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Hispanidad rima con ranciedad

10 de octubre de 2024 22:10 h

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En su Cantata del adelantado Don Rodrigo Díaz de Carreras, una parodia de cantar de gesta interpretado por el conjunto argentino Les Luthiers, un grupo de nativos acoge alborozado al protagonista, arribado a las costas del Río de la Plata en 1491 –de ahí lo de “adelantado”– al grito de: “¡Nos descubrieron! ¡Por fin nos descubrieron!”. Desde hace mucho tiempo, los sentimientos de superioridad, condescendencia, subordinación, humillación o burla mutua rigen las interpretaciones que desde uno u otro lado del Atlántico se realizan sobre el periodo que abarca desde finales del siglo XV hasta el primer tercio del XIX. Baste, sin ir más lejos, con repasar algunos titulares recientes.

Cuando estalló el escándalo suscitado en torno al elenco de ese indescriptible producto comercial de Nacho Cano llamado Malinche, su autor esgrimió que la condición de los actores y actrices mexicanos puesta en cuestión sería en realidad la de becarios en formación para representar más tarde la inefable obra en el propio México. Debe desconocer, sin duda, lo que para el imaginario de ese país supone la tal doña Marina y los previsibles fracaso de taquilla y éxito de orden público que su puesta en escena tendría al sur del río Bravo. 

Sin abandonar el país norteamericano, la nueva presidenta, Claudia Sheinbaum, generó una polémica acre con su petición de que España pidiera perdón por la conquista y su correlato de genocidio, pillaje y destrucción cultural. Un anacronismo que ha tenido su respuesta isostática en la desopilante campaña desplegada en las marquesinas de autobuses de Madrid celebrando a los colonizadores como “héroes y santos”. Me recuerda cuando durante un curso sobre la enseñanza del Holocausto en el Museo Yad Vashem de Jerusalén, un ponente pretendió responsabilizar a los docentes españoles allí presentes de tener las manos machadas de culpabilidad por la diáspora merced a la herencia de Isabel la Católica. Se trata, en todos los casos, de una concepción de las naciones como entes orgánicos que trascienden la historia desde la noche de los tiempos.

Uno, personalmente, se siente más concernido por la gratitud debida al país de Lázaro Cárdenas y a su generosa acogida al exilio español que por hechos acaecidos hace quinientos años, perpetrados por una horda de hidalgos muertos de hambre y mercenarios ávidos de botín con la colaboración necesaria de enemigos indígenas del imperio azteca; y se siente más próximo a los valores humanistas de los teóricos de la escuela de Salamanca como Francisco de Vitoria que a los gustos gastronómicos de los sacerdotes de Huitzilopochtli. Me identifico con el socialismo democrático de Salvador Allende, con el ímpetu transformador del sandinismo originario –no con la grotesca caricatura que representa el actual régimen de Daniel Ortega– o con los mundos barrocos, oníricos y trágicos creados por Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y hasta por el primer Vargas Llosa y me repelen las salmodias tridentinas, la apología de los tercios, la culpabilización gachupina, la autojustificación de la burguesía criolla gestante de caudillos militares y enfeudada a la United Fruit Company y al Tío Sam o el discurso de la España perenne donde no se ponía el sol.

El propio concepto de “fiesta de la Hispanidad” suscita ecos rancios. Que en su forma actual fuera reinstituida como festividad nacional por un gobierno de Felipe González en 1987 en una de aquellas tantas cesiones en pos de integrar a la derecha en la concelebración democrática no puede hacer olvidar que fue al patriarca del régimen de la Restauración, Antonio Cánovas del Castillo a quien se debe la propuesta de celebrar la efemérides colombina desde 1892, durante la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena. En 1918, Alfonso XIII, a iniciativa de otro primer ministro conservador, Antonio Maura, se añadió a la festividad el complemento “de la Raza”. Pero serían dos figuras señeras del pensamiento reaccionario español quienes acuñarían la fórmula “Día de la Hispanidad”: el monárquico tradicionalista Ramiro de Maeztu y el cardenal trabucaire Isidro Gomá. Otro prelado, el primado de España, Pedro Segura, coronó en 1928, con la solícita aquiescencia real que ya había consagrado a España al Sagrado Corazón de Jesús en 1919, a la Virgen de Guadalupe como patrona de la comunidad hispanoamericana.

La intrínseca relación entre monarquía, iglesia católica, conservadurismo y una cierta idea de España es notoria. Hay un relato antiliberal, integrista y premoderno que postula la existencia de un hilo negro que, partiendo de la conversa monarquía militar visigoda, recorre los siglos en rumbo de catolicidad y universalidad desbordantes, jalonando el itinerario con el combate de las flechas musulmanas contra la ley de la gravedad en Covadonga, las gestas guerreras de unos reinos cristianos medievales aunados en una empresa común, la alienación de Al Ándalus como un ingrediente más de la identidad cultural hispánica. El cénit se alcanza con la unificación dinástica bajo los Reyes Católicos, germen del imperio americano y cuna del europeo. Tal es el enunciado que defiende, en torno a la monarquía católica, el origen de “la nación más antigua de Europa”, cuyo sintagma arquitectónico emblemático cristaliza en el Escorial: monumentalidad impresionante, perdurabilidad granítica, majestuosidad austera, osario real y una planta en forma de parrilla de martirio como aviso para heterodoxos. Un paradigma de la genealogía nacional sobre el que las formulaciones liberales y democráticas –el espíritu de independencia de Numancia, la defensa de fueros y libertades locales contra el centralismo real, los irmandiños, las Comunidades, las Germanías, las matxinadas, la constitución de la nación como sujeto de soberanía expresada en el texto constitucional de 1812, el republicanismo popular y el progresismo cívico– no han prevalecido ni tan siquiera han logrado arañar epidérmicamente.

Quien no se conmueva con la conversión al catolicismo, los ardores guerreros y la unidad de destino en lo universal no es por ello menos español, como tampoco dejaron de serlo quienes ya en su momento criticaron la explotación de los indios, el extractivismo so capa de evangelización y, en última instancia, la desastrosa gestión de unos recursos que, como estudiaron Ramon Carande o Pierre Vilar, poco sirvieron para el desarrollo de Castilla –como tampoco para el resto de territorios de la monarquía hispánica, excluidos del comercio colonial hasta el siglo XVIII– y mucho para que banqueros italianos y manufactureros flamencos hicieran brillar sus finanzas e impulsaran, en palabras de Jan de Vriers, sus revoluciones industriosas. Ese oro que “nace en las Indias honrado/ y es en Génova enterrado” (Quevedo) hizo sobre sus receptores el efecto que la lluvia sobre los tejados en las casas, que “si bien cae encima, luego desciende toda hacia abajo, sin que quienes primero la reciben tengan beneficio alguno” (Tomás de Mercado). Quizás para Castilla, exhausta por las exigencias de unas guerras imperiales ajenas, habría sido bueno el aforismo de Mark Twain: bien estuvo descubrir América, pero mejor habría sido pasar de largo.