El lunes por la mañana me eché a la calle para percibir en directo la misteriosa desescalada; me la encontré de bruces: no estaba preparado para tanta realidad. En la terraza más cercana a mi casa, que durante semanas grises e interminables ofrecía el aspecto siniestro de mesas y sillas amontonadas y rodeadas por un vacío atronador, se encontraban once niñas en el verano adelantado de su adolescencia, alrededor de una mesa, por supuesto, codo con codo para hablarse mejor, (lo de escucharse parecía secundario, como ha sido siempre). Yo disfrutaba de esa algarabía pujante, era un chapuzón de vida; hasta que vi al camarero atenderlas con la mascarilla en ristre, entonces advertí el contraste.
Joseph Conrad describe en Juventud esa época de la vida en que nos creemos eternos, porque la muerte es algo que les pasa sólo a los otros. La vida es futuro, lleno de posibilidades, en el que hay de todo, y en el que si no encontramos lo que buscamos es porque no sabemos buscar.
Un ingrediente de la gracia no comprada de la vida consiste en desconocer lo que espera tras cada recodo del camino. “Nada hay más triste que envejecer antes de ser viejo”, advirtió Séneca. “El transcurso de la vida es seguro y uno sólo el camino que recorre la naturaleza, y además sin desvíos; a cada edad le corresponde lo suyo, la debilidad de los niños, el atrevimiento de los jóvenes, la gravedad de la persona ya entrada en años y la madurez de la senectud”.
Esperar de esas niñas otro comportamiento más prudente, cívico o higiénico en especial pensando en sus padres y abuelos era tan deseable como seguramente prematuro: lástima que el bichito no haga estas consideraciones. Por la tarde, siguiendo mi costumbre peripatética, me acerqué a un bar de moda antes de las angustias de la clausura entre los padres y las madres de nuestras protagonistas, y compruebo que la “nueva normalidad” lo ha puesto aún más de moda: ¡no cabía un alfiler! Haber pensado otra cosa era tanto como creer ingenuamente que las personas, más que ratificarnos, nos rectificamos. Justamente en la rectificación se encierra un alto coeficiente de innovación creativa, aunque siempre con gran esfuerzo.
Con objeto de que adquieran el hábito de la laboriosidad proactiva a los niños anglosajones les enseñan la regla de las 5 P (prior-preparation-prevents-poor-performance), que por estos lares podría expresarse como “más vale prevenir que curar”.
La realidad del cambio es principalmente una realidad personal, pues abriga una interioridad capaz de generar cambios. El surtidor de las transformaciones culturales, sociales y económicas se esconde en la recreación de la propia persona y de sus proyectos, ni una ni otros se dan nunca acabados. La rectificación puede consistir en algo tan necesario como percatarse de que se ha perdido la visión panorámica de la realidad, que las añoranzas han cobrado más peso que los proyectos.
De nuevo en la calle, me encuentro perplejo, pues escucho que las unidades de cuidados intensivos de los hospitales se están vaciando de infectados por el virus de marras y también que no se descarta un segundo confinamiento antes de agosto; a la vez que se prevé un otoño entrando y saliendo de la clausura. Nunca he tenido menos interés en que me saquen de dudas.
¿Será verdad que basta con hablar hiperbólicamente del cambio para que luego no cambie nada?