Lo que nos hunde

Diputado de Más Madrid —

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En un país que se ubica a la cola de Europa en el acceso a la vivienda, los titulares alarmantes se vinculan a las tímidas bajadas del precio y los estimulantes, a las subidas previstas. Los retornos alcanzados por el alquiler de vivienda en España son más del doble de la rentabilidad obtenida por el IBEX 35 y multiplica por 13 la ofrecida por los bonos del Estado a 10 años. Madrid y Catalunya ofrecen menos rentabilidad que la media española, pero “son valores fiables” y “los principales epicentros para la inversión”, también es donde fondos y socimi tienen mayor presencia, muy por encima de la media española, lo cual tiene relación con que el coste del alquiler sea un 82% más alto que la media del resto de áreas urbanas. Como la moneda, la vivienda tiene dos caras, por un lado, es un bien de primera necesidad para vivir y por el otro un bien de mercado en el que invertir. Cuanto más desequilibrada está la balanza en favor del bien de mercado, más complicado resulta vivir en ella.  

Mientras que en el año 2008 el gasto relacionado con la vivienda en España suponía el 27% del gasto total anual, en el año 2020 ya eran 35 de cada 100 euros (INE). Pero no solo aumenta el gasto destinado a la vivienda, también ha aumentado la distancia entre el aumento del precio de la vivienda y la subida de los salarios: en los últimos 35 años el precio de la vivienda ha crecido un 659% mientras que los sueldos lo han hecho un 291%. Este aumento del presupuesto destinado a la vivienda conlleva una reducción de consumo en otros sectores de la economía, tanto que incluso la OCDE alerta de que los altos precios de la vivienda lastran la recuperación.

Dicho de otra forma, el peso que tiene el rentismo en la economía española es un lastre improductivo que perjudica a todo el país: cuanto más dinero se destina al alquiler, menos dinero circula en otras partes y menos dinero queda en el bolsillo. No solo limita la renta disponible de la ciudadanía cercenando su libertad de elección, no solo perjudica a otros sectores, además desincentiva la inversión en sectores que impulsen un modelo productivo que genere más riqueza, mejore la calidad de vida y reduzca el impacto climático. En segundo lugar, el excesivo peso del rentismo que absorbe el dinero en sus manos muertas limita la creación de empleo. Según los cálculos del economista Carlos Martín Urriza, director del gabinete económico de CCOO, el sobre esfuerzo en el pago de los alquileres de vivienda es de 3.912 millones de euros al año impide que aumente la ocupación en 20.000 empleos.

Entonces, si desincentiva la inversión en sectores que crean más riqueza, si reduce el consumo en otros sectores, si reduce la renta disponible de la ciudadanía, si impide la creación de empleo, si provoca burbujas, dolor y desahucios, si los grupos constructores e inmobiliarios son de los que menos pagan en el impuesto de sociedades con un tipo efectivo sobre beneficios del 2,7%, ¿cómo es posible que el rentismo goce de tan buena salud en nuestro país? Porque es un sector muy poderoso que cuenta con grandes altavoces, cierto, pero esa no es una explicación suficiente, tampoco lo es decir que la “gente está engañada”. Estos son argumentos que lo resuelven todo aludiendo a un poder absoluto y a culpar a la gente por vivir alienada, pero renuncian a comprender que en todo esto opera una racionalidad y una lógica que guarda un sentido.

El problema medular que asola a la economía española es la vivienda, pero también es la principal fuente de riqueza en España. La vivienda es una cuestión social y económica, pero sobre todo es lo que mejor condensa el ethos español, a saber, el ser y sentir de un país que, en nuestro caso, hunde sus raíces en el proyecto franquista. Precisamente por eso, por su importancia nuclear y por haberse convertido en una segunda piel, es tan difícil politizar la vivienda. Está tan incrustado en el sentido común que parece algo incuestionable, como si acabar con esta dinámica fuera como acabar con el bienestar.  El rentismo es un proyecto de Estado que tenía por objetivo generar las condiciones idóneas para que los promotores inmobiliarios pudiesen transaccionar con la propiedad: “El Ministerio tiene en sus manos el más eficaz de los resortes: la legislación protectora, y la ha de emplear para que todas las casas que se construyan con ayuda estatal se levanten orientadas hacia el más rápido y eficaz sistema de acceso a la propiedad.” (Arrese, ministro de vivienda en 1959) El Estado como garante del beneficio y no del derecho a la vivienda.

España es una anomalía europea que destinó dinero público a la vivienda con el objetivo de privatizarla, de ahí que nuestro parque público de vivienda sea tan exiguo. Se apoya sobre la generalización de una idea que se realiza como profecía autocumplida: todo el mundo quiere que ascienda el valor de las viviendas, también quienes solo tienen en propiedad - o con hipoteca- la vivienda habitual, pues si quisieran venderla en un futuro querrían hacerlo por más dinero del que les costó en su día; si aumenta el precio, aumenta su riqueza. Lo cierto es que esa subida de los precios, que uno piensa que le va a beneficiar en el futuro, también le afecta negativamente a la hora de alquilar y de comprar una vivienda en el presente porque tiene que destinar más dinero.

Pero los herederos también quieren que suban los precios de esos pisos ya que, sumado a la baja natalidad donde hay que repartir entre menos y a la incertidumbre por el futuro, gran parte de las esperanzas de ingresos y seguridad futura pasa por heredar el inmueble familiar y poder venderlo por un precio más alto que permita, o bien pagar su propia hipoteca pendiente o trasladar a la vivienda heredada su propia residencia. De esta manera, es fácil comprender cómo se ensambla el interés del sector inmobiliario con el de una parte de la población y el apoyo contra el impuesto de sucesiones, también entre quienes no se ven afectados por ello, pero aspiran a verse un día en la situación en el que sí se verían perjudicados. La vivienda se ha constituido como el proto-estado de bienestar en nuestro país, el único colchón que te va a salvar, pero lo hace sobre la base de lastrar el desarrollo productivo del país, ampliar la desigualdad, expulsar a gente y machacar las condiciones de vida.

Se trata de ubicar la seguridad y la función del Estado, decidir si esta reside en el ladrillo especulativo y las instituciones intervienen con finalidad privada, o si la seguridad se ubica en las políticas de bienestar con finalidad pública. El modelo, que encaja como un puzle con las infraestructuras y el turismo, lamina el desarrollo personal, social y productivo de las nuevas generaciones estancando al país en sectores de bajos salarios y precariedad, provocando a su vez una pérdida de población formada que emigra a otros países con el coste económico que eso supone. Seguimos inmersos en un cepo productivo y cultural que impide el desarrollo del estado del bienestar y nos empobrece pero que, a su vez, se presenta como la única seguridad realmente existente. Es más, la destrucción de lo público entendido como sinónimo de bienestar y su reconversión en caridad para pobres, no hace más que reforzar esta misma creencia y aleja otra posibilidad de país.

El franquismo puso al Estado a trabajar para el sector inmobiliario buscando dar salida a sus productos para que la gente se hiciese propietaria, luego lo hizo el crédito bancario que permitió vender mucha vivienda a precios altos y generó la burbuja que todos hemos asumido. Ahora, en plena crisis arrastrada desde 2008, de nuevo se presenta al Estado como aquel actor que sostiene el triángulo que estanca a España: asegurar ventas a precios altos entre gente de bajos ingresos. La situación estructural siempre es la misma, ¿cómo intervenir en un panorama donde la prioridad es construir y vender caro en un contexto de salarios bajos, toda vez que no se quiere modificar esto último? Con el Estado subvencionando al rentismo y con un modelo de protección social regresivo donde el 30% de las transferencias públicas van a parar al quintil más rico de la población, mientras el quintil más pobre recibe solo el 12%.

Ahora leemos que los promotores inmobiliarios piden al Gobierno avales por más de 11.000 millones de euros para “desatascar las hipotecas a jóvenes.” En todas sus versiones históricas,de lo que se trata es que el Estado mantenga la fiesta privada, en este caso ex ante y no, como sucedió desde 2008, post festum: la finalidad es que todos seamos avalistas para mantener los precios altos de la vivienda junto con las ventas garantizadas en un entorno de demanda insolvente. Que sea el Estado el que convierta en solvente a una demanda que nada en la inestabilidad laboral y salarial, en lugar de usar al Estado para modificar la situación endémica de inseguridad vital y laboral. Que el Estado sea el garante de avalar el negocio inmobiliario conlleva dos grandes problemas, el primero es el subdesarrollo del sistema de bienestar y, ligado a este, el despilfarro de cantidades ingentes de dinero público que, en lugar de invertirse en modificar la estructura productiva, en derechos sociales y en ampliar el parque de vivienda pública, se cae por el desagüe improductivo que subsidia al rentismo.

Este modelo es un límite para la democracia y un estorbo a la economía: vivir cautivos del ladrillo nos ralentiza porque desincentiva la inversión en sectores más productivos, más sostenibles y que generan más riqueza, como pueden la economía verde, la movilidad o la rehabilitación energética. También limita la libertad de elección y de acción de la ciudadanía: en lugar de crear un sistema público de vivienda, prefirieron privatizar la vivienda pública. El acceso a un bien básico de primera necesidad, como es la vivienda, no puede quedar a merced de unos gobernantes que usan el poder político para liberar al mercado y secuestrar la democracia. Para que la libertad sea digna de tal nombre, las instituciones públicas tienen que garantizar su ejercicio a toda la población y eso pasa por el acceso a una vivienda asequible y segura; es mejor un país con precios bajos y salarios altos, que uno con precios altos y salarios bajos.

Necesitamos una racionalidad más poderosa que la actual, una que conecte vivir mejor, de manera más eficaz y de forma segura con los derechos sociales, los servicios públicos, con generar más riqueza, reducir el impacto climático y trabajar menos. El derecho a vivir bien, entendido como una premisa y no como una promesa, implica que en interés propio se piense en el bien general. Es lo sencillo difícil de realizar.