El informe presentado por el Presidente de Gobierno con el llamativo título de “Cumpliendo”, a título de balance de su Gobierno de coalición (diciembre de 2020), plantea serios interrogantes en algunos de sus apartados y en la configuración misma del listado total. En metodología de ciencias sociales y en filosofía política, un objetivo comienza a ser cumplido cuando se define su perímetro, se determina el plan para alcanzarlo y se aprueba la memoria económica que permite su realización. A título de ejemplo, por ahora, examinaremos el objetivo de “derechos digitales”, inserto en el documento estrella “España digital 2025”, del Ministerio de Industria y transición digital, como apartado número 10, definido genéricamente como “garantizar los derechos de la ciudadanía en el nuevo entorno digital”. Olvidaremos, de momento, otros capítulos polémicos de este informe, como el de crear un gran “hub ”audiovisual, que recuerda ensoñaciones reiterativas del pasado sobre el gran y presunto “Hollywood español” nunca divisado en el horizonte (además ahora curiosamente prometido sin participación alguna de las televisiones públicas).
No se puede decir que sean nuevos ni el entorno digital ni los derechos que aplican su uso como extensión de los derechos humanos clásicos. Hace 20 años, algún entonces joven filósofo ya desarrolló en varios artículos la necesidad de los “derechos humanos de cuarta generación” y en la última década expertos jurídicos han hablado de la “cuarta ola” en el campo digital. En ambos casos, la numeración hacía alusión a los derechos humanos de la declaración de 1948 (libertades individuales), la segunda generación de derechos socioeconómicos de igualdad, y la tercera de solidaridad con las poblaciones vulnerables. En ese avance ético de la humanidad, la cuarta generación proyectaba los anteriores sobre el mundo digital, reconociendo el acceso universal a las redes digitales y al conocimiento que vehiculaban, con toda su declinación de derechos (a la privacidad, a la imagen digital, al secreto…).
En estos veinte años, algunos de esos derechos han sido reconocidos y reclamados por múltiples autores y documentos internacionales con el lema frecuente de la Sociedad de la Información “para todos”, especialmente de la ONU o la UNESCO, o de la propia UE, en una enumeración que sería imposible en este espacio (por ejemplo, en la “agenda 2030 para el desarrollo sostenible). También han sido mencionados en los diversos planes de los Gobiernos españoles desde el plan Avanza y Avanza 2 (2005-2009) de Rodríguez Zapatero hasta las Agendas digitales de 2013 y 2016 de Mariano Rajoy, con escasas ambiciones económicas en la gran crisis. Pero la constante en estos planes y en sus informes ha sido minimizar la brecha digital, atribuirse los incrementos porcentuales motivados por el mercado, y mantener una concepción ”biológica“ de los derechos digitales: la tasa mínima de desconectados iría descendiendo a medida que los jóvenes, -cautivados por las TIC y el mercado-, envejecieran y, se supone, que los mayores de edad, analfabetos digitales, fueran desapareciendo. En los informes privados y públicos más conocidos (ONTSI, Anuarios de SI de Orange y de Telefónica), la carestía de los costes de conexión o la desertificación digital de los territorios despoblados no tenían la menor importancia y componían un tabú inviolable, mientras que coincidían con los planes oficiales en poner el acento en una banda cada vez más ancha y rápida (equivalente a más riqueza para los ricos) en lugar de un acceso universal.
Sin embargo, en 2017, un amplio informe de FUNCAS, entidad nada sospechosa de radicalismo izquierdista (“Las desigualdades sociales. Los límites de la sociedad red”), no sólo analizaba la brecha digital en España (distancia entre conectados y desconectados) sino también la “desigualdad digital”, definida como indicadores de población que no posee las habilidades básicas suficientes para su uso aplicado. Se concluía que esta desigualdad (digital inequality), a pesar de los progresos realizados en los últimos años, no solo no tendía a desaparecer sino que se estancaba y “estratificaba”, con graves consecuencias al catalizar las restantes desigualdades. La propuesta, muy clara, era que estos derechos componían un “bien público no opcional” que la sociedad debía garantizar.
El desarrollo de la Sociedad de la Información (SI) o mejor, Sociedad del Conocimiento, ha demostrado la trascendencia absoluta de esos derechos de la ciudadanía para el progreso económico y social de los ciudadanos y del país, para el ejercicio y la calidad de la democracia. La pandemia y sus consecuencias educativas, laborales, comunicativas y culturales, han evidenciado abruptamente que la conexión y el saber hacer en las redes, inclusivos en su apropiación personal y social (empoderamiento) son vitales para el ejercicio de la ciudadanía democrática actual. Pero las brechas y desigualdades digitales resisten en España.
Según la ONTSI, en su informe anual de 2020, 2,92 millones de usuarios utilizan Internet “alguna vez” (ni semanal ni mensual), pero, sobre todo, uno de cada tres españoles conectados confiesa no tener ni las habilidades básicas de uso, concepto en el que ocupamos el puesto 16 en el ranking por países de la UE (indicador DESI). Según el INE, el 93,2% de los españoles de entre 16 y 74 años se ha conectado a Internet en los tres últimos meses. Queda conocer y actuar sobre el resto, pero también sobre quienes conectan ocasionalmente, y sobre quienes no tienen capacidad de usarlo socialmente.
El informe España digital 2025 podría tener este propósito como bandera fundamental de su actuación, pero parece datar para 2025, “como meta”, “una carta nacional sobre derechos digitales”. No sabemos si necesita cuatro años para enunciarlos o para conseguirlos, pero ya es sospechosa en política esa fecha que posterga objetivos más allá de la legislatura y del mandato de un Gobierno. Además, mezcla estos derechos humanos “digitales” con los desconocidos “derechos” (¿humanos?) de las empresas, insinúa discusiones teóricas inextricables, y no adelanta ningún plan de acción con dotación presupuestaria. Ni siquiera proclama que, como servicio universal o como “bien público no condicional” estos derechos son irrenunciables.
En fin, está por ver si se aborda decididamente y a corto plazo el grave problema de la España vaciada y de su integración en la era digital, que debería componer un objetivo específico y urgente de esa agenda digital, con dotación presupuestaria suficiente y mantenida, un compromiso que el Gobierno de coalición asumió destacadamente. Los pruritos europeos de “neutralidad” tecnológica y respeto de la competencia no deberían ni podrían obstaculizar esos planes, que el mercado no va a cumplir evidentemente por sí solo.