestre de este año se publicaron en España veinte encuestas con estimación de voto. El dato no tendría más interés si no fuese que es el trimestre en el que se han publicado menos encuestas desde 2021, sólo 1,5 encuesta por semana, nada que ver con la media de tres encuestas semanales de los tres años pasados, o las 115 encuestas que llegaron a publicarse sólo en el mes de julio de 2023, a razón de 4 al día (casi 7 si tenemos en cuenta que a partir del día 16 regía la prohibición de publicar encuestas y a partir del 24 no se publicaron más).

En España hemos vivido un frenesí demoscópico que parece haber llegado abruptamente a su fin. De la misma manera que los medios empezaron a sacar encuestas con estimación de voto, han dejado de publicarlas sin más. Podría argumentarse que esto es un efecto de la no celebración de elecciones, pero esto, razonable, no explicaría por qué en 2021 empezó una carrera alocada para publicar una media de tres sondeos semanales cuando entonces tampoco existía un horizonte electoral.

Hay algo nuevo en este pasado trimestre, que igual explica la vertiginosa caída en la publicación de encuestas. Por primera vez desde 2019 los medios progresistas han publicado más encuestas que los medios conservadores. Y no es porque ahora sean los periódicos de izquierda los que se hayan lanzado a publicar encuestas. Al contrario. Han sido los medios de la derecha los que han dejado de hacerlo. Comparado con el segundo trimestre de 2022 (año no electoral), los medios conservadores han publicado ahora 11 encuestas menos que entonces, mientras que los progresistas han publicado dos más. La caída por el lado de la derecha es sencillamente espectacular, de la misma manera que lo fue la subida meteórica de encuestas publicadas a partir de 2021.

A lo largo de ese año las encuestas publicadas en los medios de la derecha aumentaron un 212%, sin que se pueda aducir para ello que nos encontrábamos en un contexto electoral (general). La progresión entre 2021 hasta 2023 es espectacular, hasta llegar a la culminación en el momento de las elecciones generales de julio, con 66 encuestas publicada en un trimestre (a razón de 5 por semana), contra las 27 publicadas por medios de izquierda (2 por semana).

Es cierto que en este período se produce una especie de eclosión de medios alienados con las tesis conservadoras, que son más que los progresistas, de manera que obviamente el número de encuestas publicadas del lado derecho tiene por fuerza que ser más alto que el del lado izquierdo. Pero eso no puede explicarlo todo. El boom demoscópico que viven los medios conservadores (los nuevos y los viejos) parece obedecer a una voluntad de marcar el terreno electoral, de definir aquello que se vino a llamar entonces el “consenso demoscópico”, una especie de ley de hierro que delimitaba las posibilidades de lo que podía ocurrir en la arena electoral y que pronosticaba la victoria inapelable del PP en unas hipotéticas elecciones generales como las que finalmente se convocaron el 23 de julio de 2023.

La creación de ese “consenso” se basaba en la persistente publicación de encuestas por parte de los medios afines, que buscaba condicionar las estimaciones no sólo de su campo sino del contrario, de manera que si alguien tenía la osadía de contradecir el “consenso” era automáticamente tachado de manipulador (y sectario). El caso del CIS en este aspecto fue paradigmático.

Esta idea de un bombardeo permanente con el objetivo de crear un escenario indiscutible en el que el triunfo de la derecha era la única opción se refuerza con la caída en picado de la publicación de encuestas en los medios conservadores una vez ya han pasado las elecciones y se ha comprobado que la estrategia tenía sus limitaciones, como se puso de manifiesto en algunas cabeceras de la derecha, que culparon precisamente a las encuestas de haber facilitado la movilización de última hora del voto progresista.

Esta utilización de las encuestas como arma para delimitar el terreno de juego electoral, con el objetivo de incentivar o desincentivar la participación de ciertos segmentos del electorado, coincide con el tratamiento cada vez más evidente de las encuestas como oráculos. Esto tiene su razón en la creciente volatilidad del elector, que tiende cada vez más a decidir su voto final a lo largo de la campaña y en base a las probabilidades que otorga a los diferentes partidos entre los que duda, o a los cuales podrá llegar a votar en función de su rendimiento, es decir de las probabilidades de que su voto finalmente sirva para algo. En la definición de esas probabilidades las encuestas actúan como brújulas, de ahí su creciente importancia.

Pero habría otro motivo para entender el cambio de rol de las encuestas. La competencia creciente entre las empresas demoscópicas, que se dirime en función de su mayor o menor acierto de los resultados finales, de lo mucho o poco que se “acercan”, lo cual les ayuda a colocarse en el mercado (no sólo el electoral, que al fin y al cabo representa una mínima porción del negocio).

A este juego se prestan (gustosos) algunos medios que, pasadas las elecciones, acostumbran a publicar los “rankings” de empresas en función de si se han acercado más o menos al resultado final. Es este juego los que acostumbran a salir peor parados son los institutos públicos (otra vez el CIS en cabeza), que juegan con una mano atada a la espalda, puesto que sus datos (y su metodología de estimación) son públicos, no como los de las empresas privadas.

Paradójicamente, a los responsables de los institutos demoscópicos de titularidad pública se les recluta por sus conocimientos en el campo de la ciencia política… pero se les juzga como futurólogos, lo cual es profundamente injusto. Jordi Muñoz, un grandísimo investigador, tuvo que publicar una nota después de las últimas elecciones catalanas justificando el desvío de las estimaciones de la encuesta preelectoral del CEO respecto del resultado final de esas elecciones. Es algo que, obviamente, nunca ha hecho (ni hará) el responsable de una empresa privada de sondeos, porque a él no se le exigirá que dé explicaciones.

El problema de fondo es esta deriva de la visión de las encuestas como si se tratara de augurios que tuviesen la obligación de “acertar” el resultado. Una deriva a la cual contribuyen los medios y las propias empresas demoscópicas y a la que se ven arrastrados los institutos públicos.

Parece que hay que repetirlo una y otra vez. Las encuestas (cuando están bien hechas) son instrumentos magníficos para detectar la opinión social en un momento dado, pero no acaban de funcionar como predictores del futuro, menos aún cuando tenemos una facción creciente de electores que tienden a decidir sobre la marcha y hasta el mismo día de las elecciones.

Las encuestas que nos encontramos en los periódicos son instrumentos filtrados, destilados. Un primer filtro es el que va de los datos a la estimación, luego de la estimación al titular y finalmente el filtro por el que cada elector interpreta ese titular, en función de su tendencia política.

Protejamos las encuestas, por favor. No les pidamos que nos den lo que no pueden darnos. No nos van a explicar el futuro, pero son instrumentos demasiado poderosos en el proceso electoral y cada vez lo van a ser más. Así que cuidémoslas, que haciéndolo también estaremos cuidando la salud de nuestra (maltrecha) democracia.