Hablar de urbanismo feminista

14 de octubre de 2024 22:29 h

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“Cada mujer de los barrios residenciales luchaba contra él a solas. Cuando hacía las camas, la compra, ajustaba las fundas de los muebles, comía sándwiches de crema de cacahuete con sus hijos, los conducía en sus grupos de exploradores y exploradoras y se acostaba junto a su marido por la noches, le daba miedo hacer, incluso hacerse a sí misma, la pregunta nunca pronunciada: '¿Es esto todo?'”. (Friedan, 'La mística de la Feminidad').

El pasado día 13 asistimos a otro de los exabruptos a los que cada vez nos tiene más acostumbradas la presidenta Ayuso. En esta ocasión se trataba de una torpe réplica a la jefa de la oposición, Manuela Bergerot, cuando ésta reivindicó lo que, al menos desde hace más de dos décadas, llevan exigiendo organismos internacionales tales como ONU-Hábitat: es urgente intervenir en nuestras ciudades para que éstas sean más habitables y para esto es necesario entender cómo la dimensión de género es una estructura determinante.  

Pensar lo urbano es pensar desde un lugar profundamente inestable que está en constante proceso de des-reconfiguración. Es pensar las prácticas, los signos, los símbolos, el espacio, los lugares, los edificios. Pero es también pensar todo lo que en ellas se contiene, todo lo que tiene de promesas de libertad y de anquilosamiento de los conflictos. En cierto modo y de manera cada vez más aguda, es también pensar lo global. El carácter inacabado, multiescalar y multidimensional de nuestras ciudades es, desde luego, uno de los más apasionantes campos de estudio. 

Las ciudades, decía Lewis Mumford, tienen como función principal convertir el poder en forma. Esta afirmación es tan contundente como expresiva. La morfología de las urbes son la representación en hormigón de un orden social e histórico concreto. Por ello, entender las ciudades es entender también los conflictos que se encuentran en la base de la arquitectura política, económica y cultural de una época y una geografía determinadas. El siglo XXI se alumbra como el siglo de las ciudades. Por un lado, la cada vez mayor concentración de población en las mismas (según estimaciones de ONU Hábitat más de un 80% de la población mundial vivirá en ciudades para el año 2050) y por otro, la espacialización de los grandes retos y conflictos que nos atraviesan ahora como sociedades, las convierte en la representación espacio/temporal que va a ordenar el proceso político como antes lo hicieran la forma imperio o la forma estado-nación.

Kim England sostiene que las relaciones de género se incorporan “fosilizadas” en el aspecto concreto del espacio. Es así que la ubicación de las áreas residenciales, de los lugares de trabajo, las redes de transporte y el trazado general de las ciudades reflejan la sociedad y sus expectativas acerca de qué tipos de actividades tienen lugar, dónde, cuándo y en manos de quién.

La forma instituida de ciudad fragmentada que tuvo su epítome bajo la forma de ciudad dispersa, cuando los suburbios residenciales eran la representación espacial de las nociones culturales sobre el ascenso social, tenía mucho que ver con la idea de contener los espacios de juego y cuidados dentro de los hogares. Las consecuencias espaciales de esta morfología, mucho más extendida en las Américas que en Europa, pero de la cual tampoco nos libramos, fueron dramáticas. Desde problemas relativos a formas de articulación de la movilidad, donde el vehículo privado terminaba por afianzar su reinado, hasta problemas de suministros, dotaciones, servicios… Todo lo cual afectaba profundamente a la propia representación de la ciudad y a las formas de vida urbana que se veían totalmente diluidas en determinados espacios constituidos desde la negación consciente de la diversidad, el intercambio, el bullicio o, por supuesto, el conflicto.

Dolores Hayden, en 'Redesigning the American Dream' (2002), señala que estas formas espaciales no fueron nunca las mayoritarias, pero sí fueron las que hegemonizaron los discursos sobre lo deseable en las ciudades. Formas de vida social obsoleta que, sin embargo, permanecen porque la dimensión física del entorno construido sirve como configurador de realidades con vocación de permanencia en el tiempo. 

Hablar pues de urbanismo feminista supone la ampliación de los estándares de vida en la ciudad. Una ciudad como Madrid, organizada estructuralmente sobre la superposición de coronas conectadas de forma radiocéntrica se sostiene sobre la clara hegemonía del coche como conector urbano. Los patrones de movilidad que se derivan de esta forma espacial se observan en múltiples dimensiones. Así, por ejemplo, según los datos de la última Encuesta domiciliaria de movilidad de la Comunidad de Madrid publicada (EDM, 2018), existen claras pautas en cuanto a frecuencia, tipologías de desplazamiento, motivos de desplazamiento, utilización de los distintos tipos de transporte por parte de hombres y mujeres. Son las mujeres las que registran un mayor uso del transporte público frente a los hombres, concretamente un 57,9%, frente a un 42,1%. En cuanto al uso del vehículo privado, el 53,2 % de estos desplazamientos los realizan hombres. Pero una dimensión menos visible y, a mi juicio central, derivada de la soberanía del vehículo privado sobre nuestras calles es la expulsión que su presencia provoca del resto de actividades que componen la vida cotidiana. De manera fundamental con aquellas actividades que requieren de ritmos más lentos y patrones espaciales más expansivos, como son aquellas relacionadas con el cuidado, acompañamiento de personas, o el juego como parte fundamental de la vida de las niñas y niños. 

La eliminación de las manifestaciones públicas de los procesos de cuidados es parte sustancial del mantenimiento de modelos y órdenes sociales que pueden conservarse ajenos a la provisión de los mismos. De esta manera, mediante su invisibilización, se elimina la noción de responsabilidad colectiva del cuidado. En tanto más se reiteren los paisajes espaciales de la ciudad como paisajes ausentes de niñas, niños, ancianas, en general re-presentaciones corporales que evidencian nuestras múltiples vulnerabilidades, más se reproducen las ficciones sociales por las cuales los cuidados son atendidos de forma fundamental en los hogares y por los sujetos cuya presencia en ellos se instituye de manera atávica, las mujeres.

La necesidad, de este modo, de un abordaje que interprete sobre el espacio las relaciones entre lo público y lo privado como elementos indisolubles, supone la apuesta por la apropiación de la noción de vida cotidiana como elemento superador de esta distinción. Esto determinaría que la vinculación histórica de todos los trabajos y de todas las esferas en el proceso de consolidación de los órdenes sociales tiene su correspondencia en formas urbanas específicas. Poniendo, una vez más de manifiesto la artificiosidad sobre la cual se re-presenta la falsa noción de igualdad que de forma tan acalorada afirma defender la presidenta Ayuso. 

Que las ciudades se interpretan de forma diferente por hombres y mujeres es también un hecho ampliamente contrastado. La Encuesta de Calidad de Vida y Satisfacción con los Servicios Públicos de la Ciudad de Madrid publicada anualmente es clara a este respecto: existe una mayor percepción de inseguridad en los espacios públicos por parte de las mujeres. Percepción que excede con mucho las estadísticas sobre delitos, demostrando que las posibilidades de sentirnos o no seguras no solo tienen que ver con el miedo cierto a ser agredida sino con el impacto que determinadas formas urbanas tienen en cómo nos sentimos. Una calle deficientemente iluminada, o con ausencia o escasez de locales comerciales será, previsiblemente interpretada como más insegura, frente a una con mejor iluminación y mayor bullicio. Con todo y con eso algunos datos que deberían hacernos pensar y que se reflejan en el Informe del año 2023 del Ministerio del Interior sobre Delitos contra la Libertad Sexual, sitúa a Madrid como la segunda provincia con mayor número de abusos y agresiones sexuales con 3066 agresiones en el último año, representando el 14% del total de España. En estas agresiones registradas en el 94% de los casos son hombres los agresores y el 87% de las víctimas son mujeres, dejando una vez más en evidencia el tozudo empeño de la Presidenta Ayuso en negar la realidad.  

Hablar de urbanismo feminista es hablar de cómo queremos vivir, no solo nosotras, sino la comunidad, el conjunto de personas que habitamos las ciudades. Hablar de urbanismo feminista es, desde este punto de vista, hablar de las cosas importantes, aquellas que determinan nuestra calidad de vida, pero también nuestras expectativas y sobre todo nuestra la libertad.