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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Independencia económica contra la violencia de género

En las últimas semanas asistimos a una dramática conmemoración: el pasado 19 de junio se confirmaba que Ana Lúcia da Silva, cuyo cadáver había sido hallado cinco días antes, se convertía en la víctima número 1.000 de la violencia de género en España desde 2003, año en el que se comenzaron a registrar estos crímenes. Su asesino, Salvador Ramírez, mató a su primera mujer allá por 2002; así que ella, oficialmente, no cuenta.

Se calcula que las denuncias suponen tan solo entre el 20% y el 30% de los casos totales de violencia por parte de la pareja o expareja, los que recoge la ley de 2004. Aun así, desde 2012 el número de denuncias se ha incrementado en un 29%, llegando a cifras históricas en los últimos años, con un máximo de 166.260 en 2017.

Entre los factores que pueden hallarse detrás de este importante aumento está, sin duda, una creciente conciencia social del machismo estructural en nuestra sociedad, del que la violencia de género supone la manifestación más evidente y visible, sobre todo en tanto en cuanto ha ido rompiendo las barreras del ámbito privado para salir a la luz pública y convertirse en asunto protagonista de la agenda política y mediática. Existe en la actualidad un consenso mayoritario sobre la importancia de la erradicación de esta grave inculcación de los derechos humanos de las mujeres, gracias a la difusión mediática y a la proliferación en medios de comunicación y redes sociales de denuncias de casos de abusos y violencia. Han sido determinantes las manifestaciones multitudinarias en las calles y campañas como la del “Me too” o el “Yo sí te creo”, con el que las mujeres, y una amplia mayoría de la sociedad, respondían a los intentos de culpabilización de la víctima en el caso de La Manada. Movilizaciones que han puesto sobre la mesa la desigualdad existente entre hombres y mujeres en el ámbito de la justicia y en la consideración social de las diferentes formas de violencia machista y, a la vez, han ido conformando un contexto de rechazo a la violencia en el que poco a poco resulta más fácil, o menos complicado, asumir la propia condición de víctima y dar los pasos necesarios para salir de ella.

Sin embargo, según los datos del Observatorio contra la Violencia de Género del Consejo General del Poder Judicial que hemos conocido estos días, el 80% de las 1.000 mujeres asesinadas no habían denunciado a su agresor. Llevamos ya muchos años con campañas y discursos que hablan sobre la importancia de que las víctimas denuncien. Tal vez deberíamos cambiar el foco, no poner la responsabilidad de su situación en quienes peor lo están pasando, y pensar si las instituciones y los agentes sociales estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para mejorar la prevención y, en su caso, dar el soporte y las herramientas necesarias para que las víctimas puedan dejar de serlo. Son muchos los factores que podríamos analizar: un contexto familiar y social que acompañe y apoye; la necesidad de la perspectiva de género en Policía y juzgados, para que se escuche su voz y se crea su versión; alternativa habitacional para que puedan dejar casa en la que conviven con su maltratador; autonomía económica... Yo me voy a centrar en el ámbito que conozco y me ocupa desde hace años: el empleo.

Según el 6º informe 'Un empleo contra la violencia', de la Fundación Adecco, además de esta creciente conciencia social sobre la violencia de género, el empleo podría ser un factor determinante en el aumento de las denuncias y en la decisión de las víctimas de sacar a la luz su sufrimiento. La seguridad que aporta la independencia económica, junto con las expectativas y la confianza en sí mismas que supone para las mujeres un empleo estable, con ingresos suficientes y buenas condiciones laborales, podría ser un elemento decisivo para reunir la fuerza necesaria que requiere interponer una denuncia y abrir paso a todo el proceso judicial y vital que esta conlleva.

Es cierto que no existe un único perfil sociodemográfico de mujer víctima, y que se encuentran casos por igual en todos los estratos económicos y socioculturales. Sin embargo, las entrevistas llevadas a cabo en el seno del proyecto WE GO: Women Economic Independence & Growth Opportunity -realizado a través del programa Daphne, que cuenta con el apoyo de la Comisión Europea- en siete países de Europa (España, Italia, Bulgaria, Grecia, Chipre, Reino Unido, Suecia) ofrecen posibles conclusiones que establecen una relación directa entre el desempleo y la violencia de género. El resultado es que el 65% de las víctimas encuestadas manifestó encontrarse en situación de desempleo, junto a un 16% que admite desempeñar algún tipo de ocupación pero sin contrato, en condiciones de absoluta desprotección. En la misma línea, un 58% de las desempleadas es de larga duración, es decir, lleva más de un año sin encontrar trabajo.

Pero hay un dato aún más revelador: según el informe, un 71% de las mujeres víctimas destaca el desempleo y las situaciones de precariedad como los principales frenos para denunciar; temen que la dependencia económica hacia el agresor, en ocasiones impuesta por él mismo, las deje sin recursos. Estos porcentajes muestran una clara relación entre la situación de maltrato y la dependencia económica, que propicia que la violencia se prolongue en el tiempo.

Podemos, por tanto, afirmar que el empleo es una de las claves para hacer frente a la violencia de género, que puede actuar como mecanismo preventivo o contribuyendo decisivamente a la recuperación integral de las mujeres, por la independencia, la autonomía, el aumento de la autoestima y el empoderamiento que otorga a las mujeres. En este sentido, si bien hemos asistido a una importante mejora en los últimos años, y existe un mayor número de mujeres que tienen una actividad productiva más parecida a la masculina, la aportación laboral de las mujeres sigue muy vinculada a los roles de género, con una clara división sexual del trabajo, dando lugar a sectores de trabajo especialmente feminizados, que en la mayoría de las ocasiones coinciden con los peor pagados y con condiciones laborales adversas. Asimismo, y a pesar de algunos cambios recientes que resultan esperanzadores, los datos de autoempleo muestran también una gran brecha entre hombres y mujeres: el 64,8% de las personas trabajadoras por cuenta propia en España son hombres, frente al 35,2% de mujeres. En el primer trimestre de 2019, encontramos 1.289.100 varones autónomos frente a 706.590 mujeres. Además, del total de mujeres dadas de alta como trabajadoras por cuenta propia (706.590), el 83,55% (590.341) cotiza por la base mínima. Estos datos demuestran que el autoempleo sigue siendo para las mujeres una carrera de obstáculos y que requiere del apoyo de instituciones, empresas y organizaciones implicadas.

La conclusión es clara: resulta fundamental promover políticas activas de empleo que superen la situación de desigualdad estructural actual. Y en este sentido, el autoempleo y el emprendimiento son sectores particularmente interesantes para la autonomía económica de las mujeres, con el empoderamiento como elemento clave en el desarrollo de un proyecto vital satisfactorio. Como hemos visto, la incorporación de las mujeres al mercado laboral en condiciones de igualdad no solo es un objetivo justo y necesario, sino que puede ser un factor decisivo para la prevención y para que las mujeres puedan salir a tiempo de la espiral de la violencia machista y denunciar su situación. Hay, por tanto, mucho trabajo por delante. Y no puede esperar.